Por Fernando E. Alvarado
“El don de profecía como tal ha cesado. Un maestro que expone correctamente las Escrituras, y particularmente un pastor o predicador que declara la Biblia, puede ser considerado un profeta en cuanto a que está anunciando el consejo de Dios. Con la terminación del canon del Nuevo Testamento, el concepto de profecía cambió de declarar nueva revelación a declarar la revelación completa que Dios ya ha dado.»
Ante todo, es necesario aclarar que un verdadero profeta es aquel que predica la Palabra e invita a su pueblo al arrepentimiento. No es un adivinador ni un mago; es un predicador de la verdad, pero no de nuevas verdades extrabíblicas. No es quien le añade a la Palabra o pretende agregar sus visiones al Canon Sagrado. Su función es comunicar el mensaje de Dios contenido en las Escrituras y solo en ellas. Los pentecostales de sana doctrina no tenemos otro concepto de profeta como muchos suponen.

Ahora bien, cuando un cesacionista declara “un maestro que expone correctamente las Escrituras, y particularmente un pastor o predicador que declara la Biblia, puede ser considerado un profeta” lo hace generalmente impulsado por su deseo de defender el principio de la Sola Scriptura y la suficiencia de esta. Y aunque dicha intención es loable, yerra al negar lo que la mismas Escrituras enseñan al respecto. Dicho de otra manera, los cesacionistas niegan la enseñanza de las Escrituras para defender las mismas Escrituras. Un poco contradictorio, ¿o no? ¿Ha sustituido la predicación desde el púlpito, o la enseñanza en la iglesia, al don de profecía?
Aclaremos este punto. Aunque hoy en día decir que un predicador que “denuncia el pecado” y “exhorta al pueblo al arrepentimiento” ejerce la función profética se ha vuelto muy común (y tienen cierto grado de razón), a la larga este no es más que un eslogan piadoso con una intención cesacionista oculta (un eslogan que muchos pentecostales han adoptado sin tan siquiera considerar sus implicaciones teológicas y doctrinales). Analicemos este asunto: Un predicador por lo general prepara, platica y expone un tema de la palabra de Dios. En cambio, un profeta habla directamente bajo la unción del Espíritu Santo.[1] Ambos tienen una función que cumplir en la edificación de la iglesia, pero no deben ser confundidos.
Hay otra diferencia entre predicación, enseñanza y profecía que debemos señalar. A pesar de la mucha estima en que tenemos el ministerio de la predicación y de la enseñanza, debemos reconocer que reducir la profecía a una «predicación inspirada» es errar el blanco. ¿Por qué? Porque en la predicación intervienen el intelecto, la capacitación, la habilidad, la experiencia, la preparación académica: todos estas cosas auxiliadas por la inspiración del Espíritu Santo (o por lo menos ese debería ser el caso). El sermón puede ser apuntado con anticipación, o improvisado en el acto, pero proviene del intelecto inspirado. La profecía, en cambio, significa que una persona entrega las palabras que el Señor le da directamente; proviene del espíritu, no del intelecto (2 Pedro 1:21).[2]
Un estudio del Nuevo Testamento nos revela que aunque la predicación y la enseñanza proveían a la iglesia primitiva de la orientación normativa doctrinal y ética, estas no eran consideradas equivalentes a la función carismática del profeta o sustituían el don de profecía. Tal como ocurre hoy en las iglesias sanas, los que enseñaban públicamente en las iglesias neotestamentarias no hablaban con una autoridad equivalente a la de la Escritura misma, pero sí con la autoridad que brindaba, en términos prácticos, la esencia de la enseñanza bíblica en lo doctrinal y en lo ético, y la aplicación práctica de la Escritura por la cual la iglesia se regía. Nadie caía en el error moderno de creer que, aquel dotado con el don de la predicación, sustituía al profeta o que su talento para la predicación equivaliese al don de la profecía (el error cesacionista). De igual forma, los profetas tampoco eran vistos como superiores en autoridad a los ancianos u obispos, o con derecho a gobernar la grey y colocarse por encima de las Escrituras (el error de las sectas y de algunas iglesias pentecostales y carismáticas con mal enseñadas).

