Antropología Bíblica, Arminianismo Clásico, Arminianismo Reformado, Arminianismo Wesleyano, Biblia, Calvinismo, Catolicismo, Expiación de Cristo, Expiación Vicaria, Gracia, Hamartiología

El pecado original en el pensamiento de Agustín, los Padres Pre-Agustinos y el judaísmo (Parte I)

Por Fernando E. Alvarado

          La doctrina del pecado original, desarrollada por Agustín de Hipona (354-430 d.C.), constituye un pilar esencial de la teología cristiana occidental, con un impacto profundo en las tradiciones católica y protestante. Formulada en el contexto de las controversias pelagianas del siglo V, esta enseñanza aborda cuestiones fundamentales sobre la condición humana, su inclinación al pecado y su dependencia absoluta de la gracia divina para la redención. Para Agustín, el pecado de Adán y Eva en el Edén no fue un evento aislado, sino un acto cósmico que transformó la naturaleza humana, transmitiendo una corrupción inherente a todas las generaciones. Esta doctrina no solo explica la fragilidad moral de la humanidad, sino que también destaca la necesidad de la intervención divina para restaurar la comunión perdida con Dios.

El pecado original: acto histórico y estado ontológico

          Agustín articula la doctrina del pecado original en obras como De peccatorum meritis et remissione y Contra Julianum, en el marco de sus disputas con el pelagianismo. En su teología, el pecado original se presenta como un concepto dual: un acto histórico y un estado ontológico que define la condición humana tras la caída. El acto fundacional, narrado en Génesis 3, corresponde a la desobediencia deliberada de Adán y Eva, quienes, movidos por el orgullo y seducidos por la tentación, consumieron el fruto prohibido, rompiendo la armonía original con Dios. Esta rebeldía marcó un punto de ruptura cósmica, privando a la humanidad de la justicia y la gracia primigenias, y generando una inclinación innata al pecado.[1]

          Pero más allá de este evento histórico, Agustín concibe el pecado original como un estado ontológico que afecta a todos los seres humanos desde su concepción. A través de la procreación, la humanidad hereda una naturaleza pecaminosa impregnada de concupiscentia, un deseo desordenado que aleja a las personas de la rectitud moral y espiritual. Esta condición de alienación espiritual imposibilita la salvación por méritos propios, haciendo imprescindible la gracia divina. Por ello, Agustín defendía con vehemencia el bautismo infantil, argumentando que incluso los recién nacidos, sin pecados personales, llevan la mancha del pecado original. El bautismo, en su visión, es un acto redentor que restaura la comunión con Dios, subrayando la dependencia absoluta de la misericordia divina.[2]

          En De peccatorum meritis et remissione (Libro I, cap. 9), Agustín escribe: «Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres, en quien todos pecaron» (citando Romanos 5:12). Nótese que Agustín interpreta el pasaje paulino para afirmar que todos los seres humanos, al descender de Adán, heredan no solo la inclinación al pecado, sino también la culpa misma. Esta idea se refuerza en De civitate Dei (Libro XIII, cap. 3), donde explica: «La muerte del alma acontece cuando Dios la abandona, y la muerte del cuerpo cuando el alma lo abandona. Por consiguiente, la muerte de ambos, es decir, del hombre entero, sucede cuando el alma, abandonada por Dios, abandona el cuerpo.»       Para Agustín, el pecado original no es solo una falta moral, sino una ruptura ontológica que afecta la relación del hombre con Dios, privándolo de la gracia original. Además, en Confesiones (Libro I, cap. 7), Agustín reflexiona sobre su propia infancia para ilustrar esta corrupción innata: «¿Quién me recordará el pecado de mi infancia? Porque nadie está limpio de pecado ante ti, ni siquiera el niño que ha vivido un solo día en la tierra.» Este pasaje muestra cómo Agustín ve el pecado original como una condición universal, presente incluso en los recién nacidos, no por actos personales, sino por la herencia de Adán.

