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Una respuesta al cesacionismo | ¿Por qué los dones parecen estar ausentes de la historia de la iglesia hasta el s. XX?

Por Fernando E. Alvarado

«Si los llamados milagros o los dones del Espíritu Santo son válidos para los cristianos de épocas posteriores a las de los apóstoles, ¿por qué estuvieron ausentes de la historia de la Iglesia hasta su supuesta reaparición en el siglo XX con el surgimiento del pentecostalismo y el movimiento carismático?»

Resulta un poco extraño que los cesacionistas usen este argumento en particular. Principalmente si insisten en aferrarse al principio de la Sola Scriptura. Sin duda la historia de la iglesia es una rama de estudio muy importante y valiosa para comprender nuestra fe, pero lo que haya ocurrido o no en la historia de la Iglesia no es la pauta definitiva mediante la cual juzgar o determinar lo que las iglesias de hoy deben creer o practicar. El criterio final para decidir si los dones espirituales siguen vigentes hoy en día (así como cualquier otro tema relacionado con la fe, la doctrina, conducta y prácticas cristianas) está en la Palabra de Dios, no en la historia. Por ejemplo:

  • Las denominadas doctrinas de la gracia (por más que busquen ser presentadas como antiguas) no fueron creídas en la iglesia sino hasta el surgimiento del calvinismo como tal (ni siquiera Agustín, en quien se inspirara Calvino para sus doctrinas, las propuso tal como se conocen hoy en día), pero dudo que un calvinista asumiría que tales doctrinas son falsas porque la iglesia de siglos anteriores las desconoció.
  • Un luterano jamás rechazaría la doctrina de la justificación por la fe sola basándose en que, por siglos, la iglesia católica no creyó en ellas, o porque los Padres de la Iglesias algunas veces enseñaron algo diferente.
  • Los dispensacionalistas, que por definición aceptan la doctrina del rapto pretribucional (y en este grupo están incluidos muchos cesacionistas como MacArthur y los de The Master´s Seminary) seguramente se negarían a rechazar tal doctrina basados en la ausencia de la misma en el conocimiento colectivo de la Iglesia durante casi 1900 años.
  • Una anabaptista jamás consideraría válido el bautismo de niños por el simple hecho de que existan registros históricos que confirmen que la iglesia de siglos anteriores sí bautizaba niños o porque algunos cristianos destacados del pasado defendieron el paidobautismo.

Así pues, considero que es poco inteligente citar la supuesta ausencia de una experiencia en particular de la vida de la iglesia de siglos pasados como argumento para poner en duda la presente validez de una experiencia o incluso de una doctrina. La única pregunta realmente importante para nosotros y para este tema es: «¿qué dice la Escritura?».

Por otro lado, pretender afirmar que los dones carismáticos han estado ausentes en la historia de la iglesia más allá de la edad apostólica es ignorar un gran número de pruebas. Si desean ser intelectualmente honestos, los cesacionistas deben reconocer que existen suficientes pruebas históricas de que los denominados ‘dones carismáticos’ continuaron presentes en la iglesia cristiana a lo largo de los siglos. Calificar todos ellos de falsos o fruto de la actividad demoníaca o de trastornos psicológicos (como los cesacionistas quisieran hacernos creer) es simplemente ridículo y deshonesto. Por ejemplo, en el siglo segundo, Justino Mártir (100-165) se jactó ante Trifón el judío incrédulo “que los dones proféticos permanecen con nosotros.” Esto sería extraño si la iglesia de su tiempo hubiera creído que tales manifestaciones solo estarían vigentes mientras vivieran los apóstoles.

