Adoración, REFLEXIÓN BÍBLICA, Reflexión Teológica, Salvación, Santidad, Santificación, Sincretismo, Vida Cristiana, Vida Espiritual

Un Dios celoso, un Padre que nos anhela

Por Fernando E. Alvarado.

Indudablemente, existe una verdad incuestionable: Cristo Jesús nos brinda su perdón incondicional. No obstante, también debemos ser conscientes de que hay ocasiones en las cuales Dios califica nuestros actos como abominables, incluso llegando a cuestionarnos a nosotros mismos. ¿Qué es lo que causa tal desagrado en el corazón divino? Si nos sumergimos en las páginas del libro de Levítico, tras haber establecido los rituales de sacrificios y las pautas del sacerdocio, Dios declare:

“Porque yo soy Jehová vuestro Dios; vosotros por tanto os santificaréis, y seréis santos, porque yo soy santo; así que no contaminéis vuestras personas con ningún animal que se arrastre sobre la tierra. Porque yo soy Jehová, que os hago subir de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios: seréis, pues, santos, porque yo soy santo.” (Levítico 11:44-45)
“Habla a toda la congregación de los hijos de Israel, y diles: Santos seréis, porque santo soy yo Jehová vuestro Dios.” (Levítico 19:2)

Dios los hizo recordar que la santidad no era opción. La referencia a la liberación que Dios realizó cuando sacó a los hijos de Jacob de Egipto es para hacerles recordar que el propósito de la Pascua no era político, sino adoptivo para que Jehová fuera el Dios del pueblo. Ya que Dios es santo, el mandamiento es que sean santos. Que se parezcan a su Papá.

En ocasiones, solemos concebir la santidad como una elección, una decisión que tomamos conscientemente, como si pudiéramos optar por abrazarla o rechazarla a nuestro antojo. Sin embargo, la enseñanza bíblica nos muestra una perspectiva diferente. Aquellos que adoran ídolos adoptan características similares a los mismos:

“Los ídolos de ellos son plata y oro, obra de manos de hombres. Tienen boca, mas no hablan; tienen ojos, mas no ven; orejas tienen, mas no oyen; tienen narices, mas no huelen; manos tienen, mas no palpan; tienen pies, mas no andan; no hablan con su garganta. Semejantes a ellos son los que los hacen, y cualquiera que confía en ellos.” (Salmo 115:4-8)

Los adoradores de ídolos, que tienen vida, hablan y respiran, comparten semejanzas con los ídolos inertes que ellos mismos han creado con sus manos. La premisa subyacente es que tendemos a adoptar las características de aquello o aquellos a quienes adoramos. Quienes alaban a Jehová no tienen la facultad de elegir si serán santos o no, de la misma manera en que un niño no puede optar por no parecerse a sus padres biológicos.

Por ende, la auténtica santidad según la Biblia no radica en la mera abstinencia o en una vida marcada por la privación y la austeridad. Más bien, implica una afirmación de todo lo que representa Dios, todo lo que Él ama, y surge como una consecuencia natural de nuestra devoción hacia Él, y, por qué no decirlo, de su relación paternal con nosotros. La santidad tiene poco que ver con aspectos superficiales como el consumo de vino, las preferencias musicales o la elección de vestimenta, pero sí está íntimamente relacionada con nuestra alineación con la perspectiva divina en cuanto a la mentira, la violencia, los pensamientos negativos, la codicia y el orgullo, entre otros aspectos.

Teniendo esto en consideración, podemos comprender por qué la pureza en la práctica religiosa era una prioridad tan crucial en el culto hebreo. Jehová se proclama como un Dios celoso, que no tolera la adoración a ninguna otra deidad. Su aversión al sincretismo, que implica la combinación de prácticas paganas con el culto a Jehová, no solo se deriva de su celo, sino también de su anhelo de ser reflejado fielmente en sus seguidores. Aquellos que adoran a un dios comienzan a adoptar las características de aquello que adoran. La santidad observada en los israelitas constituía evidencia de su filiación divina. Por el contrario, la falta de santidad implicaba una adoración desviada hacia otros dioses, reflejándose así en la similitud con sus ídolos. En última instancia, ningún padre desea que sus hijos se asemejen a sus vecinos, ¿verdad? ¿O qué pensarías tú si, al ver cada día a aquel bebé considerado legalmente tu hijo, ves en él reflejada la mismísima cara de tu vecino de al lado? ¿Acaso no cuestionarías tu paternidad sobre él? ¡Claro que sí! ¿Ahora entiendes por qué Dios es celoso y exige santidad? Todo se trata de a quién te pareces, de quién eres hijo…

Tenemos un Dios celoso, pero ante todo, un Padre que nos anhela con pasión… ¿Mostramos nosotros la misma pasión por su santidad?

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