          La caída, entendida por Agustín como el evento histórico y teológico del pecado de Adán y Eva, que trastornó la naturaleza humana, es la responsable de este legado maldito. Antes de la caída, el hombre poseía una libertad ordenada hacia el bien, en armonía con la voluntad divina. En De civitate Dei (Libro XIV, cap. 11), Agustín describe esta condición primigenia: «El hombre vivía en el paraíso según le placía, mientras su voluntad se conformaba a la de Dios. Era libre de hacer lo que quisiera, pero, como era bueno, no quería nada malo.» Sin embargo, al elegir desobedecer, Adán y Eva introdujeron el desorden en la creación. En De civitate Dei (Libro XIV, cap. 12), Agustín explica las consecuencias: «La voluntad, pues, al apartarse de Dios, se apartó de lo mejor y más grande, y se volvió hacia lo inferior, es decir, hacia sí misma, y así perdió la rectitud original.»

          La caída no solo rompió la comunión con Dios, sino que pervirtió la libertad humana, inclinándola hacia el egoísmo y la concupiscencia. En Confesiones (Libro II, cap. 4), Agustín ilustra esta inclinación al relatar su robo de peras, un acto que no buscaba el fruto en sí, sino el placer de transgredir: «No fue el fruto lo que me atrajo, sino el delito mismo […] Amé mi caída, no aquello por lo que caí, sino la caída misma.» De acuerdo con Agustín, la caída introdujo en la humanidad una tendencia al mal que afecta su voluntad, haciéndola incapaz de buscar el bien supremo sin ayuda divina. El hombre, por lo tanto, quedó en un estado de total depravación. Sin embargo, el concepto de depravación total en Agustín no implica que el hombre sea incapaz de realizar acciones moralmente buenas en un sentido relativo, sino que su naturaleza está tan dañada que no puede alcanzar la salvación ni orientarse plenamente hacia Dios sin la gracia. En De gratia et libero arbitrio (Sobre la gracia y el libre albedrío, cap. 4), Agustín escribe: «Sin la gracia de Dios, el hombre no puede hacer nada bueno, porque la libertad de la voluntad, aunque permanece, está corrompida por el pecado.»

          En De civitate Dei (Libro XIV, cap. 15), profundiza en esta corrupción: «El hombre, por su propia elección, se privó a sí mismo y a su descendencia de aquella obediencia perfecta a Dios, y así la carne comenzó a luchar contra el espíritu.» La depravación total afecta todas las facultades humanas: el intelecto, la voluntad y los afectos. En Confesiones (Libro VIII, cap. 5), Agustín describe su propia lucha interna, mostrando cómo la voluntad dividida es una consecuencia de esta depravación: «Mi alma estaba dividida, y esta división me desgarraba. […] Quería y no quería al mismo tiempo; era yo mismo quien estaba en conflicto conmigo mismo.» Para Agustín, la solución a esta condición es la gracia divina, que restaura la capacidad del hombre para amar a Dios. En De natura et gratia (Sobre la naturaleza y la gracia, cap. 3), afirma: «La naturaleza humana, aunque viciada y corrompida, no pierde su capacidad de ser restaurada por la gracia de Dios.»

          Así pues, la antropología de Agustín consida tanto la dignidad del hombre como imagen de Dios (imago Dei) con su miseria tras la caída. En De Trinitate (Libro XIV, cap. 8), Agustín subraya esta dignidad: «El hombre fue creado a imagen de Dios, no según el cuerpo, sino según la mente, que es capaz de conocerlo y contemplarlo.» Sin embargo, el pecado original y la caída han corrompido esta imagen, resultando en una depravación total que solo la gracia divina puede sanar. La humanidad, según Agustín, está marcada por una tensión existencial: creada para la comunión con Dios, pero incapaz de alcanzarla por sí misma debido a su inclinación al pecado. La redención en Cristo, mediada por la gracia, es la única vía para restaurar esta relación.

