Expiación de Cristo, Expiación Vicaria, Justificación por la Fe, Santidad, Santificación, Vida Cristiana, Vida Espiritual

Bienaventurados los limpios de corazón

Por Fernando E. Alvarado.

“Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.” (Mateo 5:8)

¿Un corazón limpio? ¿Qué significa tal cosa? El salmista escribió: “¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Y quién podrá estar en Su lugar santo? El de manos limpias y corazón puro, el que no ha alzado su alma a la falsedad ni jurado con engaño. Ese recibirá bendición del Señor, y justicia del Dios de su salvación.” (Salmo 24:3-5, NBLA).

Al mejor estilo de los fariseos, algunos han asumido que la expresión “limpio de corazón” y “manos limpias y corazón puro” alude a cierta clase de santidad superior basada en el mérito propio y alcanzada sólo por una élite consagrada. A lo largo de los siglos del cristianismo, ha habido personas que han caído en el error de creer que pueden alcanzar una purificación total y definitiva de su naturaleza pecaminosa. Otros afirman que Dios los ha transformado completamente, eliminando por completo sus deseos y pensamientos pecaminosos, lo que los lleva a no cometer pecados. Sin embargo, el apóstol Juan, quien fue guiado por el Espíritu Santo, declara: “Si decimos que no tenemos [tiempo presente] pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Juan 1:8, NBLA).

Efectivamente, “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7), sin embargo, debemos comprender que esto no implica que nuestros corazones sean purificados completamente de todas las impurezas y contaminaciones del mal. Más bien, esto nos enseña que el sacrificio de Cristo utiliza una transferencia judicial de los pecados. Cuando una persona acepta a Jesús como su Salvador personal, sus pecados son transferidos judicialmente a Jesucristo. Esta transferencia judicial significa que el creyente es perdonado y justificado ante Dios. Ya no es responsable de sus pecados, ya que Jesús los cargó sobre sí mismo. El sacrificio de Jesús satisface la justicia divina y abre el camino para la comunión y la reconciliación con Dios.

Sin embargo, pureza de corazón no quiere decir que en la vida no haya pecado. El registro bíblico nos da amplio testimonio de ello: Noé, pese a haber sido objeto de una gran obra salvadora se emborrachó tras recibir la bendición anhelada (Génesis 9:18-29); Abraham fue falso, mentiroso y desleal al amor de su esposa luego de ser justificado por la fe y recibir grandes promesas (Génesis 12:10-20); Moisés desobedeció y causó deshonra a Dios (Números 20:1-20); Job maldijo el día de su nacimiento (Job 3:1-25); Elías se acobardó, dudó de la protección del Señor y huyó aterrorizado de Jezabel (1 Reyes 19:1-8).

Nadie, a través de la historia humana (excepto Cristo) ha dado el ancho ni cumplido la medida de santidad, pureza y rectitud demandada por Dios, ni siquiera sus más cercanos. ¡Incluso Pedro, parte del círculo íntimo de Jesús, dio la talla! ¡Pedro negó a Cristo e incluso lo maldijo y cometió perjurio! (Marcos 14:66-72). ¿Y dónde vamos a encontrar un cristiano con logros superiores a los del apóstol Pablo? ¿Quién osaría compararse con él hoy en día? Y sin embargo su experiencia no fue muy distinta a la nuestra. De sus propios labios, Pablo nos lo confirma:

“Por lo tanto, el problema no es con la ley, porque la ley es buena y espiritual. El problema está en mí, porque soy demasiado humano, un esclavo del pecado. Realmente no me entiendo a mí mismo, porque quiero hacer lo que es correcto pero no lo hago. En cambio, hago lo que odio. Pero si yo sé que lo que hago está mal, eso demuestra que estoy de acuerdo con que la ley es buena. Entonces no soy yo el que hace lo que está mal, sino el pecado que vive en mí. Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa[a] no existe nada bueno. Quiero hacer lo que es correcto, pero no puedo. Quiero hacer lo que es bueno, pero no lo hago. No quiero hacer lo que está mal, pero igual lo hago. Ahora, si hago lo que no quiero hacer, realmente no soy yo el que hace lo que está mal, sino el pecado que vive en mí. He descubierto el siguiente principio de vida: que cuando quiero hacer lo que es correcto, no puedo evitar hacer lo que está mal. Amo la ley de Dios con todo mi corazón, pero hay otro poder dentro de mí que está en guerra con mi mente. Ese poder me esclaviza al pecado que todavía está dentro de mí. ¡Soy un pobre desgraciado! ¿Quién me libertará de esta vida dominada por el pecado y la muerte? ¡Gracias a Dios! La respuesta está en Jesucristo nuestro Señor. Así que ya ven: en mi mente de verdad quiero obedecer la ley de Dios, pero a causa de mi naturaleza pecaminosa, soy esclavo del pecado.” (Romanos 7:14-25, NTV).

