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Bienaventurados los pacificadores

Por Fernando E. Alvarado.

“Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.” (Mateo 5:9)

La séptima bienaventuranza representó un desafío considerable para los judíos de la época. En general, estos manifestaban un profundo desprecio y odio hacia las naciones gentiles, anticipando que, con la llegada del Mesías, se desencadenaría una serie continua de conflictos bélicos destinados a la destrucción completa o sumisión de dichas naciones ante el pueblo escogido de Dios. Esta concepción se basaba, sin duda, en la lectura del libro de Josué y las experiencias de sus antepasados. A su parecer, aquellos que merecían enfáticamente el título de «bienaventurados» debían ser utilizados por el Mesías Príncipe para vengar a Israel de los males infligidos por las naciones paganas. Pero contrario a lo que todos ellos pensaban, cuando Dios envió a Su Hijo, el Mesías de Israel, conmemoró su nacimiento con un firme llamado a experimentar la paz: «Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace». (Lucas 2:14, NBLA)

Pero ¿Qué significa experimentar esa paz? Y más aún ¿Cómo podemos convertirnos en pacificadores y alcanzar dicha bienaventuranza? Indudablemente, Dios se presenta como un ser de paz, una afirmación que se repite con frecuencia en las Escrituras (Ro. 15:33; 16:20; 2 Co. 13:11; 1 Ts. 5:23; He. 13:20, entre otros). En contraste, el mundo se ve asolado por la guerra: entre Satanás y Dios, entre razas, naciones e individuos, así como en el corazón de cada persona. La inquietud se apodera del universo, generando inseguridad, angustia e insatisfacción debido a la rebelión cósmica de ángeles y hombres caídos contra Dios, convirtiéndose en «gentes rebeldes» (Ez. 2:3) y «hijos de desobediencia» (Ef. 2:2; 5:6). A pesar de su estado, estos seres también experimentan sufrimiento y anhelan fervientemente la paz, aunque la procuren de forma incorrecta, permaneciendo en su estado de desobediencia (Dt. 29:19). Resulta conmovedor observar los esfuerzos desesperados de las naciones por evitar los estragos de la guerra y la destrucción, sin que se evidencie un sincero movimiento de arrepentimiento y fe. La Escritura proclama con contundencia: «No hay paz para los malos, dijo Jehová» (Is. 48:22; 57:20–21). Esta verdad permanece inalterable.

Solo Jesús tiene el poder de poner fin a este conflicto constante y restaurar la paz. Como se menciona en Efesios 2:14, «Él es nuestra paz». Jesús se sumergió en el conflicto al aceptar ser golpeado por la vara de la justicia divina que nos perseguía (Ef. 2:13–17; Col. 1:20). En Cristo, Dios mismo reconcilió el mundo consigo mismo, estableciendo la paz y proclamando la amnistía; transformando al rebelde arrepentido en una criatura de paz (2 Co. 5:17–21). Por esta razón, todo creyente justificado experimenta paz con Dios (Ro. 5:1). La paz de Dios, que supera todo entendimiento, puede custodiar el corazón y la mente del creyente en Cristo Jesús (Fil. 4:7). Experimenta alegría y bienestar, descansando y durmiendo en paz (Sal. 4:8). Esta paz no es el resultado artificial y efímero de esfuerzos humanos, sino el fruto del Espíritu (Gá. 5:22), otorgada por Dios mismo (2 Ts. 3:16). Ahora, el hijo de Dios debe vivir en paz (Ro. 12:18; 1 Ts. 5:13; He. 12:14; Stg. 3:18). Aunque habrá aquellos que lo odien y persigan, ya que Cristo advirtió que no vino «para traer paz, sino espada» (Mt. 10:34). Esto continuará mientras individuos y naciones se dejen seducir por aquel que es homicida y mentiroso desde el principio (Jn. 8:44). No obstante, la gloriosa certeza del regreso del Señor nos asegura que la paz pronto reinará sobre toda la tierra. La paz, junto con la justicia, será la característica principal del reinado del Príncipe de Paz (Is. 2:4; 9:5–6; Sal. 27:7). Como dijo Jesús, «Bienaventurados los pacificadores» (Mt. 5:9), pues aquellos que han conocido al Príncipe de Paz, buscarán compartir esa paz con otros.[1]

Pero la paz de Jesús es muy diferente a la paz del mundo ¿Qué tipo de paz ofrece el Señor? La idea básica y primaria de la palabra bíblica «paz» (AT šālôm; NT eirēnē) es la de un estado completo, íntegro, total. Dentro de la paz que Jesús nos brinda, se encuentra la noción de una amistad con Dios a través de un pacto (Nm. 25:12; Is. 54:10). Este concepto abarca también la idea de contentamiento o cualquier elemento que genere seguridad, bienestar y felicidad (Is. 32:17, 18). La vida de Cristo, tal como se describe en los evangelios, se caracteriza por una calma majestuosa y serenidad (Mt. 11:28; Jn. 14:27). La esencia del evangelio puede expresarse mediante el término «paz» (Hch. 10:36; Ef. 6:15), englobando la paz de la reconciliación con Dios (Ro. 5:1; Crem, p. 245), así como la paz que proviene de la comunión con Dios (Gá. 5:22 y Fil. 4:7).

