Antropología Bíblica, Depravación Total, Legalismo, Naturaleza Humana, REFLEXIÓN BÍBLICA

Deja tu orgullo: ¡No eres tan bueno como crees!

Por Fernando E. Alvarado

“A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola…” — nos cuenta Lucas — y procede a relatarnos la parábola del fariseo y el publicano (Lucas 18:9-14). A través de dicha parábola de Jesús, Lucas pretende recordarnos que es imposible apreciar la necesidad de la gracia, la misericordia y el amor de Dios hasta que comenzamos a sospechar que no somos tan buenos como solemos creer. Lamentablemente, los seres humanos somos expertos en negar nuestra naturaleza de pecado, nos creemos justos en nuestra propia opinión. El famoso médico, pastor y predicador galés Martyn Lloyd-Jones afirmó correctamente:

“Nunca te sentirás en ti mismo como el pecador que eres, porque hay un mecanismo en ti como resultado del pecado que siempre te defenderá contra cada acusación. Todos estamos en muy buenos términos con nosotros mismos, y siempre podemos presentar un buen caso para defendernos a nosotros mismos.” (Martyn Lloyd-Jones, Seeking the Face of God, p. 34)

Los cristianos somos propensos a caer en este error. A menudo nos creemos mejores que el resto de los seres humanos y hasta competimos y nos juzgamos entre nosotros mismos por probar nuestra mayor santidad y grado de espiritualidad en comparación con otros creyentes; pero lejos de apoyar nuestro falso concepto de justicia propia, la Escritura, nos confronta con nuestra naturaleza caída y pecaminosa. Ella nos recuerda que, incluso los mejores de nosotros, somos pecadores necesitados de perdón y gracia continua. El apóstol Pablo afirmó:

“Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí!” (Romanos 7:18-24)

Hermano: ¡No te engañes! Ni siquiera los mejores de entre nosotros están exentos de pecado. Y en esto reside el gran defecto del legalismo, la santidad cosmética y superficial basada en normas de hombres, y los esfuerzos humanos por ser salvos y ganarse el favor de Dios a través de las obras. A aquellos que se creen perfectos por cumplir los preceptos de una religión, Pablo les recuerda:

“¿Por qué… os sometéis a preceptos tales como: No manejes, ni gustes, ni aun toques (en conformidad a mandamientos y doctrinas de hombres), cosas que todas se destruyen con el uso? Tales cosas tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad y en duro trato del cuerpo; pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne.” (Colosenses 2:20-23)

Aquellos que servimos al Señor somos tan imperfectos como cualquiera y también estamos contaminados por el pecado ¡Incluso mientras servimos a Dios nuestra naturaleza pecaminosa se manifiesta buscando la gloria para sí! Martín Lutero afirmaba:

«La Escritura describe al ser humano como incurvado en sí mismo de modo que no solo utiliza los bienes materiales sino hasta los espirituales para sus propios fines y busca lo suyo propio en todas las cosas» (Martín Lutero, Luther’s Works, vol. 25, p. 345).

Salomón remata nuestro orgullo y falsa presunción de santidad recordándonos que: “Ciertamente no hay hombre justo en la tierra que haga el bien y nunca peque.” (Eclesiastés 7:20)

Y Pablo añade:

“Todos están bajo pecado. Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.” (Romanos 3:9-12)

¿Lo ves? ¡Nadie está libre de pecado! Ni siquiera tú que te vistes recatadamente, hablas con decencia o sirves en tu iglesia: ¡Tú también eres un pecador!

Creyéndonos mejores que otros, a menudo nos quejamos diciendo: ¿Por qué Dios permite el mal en el mundo? ¿Por qué no simplemente lo elimina y acaba con tanto sufrimiento? La respuesta es sencilla: ¡Porque tendría que eliminarte a ti también! La causa del mal vive dentro de cada uno de nosotros. Es nuestro pecado, nuestra naturaleza caída ¡El problema somos nosotros! G. K. Chesterton afirmó con total acierto:

«La respuesta a la pregunta “¿Qué está mal?” es, o debe ser, “Yo estoy mal” … Estimados señores: el problema soy yo. Mientras el hombre no pueda dar esa respuesta, su idealismo es solo un pasatiempo». (G. K. Chesterton, «¿Qué está mal?», Daily News, 16 de agosto, 1905)

Necesitamos día a día mirarnos a nosotros mismos en el espejo de la Palabra y ser confrontados por ella. Ella nos revelará nuestra naturaleza pecaminosa, la maldad detrás incluso de nuestras mejores intenciones y hasta de nuestras motivaciones para servir al Señor. La Palabra expondrá nuestro pecado, pero no solo eso. Ella es poderosa para transformarnos:

“Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.” (Hebreos 4:12)

La Palabra de Dios no es tinta muerta, sino que es viva y eficaz y actúa con poder en nosotros. Somos purificados “en el lavamiento del agua por la palabra” (Efesios 5:26). Si acudimos a ella cada día, ella nos recordará que nuestro pecado, el verdadero problema, está en nosotros; pero nos recordará también que la solución está fuera nosotros: sólo en Cristo, no en nuestra capacidad para ser buenos. Quizá te preguntes como Pablo: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”, y la respuesta está también en sus palabras: “por Jesucristo Señor nuestro.” (Romanos 7:24-25)

Sí, el problema soy yo y eres tú, pero la solución es Él. Solo Cristo salva, solo Cristo nos sana de esa enfermedad llamada pecado, solo Cristo nos empodera con su Espíritu para vencer el mal que llevamos dentro y sólo Cristo santifica nuestra vida.

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