Por Fernando E. Alvarado.
El cesacionismo —la creencia de que los dones milagrosos del Espíritu Santo cesaron con la muerte de los apóstoles o con el cierre del canon bíblico— ha penetrado en muchas iglesias pentecostales, al punto de que hoy nos encontramos con pentecostales que, en la práctica, se han convertido en cesacionistas. Esto es un fenómeno peligroso y contradictorio que requiere una respuesta clara y contundente. En el panorama teológico actual, es fundamental que como cristianos comprometidos con la verdad bíblica, y particularmente como pentecostales, presentemos una sólida defensa del continuismo.

El auge del cesacionismo ha sido impulsado por una resurgencia del calvinismo, particularmente entre los bautistas reformados, quienes, en su celo por defender la soberanía de Dios, han declarado una guerra continua contra la soteriología arminiana. Lo que es peor, han minimizado o incluso rechazado la obra continua del Espíritu Santo en la iglesia hoy. Esta tendencia ha afectado profundamente no solo la teología arminiana de muchas iglesias pentecostales, sino también su pneumatología, es decir, su comprensión de la obra del Espíritu Santo. Lo más alarmante es que hemos llegado al extremo de ver surgir un nuevo término: «pentecostales cesacionistas», lo cual es un verdadero oxímoron, ya que el pentecostalismo, por definición, se basa en la creencia en la continuidad de los dones espirituales. No podemos ser pentecostales y, al mismo tiempo, negar la vigencia de los dones sobrenaturales que han sido una característica central de nuestra fe desde sus inicios.[1]
Este impacto ha sido devastador en las iglesias que históricamente han abrazado una fe vivencial y sobrenatural. Los pentecostales, desde su surgimiento en el siglo XX con el avivamiento de la calle Azusa, han proclamado con fervor la presencia activa y continua del Espíritu Santo, con dones como la profecía, las lenguas y los milagros siendo parte integral de la vida cristiana. Sin embargo, el cesacionismo ha comenzado a infiltrar estas congregaciones, promoviendo una teología que niega la relevancia de estas manifestaciones en la actualidad. [2] Esto ha llevado a muchos a adoptar una postura más racionalista y menos experiencial de la fe, lo que debilita nuestra capacidad de testimonio en un mundo postmoderno que, paradójicamente, anhela lo sobrenatural.
Como cristianos, debemos recordar que la esencia misma del cristianismo es sobrenatural. Desde sus comienzos, ha estado marcada por la intervención divina en el mundo natural, desde la encarnación de Cristo hasta los milagros realizados por sus apóstoles. Negar la continuidad de los dones espirituales no solo empobrece nuestra fe, sino que también nos priva de la evidencia del poder y la presencia de Dios en medio de su pueblo. Los dones del Espíritu, como los detallados en 1 Corintios 12, no son solo herramientas de edificación para la iglesia, sino también signos visibles de la aprobación divina sobre su obra en el mundo (1 Corintios 12:7-11; Hechos 2:17-18). Si rechazamos estos dones, corremos el riesgo de reducir nuestra fe a una serie de proposiciones teológicas, carentes de la vitalidad y el poder que caracterizan al evangelio.[3]
Más allá de la Biblia, la tradición histórica de la iglesia también ofrece un claro testimonio en favor del continuismo. Los primeros Padres de la Iglesia, como Justino Mártir, Ireneo y Tertuliano, describieron experiencias continuas de los dones espirituales en sus escritos. Ireneo, por ejemplo, testificó sobre cristianos que hablaban en lenguas y realizaban milagros en su tiempo. [4] A lo largo de los siglos, las manifestaciones del Espíritu Santo nunca cesaron por completo en la vida de la iglesia. Aunque es cierto que algunos períodos históricos, especialmente después del auge del racionalismo y el iluminismo, vieron una disminución en la apertura a lo sobrenatural, esto no significa que los dones hayan dejado de estar disponibles para la iglesia. Al contrario, la historia muestra que los tiempos de avivamiento y renovación espiritual siempre han sido acompañados por una restauración de los dones del Espíritu.
Este patrón histórico se evidencia en avivamientos como el Gran Despertar del siglo XVIII, liderado por figuras como Jonathan Edwards y George Whitefield, quienes, aunque calvinistas, no rechazaron los dones espirituales, sino que observaron manifestaciones del poder de Dios en medio de sus congregaciones.[5] De manera similar, el avivamiento pentecostal de principios del siglo XX, marcado por el derramamiento del Espíritu Santo en la calle Azusa, fue una poderosa confirmación de que los dones espirituales siguen vigentes hoy, demostrando que Dios todavía obra de manera sobrenatural en su iglesia para traer renovación y avivamiento.
