COVID-19, Cristianismo, Pandemia

La iglesia nunca cerró


Por Fernando E. Alvarado

«Voy a construir mi iglesia; y ni siquiera el poder de la muerte podrá vencerla.»

Mateo 16:18, DHH

Como cristiano me siento feliz porque los edificios religiosos serán reabiertos al público una vez más. Extraño la comunión de los santos y tengo en claro el mandamiento bíblico de congregarnos (Hebreos 10:24). No puedo decir que me alegra que «la iglesia será reabierta», pues la iglesia nunca fue cerrada o clausurada. La Iglesia no es el edificio o el lugar en donde ella se reúne para adorar a Dios. La Iglesia son las personas que han sido unidas a la muerte y resurrección de Cristo por fe (Romanos 6:1-11). Este es un concepto que reta a nuestra jerga evangélica y nos invita a cambiar nuestra mentalidad religiosa, la cual parece haberse quedado encerrada entre cuatro paredes.

Muchos de nosotros solemos decir cosas como: “Voy a la iglesia” (como si la iglesia fuera el edificio), o “¿A qué hora empieza la iglesia?” (como si la iglesia estuviera limitada al horario del servicio de adoración). Y aunque la palabra iglesia (ekklesia) significa “reunión” o «asamblea», y podemos usarla correctamente para referirnos a la reunión con otros creyentes, lo más común para los evangélicos es usar el término «iglesia» para referirnos al edificio en donde nos congregamos. No obstante, pasajes en el Nuevo Testamento como Efesios 1:22-23 y 1 Corintios 12:13 dejan claro que los creyentes, y no los edificios, son la Iglesia. Por eso, puedo decir con plena certeza que la iglesia nunca cerró.

¿CERRARON LOS TEMPLOS?

Desafortunadamente, muchos creyentes aprendimos un cristianismo que lleva a cabo todas sus actividades en el edificio en donde nos congregamos con otros creyentes. Como resultado, hemos fusionado la idea del templo en el Antiguo Testamento, el lugar donde Israel realizaba sus actividades religiosas, con el edificio de la iglesia hoy. Sin embargo, el Nuevo Testamento explica que nosotros, y no los edificios, somos el templo de Dios. El templo en el Antiguo Testamento es una sombra de lo que sería la Iglesia. ¡Pero la sombra ha pasado y la realidad del nuevo pacto ha llegado! El Señor mora en nosotros, no en un edificio. Eso es lo que nos dice la Palabra:

Jesús le respondió: ‘Si alguien me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos con él morada’” (Juan 14:23)
“¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Corintios 3:16)
“¿O no saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en ustedes, el cual tienen de Dios, y que ustedes no se pertenecen a sí mismos?” (1 Corintios 6:19)
“Porque nosotros somos el templo del Dios vivo, como Dios dijo: ‘Habitare en ellos, y andaré entre ellos; y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo’” (2 Corintios 6:16)

Cuando confesamos la fe en Jesús, el Espíritu Santo es enviado para morar en nosotros, haciendo que seamos el templo y la casa de Dios. El problema reside en que, dentro de la mentalidad evangélica actual, el edificio de reunión es visto de manera similar a como los israelitas veían al templo. Hemos creído que vamos a “la iglesia” (el edificio) para estar en la presencia de Dios. Así terminamos llamando “casa de Dios” al edificio, y perdemos de vista el significado de pasajes bíblicos importantes como los siguientes:

“También ustedes, como piedras vivas, sean edificados como casa espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5)
“Así pues, ustedes ya no son extraños ni extranjeros, sino que son conciudadanos de los santos y son de la familia (lit. casa) de Dios” (Efesios 2:19)

SI LA IGLESIA PARA TI ES SOLO UN LUGAR, SI CREES QUE EL TEMPLO ES SOLO UN EDIFICIO, Y SI AL DECIR «CASA DE DIOS» PIENSAS EN UN LUGAR DE REUNIÓN CON CUATRO PAREDES, ENTONCES NECESITAS RE-APRENDER LO QUE SIGNIFICA SER IGLESIA

Mis amados hermanos, ¡nosotros somos el lugar en donde mora el Señor! Somos la iglesia, el templo y la casa de Dios. A la mujer samaritana que creía que Dios solo puede ser adorado en la comodidad de un santuario físico debidamente consagrado para ello, Jesús le dijo:

«Le dijo la mujer: Señor, me parece que tú eres profeta. Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar. Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre… Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.» (Juan 4:19-24)

La lección general sobre la adoración al señor en espíritu y en verdad, es que no debe limitarse a una única ubicación geográfica ni necesariamente debe ser regulada por las disposiciones de una liturgia establecida. Con la venida de Cristo, la separación entre judíos y gentiles ya no era pertinente, ni tampoco lo era la centralidad del templo en la adoración. Con la venida de Cristo, todos los hijos de Dios adquirieron igual acceso a Dios a través de él. La adoración se convirtió en un asunto del corazón, no de las acciones exteriores, y dirigida por la verdad y no por una ceremonia.

