Solo Jesús tiene el poder de poner fin a este conflicto constante y restaurar la paz. Como se menciona en Efesios 2:14, "Él es nuestra paz". Jesús se sumergió en el conflicto al aceptar ser golpeado por la vara de la justicia divina que nos perseguía (Ef. 2:13–17; Col. 1:20). En Cristo, Dios mismo reconcilió el mundo consigo mismo, estableciendo la paz y proclamando la amnistía; transformando al rebelde arrepentido en una criatura de paz (2 Co. 5:17–21). Por esta razón, todo creyente justificado experimenta paz con Dios (Ro. 5:1). La paz de Dios, que supera todo entendimiento, puede custodiar el corazón y la mente del creyente en Cristo Jesús (Fil. 4:7). Experimenta alegría y bienestar, descansando y durmiendo en paz (Sal. 4:8).
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El privilegio de llamarlo Padre (Hebreos 2:11)
¿Qué significa para ti llamar a Dios: “Padre”? ¿Es meramente un formalismo o costumbre religiosa llamarlo de tal manera? ¿O puedes decir que gozas con Él una relación padre-hijo real y auténtica? Si te fijas bien, la oración del Padre Nuestro registrada en Mateo 6:9-13 y Lucas 11.2-4 empieza con una invocación que es todo un tesoro: “Padre nuestro.” No estamos ante una casualidad, sino ante la original expresión de una actitud buscada, querida y sentida por el mismo Jesucristo, y que palpita en lo íntimo de su experiencia con Dios. No se trata de un vocativo sin más –una simple llamada a alguien no identificado–, sino de una auténtica apelación cariñosa a una persona concreta, con quien Jesús se mantiene entrañablemente unido y quiere establecer un diálogo de amor y gozo, irrumpiendo en él, con gran intensidad, el sentimiento de intimidad filial.