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Verus Deus, Verus Homo: El Misterio de la Encarnación

Por Fernando E. Alvarado.

La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana genuina y ortodoxa: «En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios.» (1 Juan 4:2). Esa ha sido la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos, incluso a través de su himnología, cuando cantaba, ya en el primer siglo, acerca del gran “Misterio de la piedad”, es decir, de la Encarnación del Dios-Hijo:

“Dios fue manifestado en carne,Justificado en el Espíritu, Visto de los ángeles, Predicado a los gentiles, Creído en el mundo, Recibido arriba en gloria.” (1 Timoteo 3, 16)

No exageramos al afirmar que la doctrina de la Encarnación es fundamental en la teología cristiana. Dicha doctrina se refiere a la creencia de que Dios se hizo hombre en la persona de Jesucristo. La Encarnación se centra en la idea de que la Segunda Persona de la Trinidad, el Hijo, asumió la naturaleza humana sin dejar de ser completamente divino. Esto significa que Jesucristo es verdaderamente Dios y verdaderamente hombre al mismo tiempo, sin mezcla ni confusión de las dos naturalezas.

La Encarnación es esencial para la redención humana, ya que a través de la unión de la naturaleza divina y humana en Jesucristo, Dios reconcilia la humanidad consigo misma. La epístola a los Hebreos presenta una profunda reflexión teológica sobre la persona de Jesucristo, destacando su papel crucial en la redención de la humanidad. En particular, Hebreos 2:14-18 aborda la necesidad de la encarnación de Cristo, revelando aspectos esenciales de la relación entre el Hijo de Dios y la humanidad. Este pasaje ofrece una perspectiva única sobre la encarnación y su importancia en la obra salvífica, proporcionando fundamentos teológicos que han sido objeto de estudio y contemplación a lo largo de la historia cristiana:

“Así que, por cuanto los hijos participan de carne y sangre, también Jesús participó de lo mismo, para anular mediante la muerte el poder de aquel que tenía el poder de la muerte, es decir, el diablo, y librar a los que por el temor a la muerte, estaban sujetos a esclavitud durante toda la vida. Porque ciertamente no ayuda a los ángeles, sino que ayuda a la descendencia de Abraham. Por tanto, tenía que ser hecho semejante a Sus hermanos en todo, a fin de que llegara a ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel en las cosas que a Dios atañen, para hacer propiciación por los pecados del pueblo. Pues por cuanto Él mismo fue tentado en el sufrimiento, es poderoso para socorrer a los que son tentados.” (Hebreos 2:14-18, NBLA)

Este pasaje encierra cuatro verdades clave que como creyentes nos invitan a meditar en el amor, la gracia y la misericordia de nuestro Señor hacia nosotros:

IDENTIDAD Y PARTICIPACIÓN HUMANA DE CRISTO:

Hebreos 2:14 comienza afirmando que el Hijo de Dios «por cuanto los hijos participan de carne y sangre, también Jesús participó de lo mismo». Así pues, la encarnación se revela como un acto de identificación plena con la humanidad. Jesucristo, al tomar forma humana, experimentó la realidad de la existencia terrenal, compartiendo nuestras alegrías y sufrimientos. Esta participación activa en la vida humana es esencial para comprender la encarnación como un acto de amor divino. Con el Credo Niceno-Constantinopolitano los cristianos de todo el mundo confesamos: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre».[1] ¡Él quiso ser como uno de nosotros! ¡Quiso participar de nuestras alegría y nuestro dolor! Él se hizo nuestro “pariente más cercano” (Levítico 25:24, Rut 1-4) a fin de redimirnos y compartir con nosotros su naturaleza.

Ireneo de Lyon afirmó: «Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios.»[2] A través de su Encarnación y muerte redentora, el Hijo obtuvo para nosotros “preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4) ¡Así de grande es el amor de Dios que quiso compartir con nosotros su naturaleza! Cuanta razón tenía Atanasio de Alejandría al exclamar: Unigenitus […] Dei Filius, suae divinitatis volens nos esse participes, naturam nostram assumpsit, ut homines deos faceret factus homo.”[3]

LA DERROTA DEL PODER DE LA MUERTE:

El versículo 14 continúa explicando que Jesucristo se encarnó «para anular mediante la muerte el poder de aquel que tenía el poder de la muerte, es decir, el diablo.» De acuerdo con el autor de la carta a los Hebreos, la encarnación se presenta como un medio para alcanzar un fin específico: la derrota del pecado y la muerte. La encarnación no solo representa la unión de lo divino con lo humano, sino que también inaugura la victoria sobre las fuerzas que esclavizan a la humanidad.