Las innumerables bendiciones para el cristiano tienen su base en el concepto de la paz. El evangelio se identifica como el evangelio de la paz (Ef. 6:15), Cristo se presenta como nuestra paz (Ef. 2:14, 15), y Dios el Padre es reconocido como el Dios de paz (1 Ts. 5:23). El privilegio innegable de todo creyente es la paz de Dios (Fil. 4:9), derivada de la herencia de paz asegurada por Cristo en su muerte (Jn. 14:27; 16:33). Estas bendiciones no se limitan a beneficios destinados únicamente a la gloria eterna, sino que constituyen una posesión presente (Ro. 8:6; Col. 3:15). Así, la paz es una concepción distintivamente peculiar del cristianismo: el estado tranquilo del alma, asegurado de su salvación a través de Cristo, y por ende, sin temor alguno hacia Dios y satisfecho con su situación terrenal, cualquiera que esta sea.[2]

¿En qué forma el cristiano actúa como pacificador? Ser un pacificador está más vinculado con la conducta que con el carácter, aunque es esencialmente necesario poseer un espíritu pacífico antes de emprender esfuerzos activos por fomentar la paz. Los seguidores de Cristo no se caracterizan por la autosuficiencia; más bien, reconocen conscientemente su pobreza espiritual. No se complacen en sí mismos, sino que lamentan su condición espiritual. No exhiben arrogancia, sino que se manifiestan humildes y mansos. No adoptan actitudes farisaicas, sino que experimentan hambre y sed de la justicia divina. Después de haber experimentado la misericordia de Dios, practican la misericordia en sus relaciones con los demás. Dotados por el Espíritu con una naturaleza espiritual, poseen una visión aguda para percibir la gloria de Dios. Tras ingresar en la paz que Cristo ha instaurado mediante la sangre derramada en la cruz, anhelan fervientemente ser instrumentos para guiar a otros hacia la experiencia de esa misma paz.

Bajo el nuevo pacto de gracia, tenemos la responsabilidad de dirigirnos a todas las naciones como mensajeros de la cruz, buscando la reconciliación de aquellos que, por naturaleza, están enemistados con nuestro Señor. Aquellos que se autodenominan cristianos pero carecen de interés en la salvación de los pecadores se engañan a sí mismos y tienen una comprensión defectuosa del cristianismo. Ser un pacificador va más allá de promover la unidad, sanar las rupturas en las relaciones y restaurar a aquellos que se han alejado. El cristiano, habiendo sido habitado por Cristo, es un amante de la paz y un representante del Príncipe de Paz. El creyente en Cristo comprende que no hay paz para los impíos y anhela fervientemente que regresen a la amistad con Dios para experimentar la paz (Job 22:21). Los creyentes reconocen que la paz con Dios solo se logra a través de nuestro Señor Jesucristo (Colosenses 1:19, 20), y por ello compartimos acerca de Él con nuestros semejantes cuando el Espíritu Santo nos guía. Nuestros pies están «calzados con el apresto del evangelio de la paz» (Efesios 6:15), lo que nos capacita para dar testimonio de la gracia de Dios a otros.

Se nos ha dicho, «¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!» (Romanos 10:15). Junto con la alegría de experimentar la paz en nuestras propias almas, deberíamos encontrar satisfacción en formar parte del proceso para que otros también, por la gracia de Dios, ingresen en esta paz. Él es «el Dios de paz» (Hebreos 13:20). Su gran objetivo en el maravilloso plan de redención es «reunir todas las cosas en Cristo», ya sean cosas «en los cielos» o «en la tierra» (Efesios 1:10). Aquellos que, bajo la influencia de la verdad cristiana, actúan como pacificadores demuestran que están motivados por el mismo principio de acción que Dios. Como «hijos obedientes» (1 Pedro 1:14), cooperan con Él en su diseño benevolente.

El mundo puede menospreciarnos como fanáticos y etiquetarnos como sectarios de mente cerrada. Incluso nuestra propia familia y amigos pueden llegar a considerarnos como personas ingenuas. Sin embargo, el gran Dios los reconoce como sus hijos, incluso en el día de hoy, marcándolos con señales de su relación peculiar y permitiendo que su Espíritu dentro de ellos testifique que son hijos de Dios. Pero llegará un día en el que, de manera pública, reconocerá su vínculo con ellos ante la asamblea del universo. Aunque su posición actual en la vida sea modesta y sean despreciados o malentendidos por sus semejantes, todavía «resplandecerán como el sol en el reino de su Padre» (Mateo 13:43). En ese momento, se revelará la gloriosa y anhelada «manifestación de los hijos de Dios» (Romanos 8:19), refiriéndose a aquellos pacificadores que llevan la paz de Dios a toda criatura.

BIBLIOGRAFÍA:


[1] Samuel Vila Ventura, Nuevo diccionario biblico ilustrado (TERRASSA (Barcelona): Editorial CLIE, 1985), 897–898.

[2] Charles L. Feiberg, «PAZ», ed. Everett F. Harrison, Geoffrey W. Bromiley, y Carl F. H. Henry, Diccionario de Teología (Grand Rapids, MI: Libros Desafío, 2006), 459–460.

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