Fundamento bíblico de la doctrina agustiniana del pecado original

          La doctrina agustiniana del pecado original, no solo responde (bien o mal, juzgue cada quien) a preguntas sobre la naturaleza humana y su inclinación al pecado, sino que también establece un marco teológico y filosófico para comprender la relación entre la humanidad, el pecado y la redención. A través de pasajes clave del Antiguo y Nuevo Testamento, Agustín construye una visión coherente de la culpa heredada, la corrupción ontológica y la esperanza de restauración mediante Cristo.

Génesis 3: La caída y sus consecuencias cósmicas

          El relato de la caída en Génesis 3 constituye el fundamento narrativo de la doctrina agustiniana del pecado original. En este pasaje, Adán y Eva, seducidos por la serpiente y movidos por el orgullo, desobedecen el mandato divino al consumir el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. Este acto de rebeldía no es un simple error, sino un evento de ruptura cósmica que altera la armonía original entre la humanidad, la creación y Dios. Las consecuencias, descritas en Génesis 3:16-19, incluyen la expulsión del Edén, el dolor en el parto, el trabajo arduo y la muerte, tanto física como espiritual.

          Agustín interpreta este relato no solo como un evento histórico, sino como el origen de una transformación ontológica en la naturaleza humana. Para él, la desobediencia de Adán y Eva introduce el pecado en el mundo, fracturando la justitia originalis —la justicia y comunión primigenias con Dios— y generando una inclinación innata al pecado, conocida como concupiscentia. Filósoficamente, Agustín ve en este acto la raíz de la alienación existencial de la humanidad, un alejamiento de su telos o propósito último, que es la unión con el Creador. Teológicamente, Génesis 3 establece la universalidad del pecado, ya que Adán, como cabeza de la humanidad, transmite la culpa y la corrupción a todas las generaciones. Esta interpretación subraya la necesidad de una intervención divina para restaurar lo que se perdió, preparando el escenario para la redención en Cristo.

Romanos 5:12-21: La universalidad del pecado y la redención en Cristo

          El pasaje de Romanos 5:12-21 es el eje exegético de la doctrina agustiniana, particularmente el versículo 12: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte se extendió a todos los hombres, porque todos pecaron.” Agustín interpreta este texto como evidencia de que todos los seres humanos pecaron “en Adán” (in Adam), implicando una solidaridad ontológica y moral entre la humanidad y su progenitor. Para él, este pasaje no solo confirma la universalidad del pecado, sino que también establece su transmisión generacional, afectando a cada persona desde su concepción.

          Filosóficamente, esta idea plantea una reflexión sobre la unidad del género humano y la interconexión de sus destinos. Agustín argumenta que la culpa de Adán no es meramente individual, sino colectiva, afectando la naturaleza misma de la humanidad. Esta perspectiva encuentra eco en Romanos 5:18-19, donde Pablo contrasta la desobediencia de Adán con la obediencia de Cristo: “Así pues, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, así también por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación que produce vida.” Aquí, Agustín ve a Cristo como el “segundo Adán”, cuya obra redentora contrarresta las consecuencias del pecado original. Teológicamente, este paralelismo subraya la centralidad de la gracia divina: mientras el pecado de Adán esclaviza, la redención de Cristo libera, ofreciendo una justicia sobrenatural que trasciende las capacidades humanas. Este pasaje, por tanto, no solo fundamenta la doctrina del pecado original, sino que también articula la esperanza cristológica de salvación.

Salmos 51:5: La corrupción desde la concepción

          El Salmo 51:5, donde David confiesa, “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre,” es otro pilar clave en la exégesis agustiniana. Agustín interpreta este versículo como una afirmación de la corrupción innata de la humanidad, presente desde el momento de la concepción. Para él, este texto no solo refleja la experiencia personal de David, sino que revela una verdad universal: todos los seres humanos nacen en un estado de pecado, marcados por la herencia de la caída.

