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Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia

Por Fernando E. Alvarado.

“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.” (Mateo 5:6)

El hambre y la sed expresan un deseo vehemente del cual el alma está sumamente consciente. ¿Pero por qué hambre y sed de justicia? ¿A qué tipo de justicia se refiere y por qué debemos estar hambrientos y sedientos de ella? Dikaiosúne (δικαιοσύνη) la palabra griega aquí traducida como justicia, significa equidad (de carácter o acto); justicia y justificación.[1]

En las primeras tres bienaventuranzas somos llamados a ser testigos de los ejercicios del corazón de una persona que ha sido despertada por el Espíritu de Dios. En la primera bienaventuranza fuimos invitados a experimentar un sentimiento de necesidad, a reconocer nuestra insignificancia y vacío (ser pobres de espíritu). En la segunda bienaventuranza se nos invitó a tomar conciencia de nuestra culpa y sentir pesar (llorar) por nuestra condición perdida. En la tercera de las bienaventuranza, se nos invitó a dejar de justificarnos ante Dios, abandonar todas las pretensión del mérito personal y tomar nuestro lugar en el polvo ante Dios (ser mansos y humildes). Ahora, en la cuarta bienaventuranza, se nos invita a anhelar el ser declarados justos (justificados) ante Dios. Dicha justicia, la justicia de la cual se nos manda tener hambre y sed, es en las Escrituras sinónimo de salvación:

“Destilad, oh cielos, desde lo alto, y derramen justicia las nubes; ábrase la tierra y dé fruto la salvación, y brote la justicia con ella. Yo, el Señor, todo lo he creado.” (Isaías 45:8, LBLA).

“Escuchadme, duros de corazón, que estáis lejos de la justicia. Yo acerco mi justicia, no está lejos; y mi salvación no tardará. Pondré salvación en Sión, y para Israel será mi gloria.” (Isaías 46:12-13, LBLA).

“Cerca está mi justicia, ha salido mi salvación, y mis brazos juzgarán a los pueblos; por mí esperan las costas, y en mi brazo ponen su esperanza.” (Isaías 51:5, LBLA).

“Así dice el Señor: Preservad el derecho y haced justicia, porque mi salvación está para llegar y mi justicia para ser revelada.” (Isaías 56:1, LBLA).

“En gran manera me gozaré en el Señor, mi alma se regocijará en mi Dios; porque Él me ha vestido de ropas de salvación, me ha envuelto en manto de justicia como el novio se engalana con una corona, como la novia se adorna con sus joyas.” (Isaías 61:10, LBLA).

¿Acaso no deberíamos procurar alcanzar dicha justicia? Esa justicia que nos es imputada únicamente por los méritos de Cristo es nuestra única esperanza de salvación. El apóstol Pablo afirmó: «[…] todos han pecado y están privados de la gloria de Dios» (Romanos 3:23, NVI). Nadie es lo suficientemente bueno como para estar delante de Dios basado en sus propias acciones justas. De hecho, el pecado nos separa de Dios. La palabra de Dios afirma: «Porque la paga del pecado es muerte, mientras que la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor.» (Romanos 6:23, NVI).

Si todos pecamos, no podemos reconciliarnos con Dios por nuestra cuenta, y la consecuencia de nuestro pecado es la muerte y la separación eterna de Dios en el infierno, nuestra única esperanza es una fuente externa que nos haga justos. Por eso se necesita la justicia de Jesús. Cuando creemos en Jesús, entonces confesamos nuestros pecados y recibimos su perdón: «Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad.» (1 Juan 1:9, NVI). Y es así como el alma temblorosa, que es consciente de su propia y deplorable pobreza espiritual y que se da cuenta de su total incapacidad para estar a la altura de los requisitos de Dios, no ve ninguna esperanza en sus propios méritos. Este doloroso descubrimiento la hace llorar y gemir, por lo que busca alivio y una provisión fuera de él. Después, el creyente dirige su vista a Cristo, quien es “Jehová, justicia nuestra” (Jeremías 23:6).

Al referirse a la fe de Abraham, Pablo señala: «Por eso se le tomó en cuenta su fe como justicia. Y esto de que «se le tomó en cuenta» no se escribió solo para Abraham, sino también para nosotros. Dios tomará en cuenta nuestra fe como justicia, pues creemos en aquel que levantó de entre los muertos a Jesús nuestro Señor. Él fue entregado a la muerte por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación.» (Romanos 4: 22-25, NVI). La justicia de Cristo se nos da a los que creemos para cambiar nuestra vida y hacernos justos ante Dios. En 2 Corintios 5:21 lo pone de esta manera: «Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios.» Jesús pagó por nuestros pecados a través de su muerte en la cruz para que pudiéramos convertirnos en la justicia de Dios. Esta justicia viene de Jesús, ofreciéndonos una manera de tener acceso a un Dios perfecto para toda la eternidad. ¡Su justicia nos ha sido imputada!

Pero la cuarta bienaventuranza nos describe una experiencia doble. La primera de tales experiencias ocurre antes de que un pecador se vuelva a Cristo por fe, al experimentar la primer hambre y la primera sed de justicia, corre desesperado a los brazos de Cristo buscando redención y su justicia le es imputada. La segunda vez que experimentamos esa hambre y esa sed se refiere al anhelo continuo que se perpetúa, hasta el día de su muerte, en el corazón de cada pecador que ha sido salvado. La persona que anheló ser salvada por Cristo, ahora añora ser hecha como él. Esta hambre y esta sed se refieren a un grito ahogado del corazón que ha sido renovado por Dios (Salmos 42:1), un anhelo de caminar más cerca de él y un deseo de ser conformados más perfectamente a la imagen de su Hijo. Nos habla de esas aspiraciones que la nueva naturaleza tiene por la bendición divina, por ser moldeados a la imagen de Cristo. Tener hambre y sed de justicia es también vivir de forma continua un proceso permanente de santificación, no solo inicial, sino también progresiva. Y así perseverando hasta alcanzar la santificación final, donde toda hambre y sed de justicia será saciada eternamente y para siempre.

Sí, “Bienaventurados los que tienen hambre y sed”. La pregunta es: ¿Tienes hambre y sed de esa justicia? ¿O estás contento con tus logros y satisfecho con tu condición? Tener hambre y sed de justicia siempre ha sido la experiencia de los verdaderos santos de Dios (Filipenses 3:8–14). ¿Eres uno de ellos?

BIBLIOGRAFÍA:


[1] James Strong, Nueva concordancia Strong exhaustiva: Diccionario (Nashville, TN: Caribe, 2002), 22.

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