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Bienaventurados los que lloran

Por Fernando E. Alvarado.

“𝘉𝘪𝘦𝘯𝘢𝘷𝘦𝘯𝘵𝘶𝘳𝘢𝘥𝘰𝘴 𝘭𝘰𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘭𝘰𝘳𝘢𝘯, 𝘱𝘰𝘳𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘭𝘭𝘰𝘴 𝘳𝘦𝘤𝘪𝘣𝘪𝘳𝘢́𝘯 𝘤𝘰𝘯𝘴𝘰𝘭𝘢𝘤𝘪𝘰́𝘯.”(𝘔𝘢𝘵𝘦𝘰 5:4)

¿Bienaventurados los que lloran? ¿Acaso no suena contradictorio? ¿Acaso la palabra «bienaventurado» no proviene del griego μακάριος (makários); que significa supremamente bendecido, afortunado y dichoso? Sí, así es. Entonces ¿Si son “bienaventurados”, por qué “lloran”? Si “lloran”, ¿cómo pueden ser “bienaventurados”? Solo el hijo de Dios tiene la clave para esta paradoja. “Bienaventurados [supremamente dichosos] son los que lloran” es un aforismo que está en completo desacuerdo con la lógica del mundo. Los hombres en todos los lugares y en todas las épocas han visto a los prósperos y dichosos como los que son felices, pero Cristo pronuncia dichosos a los que son pobres en espíritu y que lloran.

Es evidente que el llanto al que se hace referencia no se refiere a cualquier tipo de llanto. Se habla de una «tristeza del mundo que produce muerte» (2 Corintios 7:10). El llanto causado por las consecuencias del pecado, el mero temor a ser descubierto o el miedo al castigo sin un arrepentimiento sincero no conlleva ninguna bendición. El llanto que recibe la bendición es aquel que surge de la convicción del pecado inspirada por el Espíritu Santo al confrontar nuestra maldad y llevarnos al arrepentimiento. El llanto al que Cristo promete consuelo divino es una tristeza por nuestros pecados con un dolor piadoso.

La primera bienaventuranza se dirige a los pobres en espíritu, es decir, a aquellos que han tomado conciencia de su propia insignificancia y vacío. La transición de esta pobreza al llanto es fácil de entender, ya que el llanto está estrechamente vinculado a la pobreza. Sin embargo, el llanto al que se hace referencia va más allá del dolor por el duelo, la aflicción o la pérdida. Se trata de un llanto por el pecado, la sensación de destitución de nuestro estado espiritual y las iniquidades que nos separan de otros y de Dios. Es el llanto por la falsa moralidad en la que nos hemos enorgullecido y la justicia propia en la que hemos confiado, el dolor por la rebelión contra Dios y la hostilidad hacia su voluntad. Este llanto siempre va de la mano con la consciente pobreza de espíritu.

Una manifestación impactante del principio que el Salvador elogió se encuentra en Lucas 18:9–14. El contraste entre un fariseo autosuficiente y un publicano humilde es notable. El fariseo, confiado en su propia justicia, alza los ojos al cielo y agradece a Dios por no ser como otros, enumerando sus virtudes y prácticas religiosas. Aunque esto pueda ser verdad desde su perspectiva, regresa a casa condenado, ya que su justicia es en realidad despreciable. Por otro lado, el publicano, sintiéndose abrumado por sus iniquidades, no se atreve a mirar al cielo, golpeándose el pecho y reconociendo su condición de pecador. Al ser consciente de su corrupción interior, clama: «Dios, ten misericordia de mí, pecador». Este hombre encuentra justificación al regresar a casa, ya que es humilde de espíritu y llora por su pecado.

Aquel que nunca ha experimentado la humildad espiritual no ha experimentado verdaderamente la tristeza por el pecado, incluso si está afiliado a una iglesia o tiene un cargo en ella. No ha comprendido ni ha entrado en la esencia del reino de Dios. Sin embargo, para aquellos que lamentan, «recibirán consuelo», según las palabras de Cristo, refiriéndose principalmente a la eliminación de la carga de culpabilidad en la conciencia. Esto se logra cuando el Espíritu aplica el evangelio de la gracia divina a una persona convencida de su desesperada necesidad de un Salvador. El resultado es un sentido de perdón completo y gratuito a través de los méritos de la expiación de Cristo. Esta consolación divina es «la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento» (Filipenses 4:7), llenando el corazón de quien ahora está seguro de ser «aceptado en el Amado» (Efesios 1:6).

Dios primero confronta antes de sanar y humilla antes de exaltar. Inicialmente revela su justicia y santidad, y luego manifiesta su misericordia y gracia. Aunque el creyente llora por sus errores inexcusables y los confiesa a Dios, encuentra consuelo en la certeza de que la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, lo purifica de todo pecado (1 Juan 1:7). Aunque se lamenta por la deshonra a Dios en todas partes, encuentra consuelo al saber que se acerca el día en que Satanás será arrojado al infierno y los santos reinarán con el Señor Jesús en «nuevos cielos y nueva tierra, en los cuales mora la justicia» (2 Pedro 3:13).

A pesar de las veces que el Señor disciplina y aunque «ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza» (Hebreos 12:11), el creyente encuentra consuelo al reconocer que todo esto está trabajando para él «un cada vez más excelente y eterno peso de gloria» (2 Corintios 4:17). Como el apóstol Pablo, aquel en comunión con el Señor puede decir: «como entristecidos, mas siempre gozosos» (2 Corintios 6:10).

¿Puedes entender ahora cuan bienaventurados son los que lloran en vez de endurecer sus corazones? Y tú ¿Lloras por tus pecados o te deleitas en ellos? ¿El pecar es tu delicia o tu mayor dolor? Si lloras, serás consolado: «Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.» (Lucas 6:21, LBLA).

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