Pero Justino no está solo en su defensa de los dones y su vigencia posterior a la edad apostólica. Ireneo (120-200 d.C.) también dio testimonio de la presencia de los dones del Espíritu en el siglo segundo y tercero de nuestra era. Él escribe: 

“Hemos oído de muchos de los hermanos que tienen presciencia del futuro, visiones y palabras proféticas; otros por la imposición de manos, sanan a los enfermos y recuperan la salud”[1]
“Oímos de muchos miembros de la iglesia que tienen dones proféticos, y, por el Espíritu hablan todo tipo de lenguas, y traen a luz los pensamientos secretos de los hombres por su propio bien, y exponen los misterios de Dios”[2]
“Es imposible enumerar las carismas que por todo el mundo la iglesia ha recibido de Dios”[3] 

En su Historia Eclesiástica, Eusebio mismo admite que los dones carismáticos estaban todavía en operación hasta el tiempo en que Ireneo vivió.[4] De hecho, Eusebio cita a Apolinario diciendo que “los dones proféticos deben continuar en la iglesia hasta la venida final, como el apóstol insiste”.[5]

Los cristianos posteriores a la edad apostólica no concebían la teoría de que los dones hubieran cesado con la muerte de los apóstoles. Para ellos, el ejercicio de los carismas del Espíritu era un distintivo de la iglesia verdadera. Incluso mientras enfrentaban los excesos de algunos grupos, los cristianos de siglos posteriores a la edad apostólica jamás negaron que estos continuaran vigentes. Epifanio, quizás el mayor oponente de los montanistas (un «movimiento reavivador» que se produjo en el interior de las comunidades cristianas primitivas, como un esfuerzo para revalidar las realidades pneumáticas y escatológicas de los primeros tiempos de la Iglesia), no los atacó porque ellos practicaban los dones del Espíritu. Es más, él declaró:

“El carisma [de la profecía] no está inoperativa en la iglesia. Todo lo contrario…La iglesia santa de Dios da la bienvenida a estas mismas [carismas] que los montanistas, pero los de nosotros son verdaderos carismas, autenticadas para la iglesia por el Espíritu Santo.”[6]

Incluso Agustín de Hipona (354-430), considerado por muchos como el “padre del cesacionismo”, se retractó posteriormente de su negación de los carismas, reafirmando en sus escritos posteriores la realidad perpetua de los dones milagrosos. Él mismo registró y documentó cuidadosamente no menos que 70 casos de sanidad divina en su propia congregación durante un período de dos años.[7] ¡Tan deficiente y débil es la doctrina cesacionista que su mismo creador se avergonzó de ella y la abandonó por completo! El cesacionismo, sin duda, es una teología huérfana.

Para más evidencia histórica a favor de la vigencia de los dones espirituales y su presencia a través de la historia de la iglesia, recomiendo la lectura de un artículo previo:

Si bien los dones carismáticos llegaron a ser menos frecuentes en siglos posteriores, esto no se debió a que los carismas hubieran desaparecido o cesado por completo ¡Ellos jamás se fueron! Llegaron a ser menos frecuentes por diversas razones, entre ellas porque:

(1) Antes de la Reforma Protestante en el siglo XVI, la Biblia en su propio idioma no estaba al alcance del cristiano promedio. La ignorancia bíblica estaba muy extendida, por lo que la naturaleza misma de los dones espirituales, su nombre y función eran desconocidas entre los mismos cristianos. Nadie los buscaba, nadie los pedía, por lo tanto escasearon. El Señor ha sido claro al afirmar que sus bendiciones deben ser buscadas, lo cual incluye los mismos dones carismáticos:

“Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿o si pescado, en lugar de pescado, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lucas 11:10-13)
“Seguid el amor; y procurad los dones espirituales, pero sobre todo que profeticéis.” (1 Corintios 14:1)
“No tenéis lo que deseáis, porque no pedís…” (Santiago 4:2)

La situación de la iglesia en las edades oscuras previas a la Reforma era tal que ¡incluso hubiera sido difícil reconocer los dones del Espíritu en caso de manifestarse! Ante la ignorancia teológica del pueblo, los dones escasearon. El caso de Josías y el avivamiento producido en sus días nos muestra que sin conocimiento de la Palabra es imposible el avivamiento (2 Reyes 22; 23:1-27). Y, por lo tanto, los dones y las manifestaciones de origen divino se vuelven cada vez más escasas, ya que sin conocimiento de la Palabra el pueblo perece (Oseas 4:6). No obstante, fue la ignorancia y el letargo espiritual (y no la voluntad de Dios o el cese permanente de los dones) lo que limitó su manifestación.