LA ADORACIÓN VERDADERA NO DEPENDE DE DÓNDE ESTÉS, DE LA VISTOSIDAD Y BULLICIO DE LOS CULTOS, DE LA EMOCIÓN DESBORDANTE O DEL RITUALISMO ASFIXIANTE DE ALGUNAS IGLESIAS. TAMPOCO DEPENDE DE LA CANTIDAD DE LOS ADORADORES

La verdadera adoración debe ser «en espíritu», es decir, que involucre todo el corazón. A menos que exista una verdadera pasión por Dios, no hay adoración en espíritu. Al mismo tiempo, la adoración debe ser «en verdad», es decir, debidamente fundamentada. Si no tenemos conocimiento del Dios que adoramos, no hay adoración en verdad. Ambas son necesarias para satisfacer y honrar a Dios en adoración. Espíritu sin verdad conduce a una experiencia emocional y demasiado superficial, y lamentablemente es lo único que muchos buscan en la adoración de masas, con sus grupos de «adoración» profesionales, efectos de luz y sonido. Todo preparado para el deleite del asistente como si de complacer a un cliente se tratara. Por eso no hallamos gozo en la adoración individual o familiar, ajena a todo ese bullicio, y donde somos obligados a participar y no solo a espectar.

Es esta adoración masificada, mercantilista y consumista, muy propia de la iglesia de hoy, la que ha destruido nuestra adoración familiar e individual, llevándonos a ser incapaces de rendir nuestras devociones al Altísimo cuando estamos solos y sin el adorno de las luces, la música estridente, los aplausos y la vanagloria. Pero este error no solo lo cometen los creyentes laicos, sino que es más común entre aquellos que ejercemos el ministerio, seamos pastores, evangelistas o lo que sea. Quizá por eso hemos insistido de forma fanática e irracional por la apertura de los edificios a toda costa y de cualquier forma. Amamos tanto los aplausos, los púlpitos y los micrófonos, el baño de multitudes y la fama que, cuando esta no se da, o tan pronto como se termina la emoción, cuando el fervor de la «adoración» masiva se enfría, se enfría también la adoración interna. Esta no es una adoración en espíritu, aunque se digan pentecostales los que la practiquen.

Pero también tenemos la otra cara de la moneda: La verdad sin espíritu puede resultar en un encuentro seco y sin pasión que fácilmente puede conducir a una forma triste de legalismo y ritualismo sobrevalorado. Este es el caso de aquellas congregaciones locales, o denominaciones enteras, que llenan de liturgia, sacramentalismo y formalidad sin emoción todas sus reuniones de adoración. Es a ellos a quienes también les ofende que los edificios continúen cerrados, pues no pueden imaginarse un servicio de adoración sin formalidad, liturgia estricta y ritualismo. La sencilla adoración de un altar familiar les parece ridícula o hasta degradante. Sin sacerdotes y pastores que intercedan y hagan todo por ellos, nada tiene sentido. Sin la vistosidad ritual de una religión formal (aunque a veces vacía) la adoración no cuenta para ellos. Esta tampoco es adoración, sin importar cual sea el rótulo de la denominación que la practique.

La mejor combinación de ambos aspectos de la adoración (espíritu y verdad) se traduce en un reconocimiento gozoso de Dios fundamentado por las escrituras. Cuanto más sabemos acerca de Dios, más lo apreciamos. Entre más lo apreciamos, más profunda es nuestra adoración. Entre más profunda sea nuestra adoración, mayormente será Dios glorificado. La emoción y el conocimiento se unen de forma maravillosa para adorar a Dios.

EN EL FONDO ¿QUÉ NOS MOTIVA A REABRIR? ¿ADICCIÓN AL PÚLPITO Y LOS MICRÓFONOS? ¿RELIGIOSIDAD? ¿OFRENDAS Y DIEZMOS? ¿EL BIENESTAR DE LAS OVEJAS?