Al igual que para nosotros hoy, para la iglesia neotestamentaria la autoridad final era la Escritura (el Antiguo Testamento y las enseñanzas inspiradas y escritos de los apóstoles), pero los maestros (más que los profetas, los evangelistas o los que tenían cualquier otro don) eran los que tenían la responsabilidad de mostrar en forma regular cómo debía interpretarse y aplicarse en cada congregación local la Escritura, la autoridad absoluta para la iglesia. Enseñar en la iglesia significaba ejercer, al menos de hecho, un liderazgo y una autoridad (con frecuencia reconocidos y respetados) que tenían una fuerte influencia sobre las convicciones doctrinales y éticas de la iglesia. Esto se evidencia por las palabras de Pablo:
“Pero es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para enseñar.” (1 Timoteo 3:2)
“Por esta causa te dejé en Creta, para que corrigieses lo deficiente, y establecieses ancianos en cada ciudad, así como yo te mandé; el que fuere irreprensible, marido de una sola mujer, y tenga hijos creyentes que no estén acusados de disolución ni de rebeldía. Porque es necesario que el obispo sea irreprensible, como administrador de Dios; no soberbio, no iracundo, no dado al vino, no pendenciero, no codicioso de ganancias deshonestas, sino hospedador, amante de lo bueno, sobrio, justo, santo, dueño de sí mismo, retenedor de la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen. Porque hay aún muchos contumaces, habladores de vanidades y engañadores, mayormente los de la circuncisión, a los cuales es preciso tapar la boca; que trastornan casas enteras, enseñando por ganancia deshonesta lo que no conviene. Uno de ellos, su propio profeta, dijo: Los cretenses, siempre mentirosos, malas bestias, glotones ociosos. Este testimonio es verdadero; por tanto, repréndelos duramente, para que sean sanos en la fe, no atendiendo a fábulas judaicas, ni a mandamientos de hombres que se apartan de la verdad.” (Tito 1:5-14)
El don de la enseñanza y la predicación era indispensable para ancianos y obispos (los cuales administraban o dirigían espiritualmente la congregación local), pero tal don no era visto como equivalente a la profecía. El rol de los ancianos y obispos era gobernar la iglesia con sabiduría, cuidar de la sana doctrina y presidir sobre el rebaño bajo la dirección del Espíritu Santo. La profecía (y aquellos que por lo tanto eran considerados profetas) no gozaban de tal autoridad en la iglesia neotestamentaria (lo cual difiere de muchas iglesias de hoy que han distorsionado el rol del profeta). Los que profetizaban no decían a la iglesia cómo interpretar y aplicar la Escritura a la vida. No proclamaban las normas doctrinales y éticas por las cuales se guiaría la iglesia, ni ejercían tampoco una autoridad gubernativa sobre la iglesia. ¡Muchos menos pretendían enseñar nuevas verdades contrarias a las Escrituras! (el Antiguo Testamento y lo que se iba recibiendo directamente de los apóstoles).
Los profetas en las iglesias neotestamentarias más bien comunicaban en sus propias palabras lo que, según su parecer, Dios había impreso con fuerza en sus mentes. Por eso la enseñanza basada en la palabra escrita de Dios tenía una autoridad mucho mayor que aquellas profecías esporádicas que su portador creía provenir de Dios. Las profecías se subordinaban a la enseñanza con autoridad bíblica, y para ser aceptadas por la iglesia habrían tenido que concordar con la enseñanza recibida de la iglesia. Esto resulta obvio en Tito 1:10-14, en donde se le orden a Tito corregir las falsas enseñanzas de un supuesto profeta. En 1 Tesalonicenses 5:20-21, Pablo mismo había ordenado a la iglesia: «No menospreciéis las profecías. Examinadlo todo. Retened lo bueno.»

La estrecha conexión entre «no menospreciéis las profecías» (versículo 20) y «examinadlo todo» (versículo 21) da a entender que las profecías eran parte de ese «todo» del versículo 21 que debía ser examinado. Por esta misma razón, en 1 Juan 4:1 nos dice también: «Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo». En cambio, no era verdad lo contrario: las enseñanzas predicadas con base en la Palabra escrita no necesitaban adecuarse a una colección o síntesis de “profecías” que hubieran sido pronunciadas en la iglesia por alguien que afirmase tener don profético. Las Escrituras eran la regla para medir cualquier profecía, estas estaban por encima de todo. Asimismo, los profetas estaban sujetos a los ancianos, obispos o pastores, no a la inversa como ocurre hoy en ciertos círculos neopentecostales o afiliados a Nueva Reforma Apostólica.