          Teológicamente, este pasaje sustenta la defensa de Agustín del bautismo infantil, ya que incluso los recién nacidos, sin pecados personales, llevan la mancha del pecado original. Esta idea refuerza la noción de que la salvación depende exclusivamente de la gracia divina, no de los méritos humanos. Filosóficamente, el Salmo 51:5 invita a reflexionar sobre la condición existencial de la humanidad: ¿cómo puede un ser creado para la bondad nacer en un estado de alienación? Agustín responde que la concupiscentia, como deseo desordenado, distorsiona la libertad humana, inclinándola hacia el egoísmo y alejándola de Dios. Esta interpretación no solo subraya la profundidad de la caída, sino que también destaca la urgencia de la redención divina para restaurar la rectitud moral.

Efesios 2:3 y 1 Corintios 15:22

          Agustín complementa su doctrina con otros pasajes bíblicos que refuerzan la universalidad del pecado y la necesidad de la gracia. En Efesios 2:3, Pablo describe a los seres humanos como “hijos de ira por naturaleza,” una expresión que Agustín interpreta como evidencia de la corrupción inherente a la humanidad postlapsaria.[3] En la comprensión agustiniana, este texto enfatiza que la inclinación al pecado no es un accidente, sino una condición ontológica que requiere la intervención divina para ser transformada.

          Asimismo, 1 Corintios 15:22 afirma: “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados.” Este versículo refuerza el paralelismo entre Adán y Cristo, central en la teología agustiniana. Para Agustín, la muerte universal —tanto física como espiritual— es una consecuencia directa del pecado de Adán, mientras que la vida eterna se obtiene únicamente a través de la gracia de Cristo. Filósoficamente, este texto plantea una dialéctica entre la mortalidad y la redención, destacando la dependencia de la humanidad en un poder trascendente para superar su condición caída.

          La doctrina agustiniana plantea preguntas sobre la libertad, la responsabilidad y el destino humano. Si todos pecan “en Adán,” ¿cómo se reconcilia la culpa colectiva con la responsabilidad individual? Agustín responde que la libertad humana, aunque real, está herida por el pecado original, lo que la hace insuficiente para alcanzar la salvación sin la gracia. Esta tensión entre libertad y gracia no solo define su teología, sino que también anticipa debates filosóficos posteriores sobre la naturaleza humana y la moralidad.

La necesidad de la gracia divina en la teología agustiniana

          Un elemento central de la teología agustiniana es la absoluta dependencia de la humanidad en la gracia divina para superar su condición caída. Según Agustín, el pecado original corrompió profundamente la naturaleza humana, debilitando su capacidad para obrar justamente y alejándola de Dios. Esta fragilidad espiritual deja a la humanidad en un estado de impotencia moral, incapaz de restaurar por sí misma la comunión con su Creador. En este contexto, Agustín presenta a Jesucristo como el «segundo Adán», cuya obra redentora contrarresta las consecuencias del pecado original, reconciliando a la humanidad con Dios y otorgando la gracia necesaria para vencer la inclinación al pecado.

          Agustín desarrolla la idea del Segundo Adán a partir de la enseñanza paulina, especialmente en Romanos 5:12-21 y 1 Corintios 15:21-22, 45. En estos pasajes, Pablo contrasta a Adán, por quien «el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte» (Romanos 5:12), con Cristo, quien trae la justificación y la vida eterna. En 1 Corintios 15:45, Pablo escribe: «El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante.» Para Agustín, esta comparación es fundamental para entender la redención: así como Adán, como cabeza de la humanidad, transmitió el pecado y la muerte, Cristo, como Segundo Adán, restaura la humanidad mediante la gracia y la justicia.

          La doctrina del Segundo Adán en Agustín se articula en torno a tres ideas principales: la recapitulación de la humanidad en Cristo, la inversión de los efectos del pecado original, y la mediación de la gracia para la salvación. Estas ideas se desarrollan en el contexto de su antropología, que ve al hombre como profundamente herido por el pecado original y la caída, incapaz de salvarse sin la intervención divina.