Hay una realidad que nuestra impaciencia está ignorando: No hemos dejado atrás la pandemia; estamos conviviendo y seguiremos conviviendo con ella, aunque nuestros ojos y recuerdo prefieran mirar para otro lado. Será fácil abrir los edificios y congregarnos para cantar y aplaudir. Eso no cuesta nada. Lo difícil será convertirnos en personas responsables y consecuentes, con capacidad de ver más allá de nuestro ombligo y de aprender de nuestros errores e irresponsabilidades para dañar, exponer o contagiar al resto, que evidentemente nos importa poco. Demasiadas veces, nuestro propio yo parece ser el único prójimo que conocemos y ni siquiera lo cuidamos lo suficiente. ¿Será que deseamos tanto ser vistos nuevamente tras los púlpitos? ¿Amamos en demasía los micrófonos y los aplausos que estamos dispuestos a arriesgar a quienes decimos amar? ¿O se trata de dinero? Dios lo sabe.

Una cosa es evidente: Antes de que la amenaza se haya ido para no volver pareciera que los creyentes estamos celebrando su desaparición como si fuésemos intocables, inmunes a todo. Y nos esperan, me temo, feas sorpresas, como las que acompañan siempre a los que deciden no ver o no recordar, solo que no serán exclusivamente para ellos, sino para los que menos culpa tengan también. A los que se sitúan en el lado de los prudentes, además, los del otro frente les llaman exagerados, lunáticos o paranoicos. Si reflexionas, piensas o incluso osas pedir un poco de cordura y diligencia en medio de esto, se te tacha de aguafiestas, persona non grata para el grupo, “tóxico”, que es una de esas palabras para todo ahora.

Como suele pasar en la vida en general, escogemos los peores ejemplos a seguir. Dan igual las recomendaciones de los que saben, o lo que ven los que han peleado desde la primera línea de batalla. Podríamos haber escogido imitar la vista del águila, que se superpone a la dificultad para verla desde arriba, con perspectiva y amplitud. Quizá la del gato, que siendo un gran cazador, aún así, no abandona el vigilar su presa demasiado rápido dando por hecho que la alcanzará. Lejos quedamos del camaleón, que es capaz de visualizar objetivos a la par que, desde otra perspectiva, está captando las posibles amenazas. Nosotros no vemos ni lo que tenemos justo delante. Como el topo, apenas distinguimos, en el mejor de los casos, entre luz y oscuridad. Tantas veces, ni siquiera eso. Estamos tan metidos en nuestros propios túneles que ya no somos capaces tampoco de desenvolvernos fuera de ellos. Ahora bien, ¿cuántas vidas de nuestros amados hermanos en la fe se perderán por la impaciencia de sus guías espirituales? ¿A cuántos perderemos en el camino y tendremos que llorar en el futuro por puro fanatismo? El tiempo lo dirá.

Como todos, deseo volver a la normalidad de nuestras congregaciones pero ¿a qué precio? ¿Estamos preparados para atender a las ovejas sin exponerlas? Abrir solo por abrir no tiene sentido. Necesitamos prepararnos adecuadamente. Al corto de vista y de recuerdo, con escasa capacidad de aprendizaje y nula sabiduría, la Biblia le llama necio. En algunas traducciones más actuales, directamente se le llama tonto. ¿Estaremos siendo nosotros necios y tontos? Y es que el necio no solo es aquel que dice en su corazón “No hay Dios” (Salmo 53:1), sino también aquel que, aún estando plenamente consciente de la existencia de un Ser Superior cree que lo que hace está bien y no escucha el consejo de nadie (Proverbios 12:15). Defiende su postura desde la agresividad, porque la razón y la legitimidad le han abandonado (Proverbios 12:16) y su diversión está en hacer necedades (Proverbios 10:23). Sin embargo no suele querer ver que su final viene asociado a su mucha necedad y que él mismo prepara el camino de su destrucción (Proverbios 5:23). Hoy cierro esta reflexión con palabras más directas aún de parte del propio Salomón, que son más relevantes que nunca para nosotros en estos días que vivimos:

“¿Hasta cuándo, oh simples, amaréis la simpleza, y los burladores se deleitarán en hacer burla, y los necios aborrecerán el conocimiento?” (Proverbios 1:22).

Ciertamente, es como para hacernos pensar…