De la misma forma en que los cesacionistas necesitan reevaluar su postura escéptica sobre el don de la profecía; así también muchas iglesias pentecostales, carismáticas y neopentecostales que conceden un poder y relevancia desmedida al ministerio profético, deben reevaluar la suya a la luz de las Escrituras. Aunque muchos hoy tienden a suponer que los profetas del Nuevo Testamento sean semejantes a los del Antiguo Testamento, éste no es el caso al revisar el Nuevo Testamento mismo. No evidencia alguna de profetas en las iglesias del Nuevo Testamento que pudieran hablar con absoluta autoridad divina, o que sus palabras y profecías no pudieran ser cuestionadas. A diferencia de los Once originales y de Pablo, sus palabras no merecían la inclusión en el Nuevo Testamento pues no se consideraban infalibles. Esto se deduce, por ejemplo, de las palabras de Pablo en 1 Corintios 14:29, donde se nos advierte que las profecías deben ser examinadas. Pablo dice:
«En cuanto a los profetas, que hablen dos o tres, y que los demás examinen con cuidado lo dicho. Si alguien que está sentado recibe una revelación, el que esté hablando ceda la palabra.» (1 Corintios 14:29; NVI).
Así pues, mientras un profeta hablaba, era responsabilidad de cada miembro de la congregación escucharlo atentamente, evaluando la supuesta profecía a la luz de las Escrituras y la enseñanza que habían recibido de los apóstoles. Cada miembro podía sopesar y evaluar lo que un profeta decía. Esto carecería de sentido si Pablo hubiese creído que la profecía actual es de carácter infalible ¡No habría nada que juzgar, simplemente obedecer! Muchas iglesias que creen en el don de profecía en nuestra época harían bien en tener en cuenta las palabras de Pablo.

La predicación y la enseñanza, por otro lado, al tener por fundamento la explicación y aplicación de la Escritura o de la doctrina recibida de los apóstoles; tenía mucha más autoridad en el gobierno congregacional. Esto es evidente si leemos la clara exhortación del autor de la carta a los Hebreos:
“Acordaos de vuestros pastores, QUE OS HABLARON LA PALABRA DE DIOS; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe.” (Hebreos 13:7)
“OBEDECED A VUESTROS PASTORES, Y SUJETAOS A ELLOS; porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta; para que lo hagan con alegría, y no quejándose, porque esto no os es provechoso.” (Hebreos 13:17)
¿Por qué el ministerio pastoral de la enseñanza y la predicación parece tener más autoridad que el ministerio profético en el Nuevo Testamento? Porque la predicación y la enseñanza se fundamenta en las Escrituras, las cuales constituyen “la palabra profética más segura, a la cual [haremos] bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones.” (2 Pedro 1:17-21). Aunque el don profético sigue vigente en la actualidad, este jamás será idéntico al oficio de profeta del Antiguo Testamento. Ellos fueron los voceros inspirados de Viejo Pacto; los apóstoles lo fueron del Nuevo. Y una vez dada la Palabra infalible por aquellos a quienes se autorizó y preservó de error por la voluntad divina, nadie debe siquiera pretender hablar con autoridad total e infalible sobre la iglesia (lo cual choca incluso no solo con los “profetas modernos” que quieren dominar la iglesia, sino también con el dogma católico de la infalibilidad papal). Ninguna autoridad humana o “palabra profética” hoy está por encima de las Escrituras. Aquellos que poseen un don profético tampoco han sido puestos para gobernar la grey por el simple hecho de poseerlo.
¿Pero acaso no coloca 1 Corintios 12:28 a los profetas sólo por debajo de los apóstoles? Podría presentarse la objeción en este punto de que en 1 Corintios 12:28 indica que los profetas tenían mayor autoridad que los maestros en la iglesia según el orden en que aparecen los dones: «primeramente apóstoles, luego profetas, tercero maestros». Efesios 4:11 suele usarse también para tal fin. Sin embargo, la lista en 1 Corintios 12:28 no está ordenada de acuerdo con la autoridad; notemos más adelante en la lista que «los que administran» aparecen en penúltimo lugar, precedidos por «los que ayudan». Así pues, es evidente que el ordenamiento en este pasaje no obedece a una escala de autoridad. Más bien, Pablo procede a aclarar el significado de «primeramente”, “luego”, “tercero”, “luego” y “después” en los versículos siguientes. Al final de la lista, él exhorta a los corintios a “desear ardientemente los mejores dones» (1 Corintios 12:31, LBLA). Luego de explicar la crucial importancia del amor en el capítulo 13, vuelve a la idea de «los mayores» dones en 1 Corintios 14:1-5, demostrando que la profecía es «mayor» (meizon en griego, la misma palabra usada en 1 Corintios 12:31) que el hablar en lenguas sin interpretación (1 Corintios 14:5) porque en la profecía la iglesia se «edifica». Por lo visto, en este contexto lo “mayor» se entiende con el significado de que «contribuye más a la edificación de la iglesia», y la lista en 1 Corintios 12:28 debe considerarse como enumeración de acuerdo con el valor relativo a la edificación de la iglesia (por lo menos en los cuatro primeros tipos de personas mencionadas). Esta interpretación es coherente con la inquietud de Pablo expresada en 1 Corintios 12 al 14: «Hágase todo para edificación» (1 Corintios 14:26).