La muerte física y espiritual nos separaban de Dios. El Verbo asumió forma humana con el propósito de rescatarnos y restaurar nuestra conexión con Dios:

“Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdida la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado?”[4]

El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios:

«En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.» (1 Juan 4:10).

«Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo.» (1 Juan 4:14).

«Y sabéis que él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él.» (1 Juan 3:5)

El venció el pecado y “con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:14). Pero la muerte también ha sido vencida: “De la mano del Seol los redimiré, los libraré de la muerte. Oh muerte, yo seré tu muerte; y seré tu destrucción, oh Seol; la compasión será escondida de mi vista.” (Oseas 13:14). La comprensión de la victoria de Cristo sobre la muerte según Oseas 13:14 tiene profundas implicaciones teológicas y espirituales. Esta victoria no solo ofrece consuelo frente a la inevitable realidad de la muerte, sino que también brinda esperanza y seguridad a aquellos que confían en la obra redentora de Jesucristo. La resurrección se convierte en el fundamento de la fe cristiana, demostrando que la muerte no tiene la última palabra, sino que la vida eterna se ofrece a través de Cristo. Pablo tenía esto en mente al afirmar:

“¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.” (1 Corintios 15:55-57)

La frase “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” se convierte así en un desafío retórico, subrayando la impotencia de la muerte frente al plan redentor de Dios. La resurrección de Cristo se convierte en la respuesta a este desafío. La tumba, que una vez parecía ser el destino final de toda la humanidad, es ahora transformada en un símbolo de la victoria sobre la muerte. La resurrección de Cristo no solo cumple con la profecía de Oseas, sino que también inaugura una nueva era en la que la muerte ya no tiene el poder último sobre aquellos que han encontrado salvación en Cristo.

Oseas 13:14 se erige en el Antiguo Testamento como un faro profético que ilumina la victoria de Cristo sobre la muerte. Ya en el Nuevo Testamento, este pasaje adquiere un significado más profundo, conectando el Antiguo Testamento con el cumplimiento de la promesa divina bajo el Nuevo Pacto. La muerte, lejos de ser el final, se convierte en el umbral hacia la redención y la vida eterna, gracias a la obra redentora de Jesucristo. Pero ¿Qué sería de nosotros si le Hijo de Dios hubiese elegido no encarnarse y pelear esta batalla por nosotros?

EL SUMO SACERDOTE COMPASIVO:

Hebreos 2:17 destaca otro aspecto crucial al describir a Jesucristo como un “sumo sacerdote misericordioso y fiel en las cosas que a Dios atañen, para hacer propiciación por los pecados del pueblo.” La encarnación no solo es un acto redentor, sino que también establece a Jesucristo como el sumo sacerdote supremo, capaz de comprender y sentir nuestras debilidades. Su encarnación permite una conexión genuina con la humanidad, brindando consuelo y redención a aquellos que se acercan a él. El autor de la carta a los Hebreos escribe:

“Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos; que no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. Porque la ley constituye sumos sacerdotes a débiles hombres; pero la palabra del juramento, posterior a la ley, al Hijo, hecho perfecto para siempre.” (Hebreos 7:26-28)

Dicho pasaje nos presenta una visión profunda y única del papel de Jesucristo como Sumo Sacerdote. El capítulo 7, versículos 26 al 28, nos ofrece una perspectiva reveladora sobre la naturaleza y el alcance del sacerdocio de Cristo, destacando sus cualidades distintivas y su supremacía sobre los sumos sacerdotes del Antiguo Testamento: Su santidad, la singularidad de su sacrificio y su perfección lo distinguen de manera significativa de los sumos sacerdotes del Antiguo Testamento. La obra redentora de Cristo es completa y eterna, lo que lo convierte en el Sumo Sacerdote supremo y único que satisface las demandas de la ley y reconcilia a la humanidad con Dios de una vez por todas. ¿Acaso no son estas buenas noticias?

LA EXPERIENCIA DE LA TENTACIÓN:

El versículo 18 destaca que, al haber sido tentado en todo, Cristo es capaz de socorrer a los que son tentados. La encarnación implica no solo compartir nuestra humanidad en la alegría y el sufrimiento, sino también en la experiencia de la tentación. Jesucristo, al enfrentar las mismas pruebas y desafíos que nosotros, se convierte en un mediador comprensivo y eficaz, ofreciendo ayuda y gracia en momentos de necesidad.

