REFLEXIÓN BÍBLICA, Reflexión Teológica, Vida Cristiana

El privilegio de llamarlo Padre (Hebreos 2:11)

Por Fernando E. Alvarado.

¿Qué significa para ti llamar a Dios: “Padre”? ¿Es meramente un formalismo o costumbre religiosa llamarlo de tal manera? ¿O puedes decir que gozas con Él una relación padre-hijo real y auténtica? Si te fijas bien, la oración del Padre Nuestro registrada en Mateo 6:9-13 y Lucas 11.2-4 empieza con una invocación que es todo un tesoro: “Padre nuestro.” No estamos ante una casualidad, sino ante la original expresión de una actitud buscada, querida y sentida por el mismo Jesucristo, y que palpita en lo íntimo de su experiencia con Dios. No se trata de un vocativo sin más –una simple llamada a alguien no identificado–, sino de una auténtica apelación cariñosa a una persona concreta, con quien Jesús se mantiene entrañablemente unido y quiere establecer un diálogo de amor y gozo, irrumpiendo en él, con gran intensidad, el sentimiento de intimidad filial. El apelado no es alguien distante, un glorioso desconocido, sino un Tú cercano y conocido, gozosamente vivo para el orante: Él es nuestro Padre en los Cielos.

La invocación presencializa al invocado, el Padre de Jesús, que es, a su vez, Padre de nosotros, sus seguidores. La invocación sitúa así al orante en el plano exacto en el que desea estar: vuelto hacia el Padre, en comunión íntima con él, incluso “entrañado” en su amor misericordioso.[1] Al llamar a Dios “su Padre” Jesús abría una nueva perspectiva de Dios para su pueblo. Una apenas explorada en el Viejo Pacto. Al leer las páginas del Antiguo Testamento podemos ver que la idea de Dios como padre del pueblo elegido no ocupó nunca un puesto central en la fe de Israel. Es solamente una de las muchas imágenes con que se expresa la relación entre YHWH e Israel”. Pocas veces Yahweh recibe el nombre de Padre, y raramente es invocado como tal. Si se compara la frecuencia con que aparece en los evangelios el nombre como tal y la invocación, la diferencia es más que significativa.

Para Jesús y para los primeros cristianos, “Padre” es el definitivo nombre de Dios. Aunque es verdad que “la idea de la paternidad divina predicada por el cristianismo primitivo deriva claramente del Antiguo Testamento y de otros escritos judíos”, también es incuestionable que la paternidad divina, confesada por Jesús y los cristianos, rompe el estrecho marco del judaísmo y adquiere un sentido y un contenido nuevos.[2] La imagen de un tierno Padre es la preferida por Jesús para hablarnos del Dios diferente y nuevo que anuncia y testimonia. En el Padre Nuestro la invocación introductoria Πατερ toca de lleno el alma misma de esta oración. De hecho, constituye el sujeto de las peticiones siguientes. Todas ellas, sin excepción, van dirigidas al Padre; en cada una, Él, sólo Él, es el auténtico protagonista. Este hecho descubre una verdad decisiva en la persona de Jesús y, después de él, en el cristianismo de todos los tiempos: la actuación prioritaria de Dios, que siempre precede y aventaja con su amor a la acción humana. Además, “las peticiones, sorprendentemente directas y concisas, tratan de reproducir la actitud sencilla y confiada de un hijo que depende de un Padre amoroso y omnipotente” y sabe que de Él alcanza todo lo bueno existente en su vida.

El Padre Nuestro es así una oración mística. En ella se destaca graciosamente, de modo especial, la acción divina, que siempre lleva la iniciativa en la obra de la salvación. Jesús tiene una penetrante mirada para contemplar cuanto el Padre realiza de bueno en la historia de cada persona. Lo destaca con decisión y lo expresa con el mayor de los ardores. En la contemplación de la presencia y actuación divinas capta la realidad humana y mundana de un modo nuevo. El hombre entra en una dimensión renovada de su vida cuando experimenta que su existencia, amenazada de mil formas, está sostenida y animada por un Padre providente que siempre está dispuesto a acompañarle, ayudarle y hacerle el bien.[3]

Al enseñarnos a orar a nuestro “Padre en los cielos”, Jesús nos hace partícipes en su posición de Hijo y, a la vez, nos autoriza para dirigirnos al Padre con su misma actitud. Los discípulos aprenden a exclamar ¡Abba! guiados por el Espíritu del Maestro, como segura expresión de la realidad más extraordinaria del Reino. En sus labios es señal inequívoca de la experiencia de la filiación y de la posesión del Espíritu (Gal 4:6; Rom 8:15)[4]

Jesús compartió a su Padre con nosotros. Se hizo nuestro Hermano Mayor a fin de convertirnos en hijos de Dios. Este es un enorme privilegio, pero también una gran responsabilidad. La próxima vez que leas o repitas el Padre Nuestro, te invito a pensar en lo siguiente.

No digas “Padre” si no te comportas como un hijo. No digas “nuestro” si vives aislado en tu egoísmo.

No digas “que estás en el cielo” si sólo te fijas en las cosas terrenales.

No digas “santificado sea tu nombre” si sólo le invocas con los labios y tu corazón está alejado de Él.

No digas “hágase tu voluntad” si no la aceptas cuando es dolorosa.

No digas “el pan nuestro de cada día dánoslo hoy” si no te preocupas de la gente que pasa hambre.

No digas “perdona nuestras ofensas” si guardas rencor a tus hermanos.

No digas “no nos dejes caer en la tentación” si no evitas las ocasiones de pecado.

No digas “líbranos del mal” si no te comprometes a favor del bien y contra el mal.[5]

Sí, lo sé. Nunca daremos el ancho como hijos de Dios. Si de ser perfectos se tratase ¿Quién podría llamarse hijo de Dios? A ti y a mí, que fallamos, que erramos el blanco a menudo, nos resta solamente suplicar al Padre que nos otorgue el Espíritu de su Hijo, que produzca en nosotros el querer y el hacer, y entonces…

Di “Padre”, pronto llegarás a comportarte como un hijo. Di “nuestro”, pronto serás liberado de tu egoísmo.

Di “que estás en los cielos”, pronto dejarás de fijarte sólo en las cosas terrenales.

Di “santificado sea tu nombre”, pronto le invocarás de todo corazón.

Di “venga a nosotros tu Reino”, pronto lo acogerás dentro de ti.

Di “hágase tu voluntad”, pronto la aceptarás, por mucho dolor que te produzca.

Di “el pan nuestro de cada día dánoslo hoy”, pronto te preocuparás de tus hermanos hambrientos.

Di “perdona nuestras ofensas”, pronto comprobarás que no guardas rencor a nadie.

Di “no nos dejes caer en la tentación”, pronto evitarás las ocasiones de pecado.

Di “líbranos del mal”, pronto te comprometerás a favor del bien y contra el mal.[6]

BIBLIOGRAFÍA:


[1] Luis Ángel Montes Peral, El Padrenuestro: La Oración Trinitaria de Jesús y los Cristianos (Navarra, España: Editorial Verbo Divino, 2012), p. 49–50.

[2] Ibid., p. 69.

[3] Ibid., p. 50–51.

[4] Ibid., p. 59.

[5] Revista Agua Viva, julio-agosto 1999, p. 6.

[6] Luis Ángel Montes Peral, El Padrenuestro: La Oración Trinitaria de Jesús y los Cristianos (Navarra, España: Editorial Verbo Divino, 2012), 8–10.

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