  1. Recapitulación: Cristo como cabeza de la nueva humanidad Agustín ve a Cristo como el nuevo representante de la humanidad, que asume y restaura lo que Adán perdió. En De peccatorum meritis et remissione (Libro I, cap. 24), Agustín escribe:

«Por un solo hombre, Adán, todos fueron hechos pecadores; por un solo hombre, Cristo, todos son hechos justos, no porque todos nacieran de Cristo, como nacieron de Adán, sino porque todos son justificados por la fe en Él.»

Aquí, Agustín subraya que Cristo, como Segundo Adán, no solo contrarresta la culpa heredada de Adán, sino que establece una nueva humanidad unida a Él por la fe y la gracia. Esta idea de recapitulación implica que Cristo reúne en sí mismo a toda la humanidad, ofreciendo una nueva alianza con Dios. En De civitate Dei (Libro XXI, cap. 15), Agustín refuerza esta noción al contrastar las dos ciudades (la terrena y la celestial):

«El primer Adán, al pecar, nos llevó a la muerte; el Segundo Adán, Cristo, nos trajo a la vida, porque Él es el mediador entre Dios y los hombres.»

Cristo, como cabeza de la ciudad de Dios, restaura la comunión perdida con Dios, liderando a los fieles hacia la salvación.

  1. Inversión de los efectos del pecado original El pecado de Adán trajo la muerte espiritual y física, así como la depravación total de la naturaleza humana. Cristo, como Segundo Adán, invierte estos efectos al ofrecer la vida eterna y la restauración de la imago Dei (imagen de Dios) en el hombre. En Enchiridion (cap. 26), Agustín explica:

«El Hijo de Dios se hizo hombre para que los hombres, por la gracia, pudieran convertirse en hijos de Dios. Por Adán, todos fuimos condenados; por Cristo, todos somos justificados.»

Esta inversión se logra a través de la encarnación, muerte y resurrección de Cristo. La encarnación es especialmente significativa para Agustín, ya que Cristo, al asumir la naturaleza humana, la redime desde dentro. En De Trinitate (Libro XIII, cap. 17), Agustín escribe:

«El Verbo se hizo carne para que, por su humillación, pudiéramos ser elevados; por su muerte, pudiéramos ser liberados; y por su resurrección, pudiéramos ser renovados.»

La obediencia de Cristo en la cruz contrasta con la desobediencia de Adán en el Edén, restaurando la justicia perdida.

  1. Mediación de la gracia Para Agustín, la redención del Segundo Adán solo es posible mediante la gracia divina, ya que la humanidad, en su estado de depravación total, no puede salvarse por sus propios méritos. En Confesiones (Libro X, cap. 29), Agustín reflexiona sobre su dependencia de Cristo como mediador:

«Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé. […] Tú me llamaste, me gritaste, y rompiste mi sordera. […] Tú eras el que me buscaba.»

Este pasaje refleja la acción de la gracia de Cristo, que despierta al hombre del pecado y lo conduce hacia Dios. En De gratia et libero arbitrio (Sobre la gracia y el libre albedrío, cap. 17), Agustín enfatiza que la obra del Segundo Adán es inseparable de la gracia:

«Por la gracia de Cristo, el Segundo Adán, la voluntad humana, que fue esclavizada por el pecado, es liberada para querer el bien.»

La gracia de Cristo no solo perdona el pecado, sino que transforma la voluntad humana, permitiéndole amar a Dios y cumplir su voluntad.

          No podemos ignorar que la controversia con Pelagio marcó el pensamiento de Agustín de Hipona. Pelagio defendía que la libertad humana bastaba para elegir el bien y alcanzar la salvación sin intervención divina. Agustín, por el contrario, sostenía que el pecado original limita profundamente esa libertad, haciendo la gracia divina no un mero apoyo, sino la base indispensable para toda acción recta. Esta dialéctica entre gracia y libertad no solo definió la teología de Agustín, sino que sentó las bases de la doctrina cristiana occidental, destacando la misericordia divina como eje de la redención. No obstante, esta visión no fue unánime: los cristianos de los primeros siglos y el judaísmo pre-cristiano habrían cuestionado múltiples aspectos de la postura de Agustín, reflejando la diversidad y complejidad de las tradiciones religiosas de la época.

