En medio de dones más visibles, como la profecía o la sanidad, el don de palabra de sabiduría tiende a quedar relegado, casi inadvertido. Pero si nos detenemos a examinar su impacto, nos damos cuenta de que este don es fundamental para la edificación de la iglesia, ya que permite la aplicación práctica de los principios divinos en situaciones complejas, discernir la voluntad de Dios y tomar decisiones que no solo afectan a nuestras vidas personales, sino también a otros miembros del cuerpo de Cristo.
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Emociones, desmayos, éxtasis y temblores ¿De Dios o del diablo?
Muy a menudo, se nos critica a los pentecostales por nuestro “emocionalismo” y “falta de control”. Y aunque es a nosotros a quienes a menudo se nos acusa de “ignorantes emocionalistas”, afirmar que el “emocionalismo” es inherentemente malo es también una muestra de ignorancia. En el ser humano la experiencia de una emoción generalmente involucra un conjunto de cogniciones, actitudes y creencias sobre el mundo, que utilizamos para valorar una situación concreta y, por tanto, influyen en el modo en el que se percibe dicha situación. Así pues, una emoción no tiene nada de malo, es más bien una respuesta natural creada por Dios en el hombre, es un estado afectivo que experimentamos, una reacción subjetiva al ambiente que viene acompañada de cambios orgánicos (fisiológicos y endocrinos) de origen innato, influidos por la experiencia. Si Dios puso las emociones en cada uno de nosotros ¿Por qué ha de ser malo expresarlas? ¡Y más aún cuando es Dios y su presencia el objeto de nuestras más preciosas emociones!