Hebreos 2:18 destaca la dualidad de Jesucristo como el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre. La afirmación de que «Él mismo fue tentado» revela su comprensión empática de la condición humana, mientras que la declaración de su poder para «socorrer a los que son tentados » subraya su papel como el Sumo Sacerdote compasivo y eficaz.

Así, la Palabra de Dios invita a los creyentes a acercarse confiadamente al trono de gracia, sabiendo que tienen un Sumo Sacerdote que no solo comprende sus luchas, sino que también tiene el poder divino para intervenir en sus vidas. La promesa de ayuda en tiempos de tentación es una fuente de consuelo y fortaleza para todos aquellos que buscamos seguir a Jesucristo en su jornada terrenal. En Hebreos 2:18, encontramos una expresión vívida de la compasión y el poder redentor de nuestro Señor y Salvador. ¿Cómo  hubiese sido posible tal empatía hacia el ser humano sin el misterio de la Encarnación?

La Encarnación se revela como un acto de amor divino y redentor. Jesucristo, al unirse completamente a la humanidad, cumplió un propósito específico: la destrucción del poder del pecado y la muerte. La encarnación no solo revela la identidad de Cristo como el Hijo de Dios, sino que también establece la base para su papel como sumo sacerdote compasivo y eficaz mediador. La comprensión de estos aspectos teológicos proporciona una base sólida para la fe cristiana, destacando la necesidad inquebrantable de la encarnación en el plan divino de redención.

¿QUE TIENE QUE VER TODO ESTO CON LA NAVIDAD?

Tiene todo que ver. La Navidad, para ser verdaderamente cristiana, debe centrar toda nuestra atención sobre la excelencia de la Persona de nuestro Señor Jesucristo: ese ‘Dios-Hombre’ que por amor nos redimió en la cruz. El cristianismo es, entonces, quedar cautivado por el Hijo de Dios encarnado para nuestra salvación, ya que ¡no hay ninguno como Él! Celebrar la Navidad es reconocer su impresionante singularidad, y precisamente por eso, poner toda nuestra confianza en Él. ¿Quién sino Él puede salvarnos? Olvidar esto en Navidad es perder el tiempo, celebrar en vano y convertir en profano lo que debería ser sagrado.

La esencia de la posición cristiana no reside en afirmar que necesitamos ser salvos, o que solo Dios nos puede salvar. Es mucho más radical. La novedad de la fe cristiana es el anuncio de que solo podemos ser salvos por medio de nuestro Señor Jesucristo. Precisamente, por ser Quién es, solo Él puede salvarnos. Cristo no es un Dios humanizado, o un hombre deificado sino el Dios-Hombre. La posición bíblica afirma que nuestro Señor Jesucristo es el Dios Verdadero y, al mismo tiempo, un Hombre perfecto.

Así pues, la Navidad nos enseña que solo Dios nos puede salvar, El Hijo de Dios, en forma de ‘hombre-siervo’, (Filipenses 2.7,8). Por ello, la defensa de la eterna divinidad del Verbo de Dios no es una mera cuestión de palabras, sino un aspecto esencial de nuestra fe, ya que tiene que ver con una salvación real y concreta en la Persona encarnada del Hijo de Dios. Por eso el Cristianismo si quiere ser fiel a sí mismo, a su propia naturaleza, no puede sino afirmar con el apóstol Pedro que “en ningún otro hay salvación, pues no hay otro nombre, bajo el cielo, dado a los hombres en que podamos ser salvos”. (Hechos 4.12).

El Verbo de Dios tomó carne sin pecado para que, de este modo, pudiera morir para salvarnos. En esta Navidad celebramos la encarnación como ese paso necesario para nuestra redención en Cristo.

BIBLIOGRAFÍA Y REFERENCIAS:


[1] Credo Niceno-Constantinopolitano. Citado por José Ramón García-Murga Vázquez en: ‘El Dios del amor y de la paz’ (Universidad Pontificia) 1991, p. 238.

[2] Ireneo de Lyon, Adversus Haereses (Contra las Herejías), 3, 19, 1.

[3] Atanasio de Alejandría, De Incarnatione, 54, 3: PG 25, 192B. Una traducción al español de dicha frase sería: “El Hijo unigénito de Dios, queriendo que seamos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza para hacer dioses a los hombres, haciéndose hombre.” Una afirmación similar fue también por Tomás de Aquino: «El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres.» (Santo Tomás de Aquino,Oficio de la festividad del Corpus, Of. de Maitines, primer Nocturno, Lectura I)

[4] Gregorio de Nisa, Oratio catechetica magna, 15: PG 45, 48B

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