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Guardianes del fuego, sacerdotes del Nuevo Pacto

Por Fernando Ernesto Alvarado.

En el pasaje de Levítico 6:12-13, se menciona que el fuego en el altar debía mantenerse encendido continuamente y nunca apagarse: «Y el fuego encendido sobre el altar no se apagará, sino que el sacerdote pondrá en él leña cada mañana, y acomodará el holocausto sobre él, y quemará sobre él las grosuras de los sacrificios de paz. El fuego arderá continuamente en el altar; no se apagará.» (Levítico 6:12-13)

Esta instrucción tiene varias razones y significados teológicos y simbólicos dentro del contexto del culto israelita y la relación entre Dios y su pueblo. En primer lugar, debemos recordar que el fuego original que encendió el altar procedió de Dios para consumir el sacrificio, indicando su presencia y aceptación del mismo. «Y salió fuego de delante de Jehová, y consumió el holocausto con las grosuras sobre el altar; y viéndolo todo el pueblo, alabaron, y se postraron sobre sus rostros.» (Levítico 9:24). Solo el fuego de Dios es aceptable, solo podemos acercarnos a Él en sus términos y a su manera. El fuego no puede ser tomado de otro lugar (Levítico 10:1-10), pues Dios no admite imitaciones o falsificaciones de su obra.

El texto sagrado nos relata que, cuando Dios se le reveló a Moisés, lo hizo a través del fuego que ardía en la zarza (Éxodo 3:2). El fuego se convirtió entonces en símbolo de la presencia de Dios, al punto que la Biblia describe a Dios como un fuego consumidor, simbolizando su pureza, santidad y presencia ardiente entre su pueblo. Por ello se nos dice: «Porque Jehová tu Dios es fuego consumidor, Dios celoso.» (Deuteronomio 4:24)

Así pues, el fuego en el altar era un símbolo de la presencia constante de Dios entre su pueblo. Mantener el fuego encendido continuamente representaba la perpetuidad de la relación y comunión entre Dios y los israelitas. La llama perpetua era un recordatorio visible de que Dios estaba siempre presente y disponible para su pueblo, tal como lo hizo en el desierto a través de la columna de fuego:

«Y Jehová iba delante de ellos de día en una columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche en una columna de fuego para alumbrarles, a fin de que anduviesen de día y de noche. Nunca se apartó de delante del pueblo la columna de nube de día, ni de noche la columna de fuego.» (Éxodo 13:21-22)

El fuego ardiendo a perpetuidad era también un símbolo de consagración y santidad. Recordemos que el altar y el fuego eran sagrados, y mantener el fuego ardiendo era una forma de consagrar continuamente el altar y el templo. Era un símbolo de la santidad y pureza que debía caracterizar el lugar de adoración. El fuego continuo indicaba un estado de consagración perpetua a Dios. Dios mismo es presentado como sentado en su trono rodeado de serafines. Esto merece ser destacado, ya que en la Biblia, los serafines son descritos como seres celestiales asociados con el fuego y la santidad. El término «serafines» proviene de la palabra hebrea «śārāf», que significa «quemar» o «ardiente». Esta etimología sugiere su conexión con el fuego. No nos extraña que, en su visión de la santidad de Dios, Isaías lo contemplara rodeado de fuego y que, él mismo, fuese purificado por fuego:

“Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado.» (Isaías 6:6-7)

Pero el simbolismo del fuego va más allá de la santidad. El fuego continuo en el altar también simbolizaba la necesidad de intercesión continua por los pecados del pueblo. Los sacrificios ofrecidos en el altar eran una forma de expiación y reconciliación con Dios. Mantener el fuego encendido aseguraba que los sacrificios podían ser presentados en cualquier momento, mostrando la disponibilidad constante del perdón y la gracia de Dios.

Hoy ya no necesitamos más sacrificios ni sangre de animales, pues “la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (Hebreos 9:14) ya fue aplicada sobre nosotros y “con “un sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:14). En virtud de tal sacrificio, Cristo “puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.” (Hebreos 7:25), garantizándonos constante perdón y la gracia de Dios. Por su sacrificio cruento, ofrecido mediante el Espíritu Eterno, hoy podemos acercarnos “confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.” (Hebreos 4:16).

Además, la instrucción de mantener el fuego encendido era un mandato específico para los sacerdotes, y su cumplimiento demostraba su obediencia y diligencia en su servicio a Dios (Levítico 6:8-13). Era una tarea diaria que requería atención y dedicación, reflejando la seriedad y el compromiso necesario en el ministerio sacerdotal.

El fuego perpetuo también puede interpretarse como un símbolo de la vida espiritual de los creyentes. Así como el fuego debía mantenerse encendido continuamente, los creyentes deben mantener su fe y devoción a Dios sin cesar. El fuego simboliza el fervor, la pasión y la continuidad de la vida espiritual. Por eso se nos manda: “No apaguéis al Espíritu. “ (1 Tesalonicenses 5:19) y se nos aconseja “[avivar] el fuego del don de Dios.” (2 Timoteo 1:6)

Hoy un nuevo altar (cada uno de nosotros) ha sido levantado en un nuevo templo (la iglesia). Nosotros somos la nueva casa de Dios (2 Corintios 6:14-18; 1 Timoteo 3:15), el lugar de morada de su Espíritu. Espíritu que descendió como fuego en Pentecostés (Hechos 2) y permanecería para siempre con su pueblo y en su pueblo (Juan 14:17). De la misma forma en que el fuego del altar bajo el Antiguo Pacto jamás debía ser apagado, así tampoco debemos apagar el fuego del Espíritu que arde en nuestra vida bajo el Nuevo Pacto. El fuego que descendió del cielo y se encendió en Pentecostés en el 33 d.C y que resurgió como un incendio en Azusa en el siglo XX, jamás debe apagarse. Cómo pentecostales somos «guardianes del fuego», los nuevos sacerdotes del nuevo pacto, llamados a «poner leña cada mañana» y evitar que el fuego se apague.

Mantengamos nuestra identidad pentecostal. Ni las ideologías muertas del ámbito secular, ni la frialdad heredada de viejas formas (y reformas) religiosas de siglos pasados debería hacer menguar este fuego. Pentecostés fue el inicio de la iglesia y debe ser el fin de esta. El verdadero cristianismo nació de las llamas del Pentecostés y es en esas llamas dónde seguirá viviendo. ¡Aviva el fuego del Espíritu!

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