Así pues, la relativa ausencia de ciertos dones espirituales durante determinados periodos de la historia de la Iglesia no demuestra que Dios se opusiera a su uso o que hubiera negado su validez para el resto de la era actual. Tanto la ignorancia teológica acerca de ciertas verdades bíblicas como la pérdida de las bendiciones que los dones espirituales aportan, no pueden ni deben ser atribuidas a la idea de que Dios pretendiera que tal poder y conocimiento solamente fueran para los creyentes de la iglesia primitiva.

Ejemplifiquemos este punto: Antes de la Reforma Protestante los cristianos habían olvidado verdades esenciales como la justificación por la fe sola, la salvación por la gracia sin necesidad de obras y el sacerdocio del creyente, entre otras cosas. Las doctrinas estaban ahí, en la Biblia, pero la gente las desconocía por no tener acceso a la Palabra escrita de Dios. Como resultado, se perdían de los beneficios de tales doctrinas: el clero ocupó el puesto de intercesores ante Dios, la salvación se basó en obras y sacramentos, surgieron las indulgencias y otras aberraciones, etc. Todo esto no era la voluntad de Dios. ¿O quiso Dios que la salvación por fe, solo por gracia, desapareciera o cesara en su iglesia? No, para nada. Pero la gente perdió sus beneficios por ignorancia ¡Aunque el regalo de la gracia seguía ahí vigente! Era el pueblo el que lo ignoraba. Lo mismo ocurrió con los dones espirituales.

(2) La ausencia, o disminución de la frecuencia con que los dones carismáticos se manifestaban en la iglesia, halla su razón de ser en el pecado, la incredulidad y la apostasía tan notoria de los siglos posteriores a la edad apostólica. La misma Reforma Protestante da fe del pecado, corrupción y decadencia doctrinal y moral del cristianismo. Tales faltas se constituyeron en pecados contra el Espíritu Santo, lo cual entristecería y apagaría el mover del mismo dentro de las congregaciones. No deberíamos sorprendemos, pues, ante la poca frecuencia de dones milagrosos en periodos de la historia de la Iglesia marcados por la ignorancia teológica e inmoralidad personal.

La vida aporta amplia evidencia de que la apostasía, la inmoralidad, el pecado no confeso y la decadencia espiritual y moral de los creyentes traen como consecuencia “cielos cerrados” sobre el pueblo de Dios. Esto puede verse, por ejemplo, en el tiempo de los jueces (Jueces 2:10) por causa de la apostasía nacional y en los días de Elí (1 Samuel 3:1) por causa del pecado del pueblo y de sus sacerdotes (1 Samuel 2:12-36).

Sin duda, tanto la ignorancia teológica como la apostasía y el pecado persistente e inconfeso del pueblo Dios constituye un pecado contra el Espíritu Santo. Pecado que hace disminuir o desaparecer los dones o carismas y las manifestaciones del Espíritu, y no porque Dios lo haya decretado así, sino por nuestra propia culpa. La ausencia o disminución de los carismas en la historia de la iglesia debe verse como consecuencia del pecado de la iglesia y sus períodos de incredulidad y apostasía, nunca en la voluntad de Dios que los dones cesaran. De lo contrario, las Escrituras no nos exhortarían a evitar:

1.- La blasfemia contra el Espíritu Santo (Marcos 3: 28-30).

2.- Contristar al Espíritu (Efesios 4:30).

3.- Apagar al Espíritu (1 Tesalonicenses 5:19-20).

Este tipo de cosas apagan las manifestaciones del Espíritu Santo en la iglesia. Pero la culpa siempre será de la iglesia, no de Dios. Ante este tipo de actitudes el Señor es claro:

“Entonces me llamarán, y no responderé; me buscarán de mañana, y no me hallarán.” (Proverbios 1:28)

Al igual que todos mis hermanos continuistas, sostengo que los dones del Espíritu siguen vigentes. Estos jamás cesaron, e incluso en los peores momentos Dios manifestó su gloria, aún cuando a veces pasó desapercibida para el mismísimo pueblo de Dios. En iglesias cesacionistas hay sin duda muchos hermanos sinceros, y creo que muchas veces en ellos mismos se han manifestado los carismas y ellos ni siquiera lo han notado porque su ceguera teológica no les permite verlo. El ministerio de Charles Spurgeon es un ejemplo claro de esto. En su época el cesacionismo era prácticamente la norma dentro del protestantismo, pero el Espíritu Santo no puede ser atado por ninguna teología defectuosa. Él es soberano y usa a quien le place. Consideremos el siguiente ejemplo extraído de su autobiografía:

«En una ocasión, predicando en una sala, señalé deliberadamente a un hombre en medio de la multitud y dije «El hombre allí sentado, que es un zapatero, tiene su tienda abierta los domingos. Estaba abierta el último día de reposo por la mañana, vendió por valor de nueve peniques, de lo que sacó cuatro peniques de beneficio ¡Vendió su alma al Diablo por cuatro peniques! Un misionero estaba en la ciudad dando un paseo, y se encontró a este hombre Viendo que estaba leyendo uno de mis sermones, le preguntó; ¿Conoces a Spurgeon?» Sí» dijo el hombre, «tengo muchas razones para conocerle; he ido a escucharle, y mediante su predicación, por la Gracia  de Dios, me he convertido en una nueva criatura en Cristo Jesús. ¿Puedo decirte cómo sucedió? Fui a la reunión, me senté en el centro de la sala; Spurgeon me miró como si me conociera, y en su en sermón me señaló y le dijo a la congregación que yo era un zapatero, y que abro mi tienda los domingos; y eso era cierto. Eso no me hubiera importado; pero también dijo que gané nueve peniques el domingo anterior, y que saqué cuatro peniques de beneficio. ¡Y eso también era cierto! ¿Cómo podía saberlo? Me di cuenta de que fue Dios mismo el que le habló a mi alma a través de él, así que cerré mi tienda al domingo siguiente. Al principio, me daba miedo ir a escucharle otra vez, y sobre todo que le contara más cosas a los demás sobre mí; pero después fui, y el Señor me encontró, y salvó mi alma.»[8]

Entonces Spurgeon añade este comentario:

«Podría relatar, por lo menos, una docena de sucesos similares; en los que señalaba a una persona de la sala, sin tener ni la más mínima idea de quien era, o de que lo que decía era verdad; pero creía que el Espíritu era el que me movía a hablar así, y tan sorprendente era mi descripción, que las personas  se iban y Ies decían a sus amigos: ‘venid; ved al hombre que me ha dicho todas las cosas que he hecho; sin duda, debe haberlo mandado Dios a mi alma, o de otra forma no podría haber descrito mi situación con tanta exactitud». Y no solamente esto, sino que he conocido ocasiones en las que los pensamientos de los hombres han sido revelados desde el púlpito. En ocasiones he visto a personas dar un codazo a sus vecinos, porque habían recibido un golpe inesperado. Y se les ha oído decir al salir: «el predicador nos ha dicho lo que estábamos hablando entre nosotros al entrar»».[9]

La experiencia de Spurgeon encaja sin duda con lo que el apóstol Pablo describe en 1 Corintios 14:24-25. Lo que Spurgeon ejerció era una clara manifestación del don de profecía o de palabra de ciencia (1 Corintios 12:8), ¡Pero Spurgeon no lo supo! Sus prejuicios teológicos le impidieron verlo y él no lo reconoció como tal. Esto mismo, sin duda, sigue pasando en numerosas congregaciones donde se enseña el cesacionismo: Un sistema defectuoso de interpretación los lleva a la ceguera espiritual, al rechazo de la obra del Espíritu Santo y a la ignorancia de verdades que con gusto Dios les revelaría si dejaran de lado sus prejuicios. Incluso el más obstinado de los cesacionistas puede ser libre: “Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad.” (2 Corintios 3:17).

BIBLIOGRAFÍA Y REFERENCIAS:


[1] Contra las Herejías, 2:32,4

[2] Contra las Herejías, 5:6,1

[3] Contra las Herejías, 2:32,4

[4] Historia Eclesiástica, 5:7,6

[5] Historia Eclesiástica, 5:16,7

[6] Panarion, 48

[7] Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios, Libro XXII, cap. 8-10

[8] Charles H. Spurgeon, The Autobiograpby of Charles H. Spurgeon (Londres: Curts & ]ennings, 1899), 2:226-227.

[9] Ibíd, 227.

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