Por Fernando E. Alvarado
Muy a menudo, se nos critica a los pentecostales por nuestro “emocionalismo” y “falta de control”. Y aunque es a nosotros a quienes a menudo se nos acusa de “ignorantes emocionalistas”, afirmar que el “emocionalismo” es inherentemente malo es también una muestra de ignorancia. En el ser humano la experiencia de una emoción generalmente involucra un conjunto de cogniciones, actitudes y creencias sobre el mundo, que utilizamos para valorar una situación concreta y, por tanto, influyen en el modo en el que se percibe dicha situación. Así pues, una emoción no tiene nada de malo, es más bien una respuesta natural creada por Dios en el hombre, es un estado afectivo que experimentamos, una reacción subjetiva al ambiente que viene acompañada de cambios orgánicos (fisiológicos y endocrinos) de origen innato, influidos por la experiencia. Si Dios puso las emociones en cada uno de nosotros ¿Por qué ha de ser malo expresarlas? ¡Y más aún cuando es Dios y su presencia el objeto de nuestras más preciosas emociones!

El teólogo calvinista Jonathan Edwards dijo al respecto:
“Cuando recibimos al Espíritu Santo, las Escrituras dicen que somos bautizados en “Espíritu Santo y fuego” (Mateo 3:11). Este “fuego” representa las emociones santas que el Espíritu produce en nosotros haciendo que nuestros corazones ardan dentro de nosotros (Lucas 24:32). Dios, quien nos creó, no solo nos ha dado emociones, sino que también ha hecho que sean muy directamente la causa de nuestras acciones… Atrevidamente afirmo que jamás verdad espiritual alguna cambió la conducta o la actitud de una persona sin haber despertado sus emociones. Nunca un pecador deseó la salvación, ni un cristiano despertó de frialdad espiritual, sin que la verdad hubiera afectado su corazón. ¡Así de importantes son las emociones! Algunas personas condenan toda emoción fuerte. Albergan prejuicios en contra de todo el que tenga sentimientos poderosos y vivos acerca de Dios y las cosas espirituales. Instantáneamente asumen que tales personas sufren de algún engaño. Sin embargo, si, como acabo de comprobar, la religión verdadera tiene mucho que ver con nuestras emociones, se desprende que la abundancia de la verdadera religión en la vida de una persona resultará en plenitud de emoción… Esto, pues, demuestra que la existencia de fuertes emociones religiosas no es necesariamente una señal de fanatismo. Erramos gravemente si condenamos a la gente de exaltada simplemente porque sus emociones son fuertes e intensas.” (Jonathan Edwards, Los Afectos Religiosos, Publicaciones Faro de Gracia, 2000, pp. 15)

Pero además de criticar el emocionalismo pentecostal, muchos detractores del movimiento a menudo critican en tono burlesco la expresión física de tales emociones. “Ustedes son unos desordenados”, se nos dice. “Esas tembladeras, aplausos y caídas al suelo no son de Dios”, añaden. Pero parecen olvidar algo: Si el Espíritu Santo obra en mi espíritu o en mi alma ¿por qué no puede mi cuerpo verse afectado por ello? ¿Acaso no están interconectados mi cuerpo y mis emociones? Resulta más que obvio el hecho de que no todos reaccionamos de la misma manera ante los mismos estímulos, ni todos exteriorizamos nuestras emociones de igual forma, ni nuestros cuerpos reaccionan idénticamente a como reaccionarían otros ante el mismo estímulo. Y ante la presencia sobrecogedora de la divinidad, ¡No todas las personas reaccionarán igual! De hecho, las Escrituras nos hablan de ello, mostrándonos los diversos efectos físicos de la presencia de Dios en el cuerpo y las emociones humanas.
Así, por ejemplo, del profeta Daniel (quien casi parecería pentecostal) se nos dice que, ante la majestuosa presencia de la Divinidad, caía al suelo como dormido (Daniel 8:15,18,27), quedaba debilitado después de tales manifestaciones, temblaba y quedaba sin aliento (Daniel 10:7-9,15-17). El profeta Ezequiel se quedó atónito por varios días al ser impactado por el toque del Espíritu (Ezequiel 3:14,15). También leemos que el apóstol Juan cayó como muerto ante la manifestación del Señor (Apocalipsis 1:17) y que Moisés temblaba ante la presencia de Dios (Hechos 7:31,32). ¡Incluso Pablo, el apóstol que nos habla del orden en el culto, cayó al suelo y temblaba cuando tuvo su encuentro con Cristo! (Hechos 9:3-6). Lo mismo le pasó al carcelero de Filipo, y no era miedo a lo humano pues antes había sacado la espada para quitarse la vida, era temblor ante lo sobrenatural que había acontecido (Hechos 16:29-30) ¡Hay suficiente evidencia bíblica sobre el hecho de que ante la presencia de lo celestial, el cuerpo humano es afectado de diversas maneras! Entonces ¿Por qué se extrañan cuando somos los pentecostales los que experimentamos tales manifestaciones? ¿O es que sólo cuando somos nosotros es malo hacerlo? Si en la iglesia primitiva, no solo los creyentes temblaban, sino los edificios también (Hechos 4:31) y si ante la presencia de Jehová tiembla la tierra (Salmo 114:7) ¿Es cosa increíble que un humano también tiemble ante esa presencia?