Debemos tener claro que la teología cesacionista, aunque está enraizada en una preocupación legítima por la protección de la ortodoxia y la sana doctrina, mutila una parte fundamental de la vida cristiana: la experiencia viva del Espíritu Santo. Además, el cesacionismo contradice tanto el testimonio de las Escrituras como la tradición de la iglesia a lo largo de los siglos. Defender el continuismo, por lo tanto, no es simplemente una cuestión de preferencia teológica, sino una cuestión de fidelidad a la Biblia y a la historia de la iglesia. Negar los dones espirituales es, en última instancia, negar una parte importante de lo que significa ser cristiano y miembro del cuerpo de Cristo.

LA PNEUMATOLOGÍA CESACIONISTA: UN EVANGELIO DEFECTUOSO Y MUTILADO
¡Necesitamos despertar! Como creyentes, tenemos el deber de defender la continuidad y la vigencia de los dones del Espíritu, no solo por su valor teológico, sino porque son esenciales para el testimonio vivo de la fe cristiana. ¡No podemos acobardarnos en la defensa de la fe! El auge del cesacionismo en las iglesias pentecostales y carismáticas representa una amenaza seria para nuestra identidad y misión. Los dones espirituales no son un lujo opcional, sino una necesidad para la edificación de la iglesia y para el testimonio del evangelio en un mundo que cada vez más rechaza los valores cristianos. Si queremos preservar nuestra identidad como pentecostales, y sobre todo, si queremos ser fieles a las Escrituras, debemos rechazar el cesacionismo y proclamar con valentía que el Espíritu Santo sigue obrando en nuestro tiempo, manifestando su poder y su presencia en nuestras vidas.
Desde una perspectiva lógica, la pneumatología cesacionista crea una contradicción al afirmar que el Espíritu Santo actúa en la regeneración y santificación de los creyentes, pero niega su poder para operar a través de los dones sobrenaturales. ¿Cómo puede el Espíritu Santo ser activo en la vida de la iglesia en aspectos fundamentales de la fe, como el crecimiento espiritual y la comunión, pero estar limitado en cuanto a los dones que edifican a la iglesia? La misma esencia del Espíritu, como se presenta en el Nuevo Testamento, es dinámica y sobrenatural. Los dones espirituales, como la profecía, las lenguas y la sanidad, no son simples añadidos opcionales a la vida cristiana, sino expresiones concretas de la presencia de Dios entre nosotros. [6] Negar su continuidad es reducir nuestra fe a una teología teórica, desvinculada de la experiencia vivencial de la obra de Dios.
Bíblicamente, el cesacionismo encuentra escaso apoyo. Las Escrituras afirman repetidamente que los dones del Espíritu no son exclusivos de la era apostólica, sino que fueron prometidos para toda la iglesia hasta el regreso de Cristo. En 1 Corintios 12:7-11, Pablo deja claro que los dones espirituales son dados para la edificación del cuerpo de Cristo, y en Hechos 2:17-18, la promesa de que «en los últimos días» Dios derramaría su Espíritu sobre toda carne incluye explícitamente visiones, sueños y profecías. No hay indicación en el texto de que estos dones deban cesar, sino todo lo contrario: se extienden a lo largo de los «últimos días», un periodo que abarca desde Pentecostés hasta la segunda venida de Cristo. [7] Negar esta continuidad es negar la propia palabra de Dios que garantiza su obra hasta el fin de los tiempos.
Desde la perspectiva de los Padres de la Iglesia, encontramos un testimonio claro de la continuidad de los dones espirituales. Justino Mártir, Ireneo y Tertuliano, entre otros, escribieron sobre la presencia de los dones en su tiempo. Ireneo, en su obra Contra las Herejías, testificó que «los que son verdaderamente sus discípulos realizan milagros en su nombre» y que «algunos resucitan a los muertos». [8] Estos testimonios refuerzan que los dones espirituales no fueron un fenómeno limitado al tiempo de los apóstoles, sino que continuaron a lo largo de la historia de la iglesia primitiva. El cesacionismo, al contrario, rompe con esta rica tradición histórica, sugiriendo que la obra del Espíritu en su plenitud ya no es relevante para la iglesia actual.
Además, defender la continuidad de los dones no es simplemente una cuestión de mantener la coherencia teológica, sino de ser fieles a la naturaleza misma del evangelio. El cristianismo es, en su esencia, una religión sobrenatural. Desde la encarnación hasta la resurrección, la fe cristiana está impregnada de milagros y manifestaciones del poder de Dios. Jesús mismo declaró que «estas señales seguirán a los que creen» (Marcos 16:17), y el libro de los Hechos nos muestra una iglesia donde los dones del Espíritu eran vitales para la expansión del evangelio. Sin los dones espirituales, el testimonio de la iglesia pierde fuerza, y el evangelio que predicamos se vuelve un conjunto de doctrinas desprovistas de vida.