¿Podemos observar el conflicto interno de Pablo? Cuando intentaba hacer el bien, sentía la presencia del mal en él (v. 21). Existía una ley en su cuerpo que luchaba contra la ley de su mente, llevándolo prisionero a la ley del pecado que residía en su cuerpo (v. 23). Pablo, con su mente, se esforzaba por obedecer la ley de Dios, pero su carne aún estaba sometida a la ley del pecado (v. 25). Aunque tenía el deseo de hacer el bien, continuamente se enfrentaba a la influencia del mal en su vida. Esta lucha interna demuestra que tener un corazón puro no significa que estemos exentos de tentación y pecado. De hecho, es precisamente nuestra conciencia de la impureza en nuestros corazones lo que demuestra que realmente tenemos un corazón puro. Reconocer la presencia del pecado en nuestras vidas es una muestra de nuestra sinceridad y honestidad en nuestra relación con Dios. En resumen, tener un corazón puro no garantiza que estemos completamente libres de pecado. Incluso las personas más cercanas a Dios han cometido errores y han luchado con la tentación. Lo importante es reconocer nuestra situación y buscar constantemente la transformación y la gracia de Dios en nuestras vidas.

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Hay otra verdad que merece ser dicha respeto a lo que significa ser “limpios de corazón.” Aunque el pecado seguirá presente en la vida del cristiano durante su peregrinaje en esta tierra, eso no significa que el creyente será esclavo del pecado. Dios espera un carácter más elevado de aquellos que anhelan ser súbditos de su reino. Pero Él también sabe que, si hemos de ser santos más allá de nuestra santificación inicial y posicional, es Él de nuevo quien debe hacer la obra, “Porque Dios es quien obra en ustedes tanto el querer como el hacer, para Su buena intención.” (Filipenses 2:13, NBLA). Con ese poder santificante y el auxilio del Espíritu Santo en nuestro caminar diario, no solo seremos santos en lo externo sino “limpios de corazón”; y no solo se nos permitirá acercarse al lugar santo, donde mora el honor de Dios, sino que veremos a Dios, seremos llevados a un trato más íntimo con él. Un nuevo corazón es puesto en nosotros a través de la regeneración, lo cual resulta en la transformación moral de nuestro carácter como una obra divina de la gracia que se ha hecho en nuestra alma.

Dios nos ha limpiado, sí, pero como criaturas regeneradas no buscaremos impúdicamente volver a la inmundicia y esclavitud del pecado. Fallaremos a veces, sí, pero no lo haremos por rebeldía o en esclavitud al pecado, sino por la debilidad inherente a nuestra naturaleza caída. Nuestra limpieza no será una superficial, como la procuran las religiones basadas en el mérito propio, sino una interna, del corazón. Una que fluye de adentro hacia afuera. El salmista dijo: “He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría” (Salmos 51:6). La limpieza espiritual que Dios requiere va mucho más allá de las simples renovaciones y reformas externas que muchos elogian. Gran parte de lo que observamos a nuestro alrededor es una religión práctica, busca la salvación a través de las obras, o una religión intelectual que se contenta con un credo ortodoxo. Sin embargo, Dios «mira el corazón» (1 Samuel 16:7), es decir, observa toda nuestra esencia interna, incluyendo nuestra comprensión, emociones y voluntad. Es Él quien nos da un «corazón nuevo» (Ezequiel 36:26) ya que un corazón puro solo nos puede ser dado por el Más Puro y Santo, el único que es perfecto y sin mancha.

Pero hay algo más. Al igual que las demás bienaventuranzas, esta también promete algo grandioso: «Porque ellos verán a Dios». Aquellos que tienen un corazón limpio podrán ver a Dios de esta manera, incluso en el mundo presente; y en el futuro, su conocimiento de Dios será aún más profundo y su conexión con él será más íntima (2 Corintios 3:18). Lo incompleto desaparecerá y lo perfecto vendrá. Nos veremos cara a cara y conoceremos como fuimos conocidos (1 Corintios 13:9-12); o, citando al salmista, “veremos su rostro en justicia y estaremos satisfechos cuando despertemos a su imagen.” (Salmos 17:15). Solo en ese momento se entenderá completamente el significado de estas palabras: los que tienen un corazón limpio verán a Dios. ¿Eres uno de ellos? ¿Tus afectos están puestos en las cosas de arriba? ¿Tus motivos son limpios? ¿Por qué te congregas con el pueblo del Señor? ¿Es para ser visto de los hombres o es para encontrarme con el Señor y disfrutar la dulce comunión con él y su pueblo?

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