Es bien sabido que en las predicaciones al aire libre de George Whitefield (otro predicador calvinista), las personas se estremecían, temblaban, gritaban y caían como muertas al suelo (justamente lo mismo que hoy critican de nosotros los pentecostales y carismáticos). Con mucha franqueza, Martyn Lloyd-Jones, un ministro y médico muy influyente en el ala reformada del movimiento evangélico del siglo XX, nos relata lo siguiente: “Los hombres quedaban aterrorizados, asustados y en agonía de alma cuando lo oían” Incluso afirma que la primera vez que predicó en una iglesia, hubo una queja formal de que “15 personas enloquecieron al escuchar el sermón” [Véase: Conferencia “Juan Calvino y George Whitefield, por Martyn Lloyd-Jones, o su versión portuguesa: João Calvino e George Whitefield, Editora PES, 2018, disponible en Amazon]
Por todo lo anterior, resultarían risibles, si no fueran ridículas y blasfemas, las acusaciones de los nuevos calvinistas cesacionistas de hoy, los cuales ridiculizan y hasta satanizan las manifestaciones espirituales en el movimiento pentecostal moderno. Una vez más, el famoso teólogo calvinista Jonathan Edwards les responde a esos que hoy afirman continuar con su legado:
“Las emociones espirituales, cuando poderosas y fuertes, indudablemente son capaces de producir grandes efectos corporales. El salmista dice, “Mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo” (Salmo 84:2). Aquí vemos una clara distinción entre corazón y carne, y la experiencia espiritual afectó a ambos. Otra vez dice, “Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela” (Salmo 63:1). De nuevo se ve la clara distinción entre alma y carne… Las Escrituras nos relatan revelaciones de la gloria de Dios que tuvieron fuertes efectos corporales en aquellos que las recibieron. Por ejemplo, Daniel: “No quedó fuerza en mí, antes mi fuerza se cambió en desfallecimiento, y no tuve vigor alguno” (Daniel 10:8). La reacción del apóstol Juan a una visión de Cristo fue esta: “Cuando le vi, caí como muerto a sus pies” (Apocalipsis 1:17). De nada sirve objetar que estas fueron revelaciones externas y visibles de la gloria de Dios, más bien que espirituales. La gloria externa era una señal de la gloria espiritual de Dios. Daniel y Juan lo habrían entendido así. La gloria externa no los sobrecogió solo por su esplendor físico, sino precisamente porque era una señal de la infinita gloria espiritual divina. Sería presumir, decir que en nuestros días Dios nunca da a creyentes vistazos espirituales de su belleza y majestad los cuales producen efectos corporales similares.” (Jonathan Edwards, Los Afectos Religiosos, Publicaciones Faro de Gracia, 2000, pp. 16.)

𝗙𝗨𝗘𝗡𝗧𝗘𝗦 𝗕𝗜𝗕𝗟𝗜𝗢𝗚𝗥𝗔𝗙𝗜𝗖𝗔𝗦:
— Jonathan Edwards, Los Afectos Religiosos, Publicaciones Faro de Gracia, 2000
— Conferencia “Juan Calvino y George Whitefield, por Martyn Lloyd-Jones, o su versión portuguesa: João Calvino e George Whitefield, Editora PES, 2018, disponible en Amazon
— Artículo: «Caer al suelo en los cultos: ¿Es del Espíritu Santo o del diablo?», «Diarios de Avivamientos», publicado el 22 de enero de 2018.