La obra continua del Espíritu Santo también es crucial para enfrentar los desafíos del mundo actual. Vivimos en una era postmoderna, caracterizada por el escepticismo hacia lo sobrenatural, pero irónicamente, marcada por un creciente interés en lo espiritual y lo místico. El cesacionismo, al negar la vigencia de los dones, priva a la iglesia de la oportunidad de mostrar al mundo un testimonio poderoso y tangible del poder de Dios. Los dones espirituales no solo edifican a la iglesia, sino que también son un testimonio del favor divino y una herramienta para atraer a los no creyentes. Como dijo Pablo, «las manifestaciones del Espíritu son dadas para el bien común» (1 Corintios 12:7), y sin ellas, nuestra capacidad de ser luz en el mundo se ve seriamente comprometida.[9]
Así pues, la pneumatología cesacionista es una versión mutilada y defectuosa del evangelio. Niega la obra continua del Espíritu Santo y contradice tanto el testimonio de las Escrituras como la tradición histórica de la iglesia. Como creyentes, tenemos el deber de defender la vigencia de los dones del Espíritu, no solo para preservar la integridad de nuestra fe, sino también para dar testimonio del poder de Dios en un mundo que necesita desesperadamente experimentar lo sobrenatural. El Espíritu Santo sigue obrando hoy, y como iglesia, debemos abrazar su obra, proclamando con valentía que el mismo Dios que actuó en Pentecostés sigue actuando en nuestro tiempo.

LA BÚSQUEDA DE LA UNIDAD CRISTIANA NO ES UN PRETEXTO, LA COBARDÍA MUCHO MENOS
La búsqueda de la unidad es un anhelo profundamente humano y cristiano. Queremos estar en comunión con los demás, evitar las divisiones y conflictos, y promover el amor entre nosotros. Sin embargo, la unidad no debe construirse sobre la mentira o el engaño, porque ello traicionaría el fundamento mismo de la verdad que buscamos. En Efesios 4:15, se nos anima a «hablar la verdad en amor», lo que implica que el amor y la unidad verdadera solo pueden sostenerse si están basados en la verdad. Como creyentes, tenemos el deber de defender la verdad incluso cuando eso puede generar conflictos o diferencias (Biblia, NVI, 2015, p. 1492). No podemos sacrificar la verdad en aras de una unidad superficial, porque sería como construir una casa sobre la arena.
Cuando no defendemos la verdad por temor a la división, caemos en un error. Jesús mismo dijo: «No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada» (Mateo 10:34, Biblia, NVI, 2015, p. 1160). Estas palabras muestran que la verdad a veces provocará confrontación, pero es un costo necesario para que la verdad de Dios se mantenga firme. La búsqueda de una paz artificial, a costa de la verdad, no es la paz que Jesús nos ofrece. Es mejor estar en desacuerdo por la verdad que en una falsa unidad que encubre la mentira.
La verdad no solo es un concepto abstracto; en el cristianismo, está encarnada en la persona de Jesús, quien dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Juan 14:6, Biblia, NVI, 2015, p. 1543). Si Cristo mismo es la verdad, entonces debemos estar dispuestos a seguirle, incluso si eso significa separarnos de otros que prefieren creer en falsedades. La fidelidad a Cristo no puede comprometerse, y eso a veces nos pondrá en una posición incómoda de conflicto con otros. Pero preferimos estar separados de ellos, si eso significa permanecer fieles a nuestro Señor.
Es importante, sin embargo, que no usemos la verdad como una herramienta para crear división innecesaria o para justificar el orgullo o la hostilidad. En 1 Corintios 13:6, Pablo nos recuerda que «el amor no se deleita en la maldad, sino que se regocija con la verdad» (Biblia, NVI, 2015, p. 1425). Defendemos la verdad en un espíritu de amor, con el deseo de que otros también la acepten. Pero cuando esa aceptación no se produce, no podemos ceder. Nuestra prioridad debe ser siempre la verdad, no la aceptación o la unidad a toda costa.
En resumen, la búsqueda de la unidad es valiosa, pero no puede ni debe venir a expensas de la verdad. La verdad es la base sólida sobre la cual podemos construir una verdadera unidad, y sin ella, cualquier unidad es falsa y pasajera. Es mejor estar separados por la verdad que unidos por la mentira, porque al final, solo la verdad perdura y trae libertad (Juan 8:32, Biblia, NVI, 2015, p. 1530).

BIBLIOGRAFÍA Y REFERENCIAS
[1] Grudem, W. (1994). Systematic Theology: An Introduction to Biblical Doctrine. Zondervan, p. 110.
[2] MacArthur, J. (2013). Strange Fire: The Danger of Offending the Holy Spirit with Counterfeit Worship. Thomas Nelson, p. 45.
[3] Carson, D. A. (1987). Showing the Spirit: A Theological Exposition of 1 Corinthians 12–14. Baker Academic.
[4] Keener, C. S. (2011). Miracles: The Credibility of the New Testament Accounts. Baker Academic, p. 400.
[5] Synan, V. (1997). The Holiness-Pentecostal Tradition: Charismatic Movements in the Twentieth Century. Eerdmans
[6] Carson, 1987, p. 153.
[7] Grudem, 1994, p. 110.
[8] Keener, 2011, p. 400.
[9] Grudem, 1994, p. 113.