Por: Fernando E. Alvarado.
En el patio de una pintoresca y pequeña iglesia en un pueblo de Francia, había levantada una bella estatua de Jesús con sus manos extendidas. Pero un día, durante la Segunda Guerra Mundial, una bomba cayó demasiado cerca de la estatua haciéndola añicos. Al final de aquella batalla, los ciudadanos del pueblo hallaron la estatua entre los escombros y decidieron buscar todas las piezas de la estatua y reconstruirla. Pacientemente reunieron las piezas rotas y la armaron. Las marcas de la unión de las piezas en el cuerpo añadieron belleza, si bien encontraron un problema: No pudieron encontrar las manos de la estatua. Algunos sugirieron contratar a un escultor para que hiciera manos nuevas, pero otros querían dejarla así, como recordatorio permanente de la tragedia de la guerra. “Un Cristo sin manos no es en ninguna manera un Cristo”, se lamentaba alguien. “Manos con marcas, si. Pero, ¿cómo puede haber una estatua del Señor sin manos? Necesitamos una estatua nueva” , decían otros. Pero alguien tuvo otra idea que prevaleció: La estatua permanecería sin manos; sin embargo, colocaron una placa dorada en la base de la estatua, que decía, “No tengo otras manos que las suyas. Ustedes son mis manos». Sin tan siquiera pretenderlo, los ciudadanos de ese pueblo ilustraron una preciosa verdad bíblica: Somos las manos del Señor, somos su Cuerpo.
La frase «el cuerpo de Cristo» es una metáfora frecuente del Nuevo Testamento respecto a la iglesia (Romanos 12:5, 1 Corintios 10:17, 1 Corintios 12:27, Efesios 4:12, Hebreos 13:3). Después de Su ascensión corporal, Cristo continúa Su obra en el mundo a través de quienes Él ha redimido; la iglesia ahora demuestra el amor de Dios clara, tangible, y valientemente. De esta manera, la iglesia funciona como el «cuerpo de Cristo». Cada uno de nosotros, los miembros del cuerpo de Cristo, somos la representación física de Cristo en este mundo. La iglesia es el organismo por el cual Cristo manifiesta Su vida al mundo de hoy. O así debería ser. Pero, ¿Es así en la práctica? Si en verdad Cristo manifiesta Su vida al mundo de hoy a través de nosotros su agenda debería ser la nuestra.
La agenda del Señor Jesucristo durante su ministerio estaba saturada de la proclamación de la Palabra. Es común ver en los evangelios el verbo “salió”, refiriéndose al Señor saliendo de un lugar privado o de un momento con sus discípulos para poder predicar a las multitudes. También se le puede ver “saliendo” de una ciudad a otra luego de haber terminado una enseñanza a muchas personas (Mateo 13:1; Marcos 6:34). La actividad externa o visible del Señor era compartir el evangelio, además de alimentar a los hambrientos y sanar a enfermos. Algunos estudiosos han dicho que Jesús recorrió más de 5,000 kilómetros en sus tres años de ministerio sanando a personas y predicando la Palabra. ¿Qué hay de nosotros? ¿Tenemos la misma pasión? En varias ocasiones el Señor manifiesta a sus discípulos: “Tengo compasión de la gente”, o “tengo compasión de las multitudes”, y concluía diciendo: “porque tienen hambre, porque están enfermos y porque son como ovejas que no tienen pastor” (Marcos 8:2; Mateo 9:36). Jesús sabía que muchas de las personas que le seguían no le amaban, sino que estaban con Él solo por comida y sanidad (Juan 6:26). Pero Él tuvo compasión de ellos. Incluso obró milagrosamente ante aquellos que no le pidieron un milagro (Lucas 7:11-17). El Señor manifestó su amor compasivo a personas a las que nadie quería mostrar compasión. Y nosotros, la iglesia que afirma ser el Cuerpo de Cristo sobre la Tierra, ¿Actuamos igual? ¿Por qué a menudo nuestra compasión no es como la de Jesús?
Una de las razones principales por las que no desarrollamos compasión es que no estamos dispuestos a “ver a las multitudes” que pasan una vida de sufrimiento, incomodidad, enfermedad, o hambre. Por lo general, ellas viven en lugares incomodos, en comunidades pobres, en hospitales, en pueblos alejados de la ciudad, o están en lugares donde una catástrofe ha ocurrido. En tales lugares no hay atractivos turísticos ni algo delicioso o bonito para comprar. Son lugares para dar sin esperar recibir. En vez de ir a esos lugares, con frecuencia preferimos la comodidad. Sin embargo, debemos recordar que parte de nuestro llamado como iglesia, como Cuerpo de Cristo, es velar por los ancianos desamparados, las viudas, los huérfanos, los que pasan necesidad económica, los que sufren una enfermedad, o los que han experimentado una catástrofe.
Sigamos el ejemplo de nuestro Señor que “salió”, “fue”, “vió”, “sintió compasión”, y “obró”. Jesús es nuestro mayor ejemplo de entrega (Filipenses 2:2-8). Él llegó a ir a lugares donde no fue bien recibido por ser judío, como cuando fue a Samaria porque su corazón compasivo le llevó a predicar, a pesar del cansancio, a la mujer junto al pozo y después a más samaritanos (Juan 4). Cuando salgamos a esos lugares llenos de necesidad, estaremos más expuestos a experimentar una de las cosas más hermosas y avivadoras que un cristiano puede experimentar: la bendición de poder guiar a alguien, por medio de la enseñanza bíblica, a los pies del Buen Pastor. ¿Acaso no es esa la razón de ser de la iglesia? Pero para lograrlo no podemos separar nuestra teología de nuestra práctica. Si todo lo que aprendemos en la Palabra no nos conduce a mayor compasión por aquellos que sufren, no estamos conociendo al Dios compasivo que nos rescató. El evangelio debe ser nuestra mayor motivación para la compasión hacia los demás. ¿O es que para ayudar al necesitado no somos las manos de Jesús?