La concepción judía histórica sobre la caída, el pecado original y la naturaleza humana

          La antropología teológica del judaísmo antiguo, particularmente durante el período del Segundo Templo (516 a.C. – 70 d.C.), ofrece una perspectiva sobre la caída, el pecado y la naturaleza humana que contrasta marcadamente con la doctrina agustiniana del pecado original. Mientras que Agustín desarrolló una teología centrada en una corrupción heredada que afecta ontológicamente a toda la humanidad, el judaísmo del Segundo Templo y la tradición rabínica posterior enfatizaron la responsabilidad individual, la libre elección y la capacidad de rectificación a través de la obediencia a la Torá. El pecado, por lo tanto, era visto como un acto individual más que como una condición ontológica transmitida.[4]

La caída en el judaísmo antiguo

          El relato de la caída en Génesis 3 describe la desobediencia de Adán y Eva, que resulta en la introducción del sufrimiento, el trabajo arduo y la mortalidad (Génesis 3:16-19). Sin embargo, este texto no presenta explícitamente una culpa hereditaria ni una corrupción universal de la naturaleza humana, como lo haría más tarde Agustín. En el judaísmo del Segundo Templo, la interpretación de la caída varía, pero tiende a centrarse en las consecuencias prácticas y morales del pecado.

          En Eclesiástico (Ben Sira), se enfatiza la libertad humana y la responsabilidad individual. En Sirácida 15:11-12, se afirma: «No digas: ‘Es por el Señor que me he apartado’, porque lo que Él odia, no lo hará. No digas: ‘Él me ha hecho errar’, porque no tiene necesidad de hombres pecadores» (Biblia de Jerusalén, 2009). De manera similar, Sabiduría de Salomón (siglo I a.C.) atribuye la entrada de la muerte al «envidia del diablo» (Sabiduría 2:24), sin implicar una corrupción innata.

Filón de Alejandría, en De opificio mundi, interpreta la caída alegóricamente, viendo a Adán como el intelecto y a Eva como los sentidos (Filón, 2001, p. 165). Esta perspectiva refuerza la idea de que el pecado surge de decisiones individuales, no de una naturaleza caída.[5]

El Yetzer Hara y la tradición apocalíptica

          En textos apocalípticos como 4 Esdras, se introduce la noción del yetzer hara (inclinación al mal). En 4 Esdras 3:21-22, se dice: «Porque… Adán, cargado con un corazón malo, transgredió y fue vencido, como también lo fueron todos los que nacieron de él» (Charlesworth, 1983, p. 525). Sin embargo, este texto no equivale a la doctrina agustiniana, ya que mantiene la responsabilidad personal.[6]

          La tradición rabínica desarrolla el concepto de yetzer hara y yetzer hatov (inclinación al bien), afirmando que la Torá permite al hombre elegir el bien (Mishná, Avot 3:19; Talmud de Babilonia, Berajot 61b). Esto contrasta con la visión agustiniana de la depravación total, que requiere la gracia divina para cualquier acto bueno (De gratia et libero arbitrio, cap. 4).[7]

          El judaísmo enfatiza la justicia divina y la responsabilidad personal, como en Ezequiel 18:20: «El alma que peque, esa morirá. El hijo no llevará la culpa del padre, ni el padre llevará la culpa del hijo.» La redención se logra mediante el arrepentimiento y la obediencia a la Torá, no a través de un mediador como el Segundo Adán de Agustín.[8]

Contraste con la doctrina agustiniana

          Agustín, en De peccatorum meritis (Libro I, cap. 9), afirma: «Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres, en quien todos pecaron» (Agustín, 1997, p. 57). Esta visión de una humanidad ontológicamente corrompida es ajena al judaísmo, que prioriza la agencia humana y la rectificación a través de la Ley.

          La antropología judía del Segundo Templo y rabínica se centra en la libertad humana y la responsabilidad individual, en contraste con la doctrina agustiniana del pecado original. Mientras que el judaísmo ve la caída como un evento con consecuencias morales, Agustín la interpreta como una corrupción metafísica que requiere la gracia divina. Esta divergencia refleja visiones teológicas fundamentalmente distintas sobre la naturaleza humana y la redención.

          Así pues, los judíos del Segundo Templo habrían rechazado la idea de una culpa heredada universal, pues su teología enfatizaba la justicia divina y la agencia humana (Ezek 18:20). Para ellos, la redención dependía del arrepentimiento y la obediencia a la Torá.[9] El judaísmo antiguo no sostuvo una doctrina de pecado original como la de Agustín, sino que interpretó la caída como un evento con consecuencias morales, no metafísicas. La responsabilidad individual y la posibilidad de rectificación mediante la Ley fueron centrales en su visión teológica. La teología agustiniana sobre el pecado original resulta ajena al pensamiento judío de la época de Jesús o de épocas anteriores.

El pecado original en el cristianismo pre-agustiniano

          En los primeros siglos del cristianismo, los Padres de la Iglesia abordaron la cuestión del pecado y la naturaleza humana desde perspectivas diversas, influenciadas por las Escrituras, la filosofía grecorromana y los desafíos teológicos de su tiempo, como las herejías gnósticas y maniqueas. Sus ideas, sin embargo, no siempre coincidieron con las interpretaciones agustinianas.

Ireneo de Lyon (c. 130-202 d.C.)

          Ireneo, en su obra Adversus Haereses, desarrolló una teología de la recapitulación, donde Cristo, como segundo Adán, restaura lo que el primer Adán perdió por su desobediencia (Romanos 5:12-21). Para Ireneo, el pecado de Adán introdujo la muerte y una corrupción en la humanidad, pero no una culpa heredada en el sentido agustiniano. La humanidad, según Ireneo, conserva la capacidad de responder a la gracia divina, y el pecado de Adán se entiende más como un acto que debilitó la naturaleza humana que como una transmisión de culpa personal (Ireneo, 1885/2007). Esta visión enfatiza la libertad humana y la cooperación con la gracia, en contraste con la posterior idea agustiniana de una naturaleza totalmente depravada.

Tertuliano (c. 155-240 d.C.)

          Tertuliano, en De anima, introduce la idea de tradux peccati (transmisión del pecado), sugiriendo que el pecado de Adán se propaga a través de la generación humana. Aunque Tertuliano no desarrolla una doctrina sistemática del pecado original, su noción de que el alma humana, creada en cada individuo pero influenciada por la caída, lleva una inclinación al pecado, se acerca a las ideas posteriores de Agustín. Sin embargo, Tertuliano no llega a afirmar una depravación total, pues sostiene que la imagen de Dios en el hombre, aunque dañada, permanece intacta y capaz de buscar el bien (Tertuliano, 1950).

Orígenes (c. 184-253 d.C.)

          Orígenes, en sus escritos como De principiis, aborda el pecado desde una perspectiva influenciada por el platonismo. Para él, la caída de Adán simboliza una preexistencia de las almas que cayeron antes de la encarnación, y el pecado humano es más una consecuencia de elecciones individuales que una herencia directa de Adán. Orígenes no concibe una depravación total, sino que enfatiza la libertad del alma para ascender hacia Dios mediante la razón y la gracia (Orígenes, 2017). Esta perspectiva contrasta marcadamente con la visión agustiniana, que rechaza cualquier noción de preexistencia y subraya la corrupción universal de la naturaleza humana.

Aunque los Padres pre-agustinianos sentaron las bases para la reflexión sobre el pecado y la naturaleza humana, sus ideas carecían de la sistematización y el énfasis teológico que Agustín aportó. La doctrina del pecado original, con su noción de culpa heredada, y la depravación total, con su insistencia en la incapacidad total de la voluntad humana, son desarrollos teológicos que cristalizan en la obra de Agustín. Por tanto, tales doctrinas pueden considerarse «hijas de Agustín», ya que su formulación definitiva y su impacto en la teología occidental son el resultado de su pensamiento innovador y su confrontación con las controversias de su tiempo, particularmente el pelagianismo.

          Los Padres anteriores, como Ireneo, Tertuliano y Orígenes, ofrecen perspectivas más optimistas sobre la libertad humana y menos deterministas sobre la corrupción de la naturaleza humana. Las diferencias entre las perspectivas pre-agustinianas y agustinianas son evidentes:

  1. Naturaleza del pecado de Adán: Los Padres pre-agustinianos, como Ireneo y Tertuliano, veían el pecado de Adán como un acto que debilitó la naturaleza humana, introduciendo la muerte y una inclinación al pecado, pero no necesariamente una culpa personal heredada. Agustín, en cambio, enfatiza que todos los seres humanos son culpables del pecado de Adán, heredando no solo la corrupción sino también la responsabilidad moral.
  2. Capacidad humana y libertad: Mientras que Ireneo y Orígenes subrayan la libertad humana y la capacidad de cooperar con la gracia divina, Agustín argumenta que la voluntad humana está esclavizada al pecado, incapaz de elegir el bien sin la gracia. La noción de depravación total es, por tanto, una innovación agustiniana, ausente en los Padres anteriores.
  3. Transmisión del pecado: Tertuliano se aproxima a Agustín con su idea de tradux peccati, pero no desarrolla una teología sistemática de la transmisión biológica del pecado. Agustín, influenciado por su lucha contra el pelagianismo, formaliza la transmisión del pecado original a través de la concupiscencia, un concepto ausente o poco desarrollado en los Padres pre-agustinianos.
  4. Rol de la gracia: Para los Padres pre-agustinianos, la gracia divina coopera con la libertad humana. Agustín, sin embargo, enfatiza la soberanía de la gracia, que actúa de manera irresistible en los elegidos, una idea que refuerza la noción de depravación total.

BIBLIOGRAFÍA:

[1] Augustine of Hippo. (412). De peccatorum meritis et remissione. Patrologia Latina, Vol. 44.

[2] Augustine of Hippo. (408). De baptismo contra Donatistas. Patrologia Latina, Vol. 43.

[3] El término «postlapsario/a» proviene del latín post («después») y lapsus («caída»), y se refiere al estado de la humanidad después de la caída de Adán y Eva, según el relato bíblico de Génesis 3. En la teología agustiniana, este término describe la condición espiritual, moral y ontológica de la humanidad tras el pecado original, cuando la desobediencia de los primeros seres humanos fracturó la relación primigenia con Dios, introduciendo el pecado, la muerte y la corrupción en la naturaleza humana.

Específicamente, el estado «postlapsario» implica:

  • Una naturaleza corrompida: La humanidad pierde la justitia originalis (justicia original), la armonía y gracia con las que fue creada, quedando marcada por la concupiscentia (deseo desordenado) y una inclinación innata al pecado.
  • Una alienación espiritual: La ruptura con Dios genera una separación que incapacita a la humanidad para alcanzar la salvación por sus propios méritos.
  • Una condición universal: Todos los seres humanos, al nacer, heredan esta condición caída, lo que Agustín fundamenta en textos como Romanos 5:12 y Salmos 51:5.

Así pues, el término «postlapsario/a» describe el estado de la humanidad después del pecado original, caracterizado por la fragilidad moral, la corrupción ontológica y la necesidad absoluta de la gracia divina para la redención.

[4] Anderson, G. A. (2009). Sin: A History. Yale University Press.

[5] Philo of Alexandria. (1929). On the Creation (De Opificio Mundi) (F. H. Colson & G. H. Whitaker, Trans.). Harvard University Press, p. 152-156

[6] Stone, M. E. (2011). Ancient Judaism: New Visions and Views. Eerdmans.

[7] Stone, M. E. (2011). Ancient Judaism: New Visions and Views. Eerdmans.

[8] Agustín de Hipona (413–426/1958), De Civitate Dei (H. Bettenson, Trans.), Penguin, XIII, 14

[9] Sanders, E. P. (1981). Paul and Palestinian Judaism. Fortress Press.

Deja un comentario