Los profetas podían traer palabras para exhortar, edificar y consolar, pero el Nuevo Testamento en sí no brinda evidencia alguna de que ellos cumplieran funciones de gobierno en la iglesia. Se registra en Hechos 15:32 que después que Judas y Silas, junto con Pablo y Bernabé, llegaron a Antioquía tras el Concilio de Jerusalén, y entregaron la decisión de este a la iglesia en Antioquía, «Judas y Silas, como ellos también eran profetas, consolaron y confirmaron a los hermanos con abundancia de palabras» (Hechos 15:32). No obstante, este pasaje es otra prueba en contra de un liderazgo carismático a cargo de los profetas, pues la función gubernativa de Judas y Silas se limitaba a comunicar a los de Antioquía la decisión adoptada por los apóstoles y los ancianos, y no por los profetas, de Jerusalén. Y esa decisión normativa de los apóstoles y los ancianos había sido forjada en manera indudablemente poco «carismática». Nótese el uso de la expresión «después de mucha discusión», en Hechos 15:7, lo cual nos permite deducir que lo que determinó la decisión no fue un “don profético” sino el estudio y análisis de la Palabra y por los apóstoles.
Judas y Silas no actuaron en calidad de profetas, sino como «varones principales» entre los hermanos de Jerusalén (Hechos 15:22). De hecho, los profetas de Antioquía mencionados en Hechos 13:1, habían demostrado su incapacidad en cuanto a imponer una solución normativa de carácter «carismático» para la comunidad del lugar. Lucas, autor del libro de los Hechos, mencionar claramente las funciones, no de gobernar, sino de exhortar y fortalecer, de los profetas Judas y Silas. En ningún lugar del Nuevo Testamento se aplica término alguno referente a las funciones de mando, liderazgo o gobierno a una persona por el mero hecho de tener el don profético. A los profetas les corresponde profetizar, pero a los que administran (ancianos, pastores u obispos) les corresponde juzgar la profecía.
La evidencia que proporciona repetidamente el Nuevo Testamento es que existían cargos tales como ancianos y algunas veces diáconos desde el más remoto período del establecimiento de las iglesias neotestamentarias. También da indicios de que estaba ampliamente difundido el concepto de que había ancianos, no profetas, en el ejercicio de las funciones de autoridad en todas las iglesias locales de las cuales tenemos datos. Por el contrario, no poseemos ninguna evidencia convincente de que los profetas neotestamentarios, en su carácter de profetas, hayan gobernado a las primeras iglesias mediante un «mandato carismático» como ocurre en algunas iglesias hoy, utilizando como medio declaraciones proféticas en cuanto a la dirección de la iglesia.
En cambio, y de acuerdo con el Nuevo Testamento, el gobierno eclesiástico debe ser ejercido por el juicio maduro de los encargados de la iglesia elegidos adecuadamente; generalmente tomando en consideración la sabiduría colectiva de la iglesia entera, y con el consentimiento y el apoyo de ella. Algunos líderes podrán poseer también el don de profecía, y otros dones más, pero el don de profecía por sí mismo no habilita a uno más que otros para dirigir la iglesia; esa idoneidad la confieren los dones y características que son apropiadas para el culto en la iglesia, así como se han delineado en pasajes tales como 1 Timoteo 3:1-13 y Tito 1:5-9.
En conclusión. El don de profecía y el oficio profético en el Nuevo Testamento es muy diferente al del Antiguo. Confundirlos o mezclarlos es un grave error que acarreará nefastas herejías sobre la iglesia. Los que poseen el don de profecía no deberían jamás creerse autorizados a dirigir en la iglesia. Ese no es su rol. Ancianos, obispos o pastores han sido designados para ello. Y aunque a veces un anciano, pastor u obispo puede ser investido con algún don profético, no todo aquel que es profeta o ejerce dicho don es pastor u obispo. El ejercicio de estos dones administrativos es, en cierta medida, excluyente. Por el contrario, a todos los creyentes se les permite profetizar en la iglesia si Dios los impulsa a ello (1 Corintios 14:31). Si se diera la oportunidad para tal actividad profética, la consecuencia sería que nuestros cultos incluirían una participación mucho más amplia tanto de mujeres como de hombres, «para que todos aprendan, y todos sean exhortados» (1Corintios 14:31). El resultado general será muy posiblemente un gran aumento en la percepción de la presencia viva del Señor en medio de su pueblo, un profundo entusiasmo nuevo al tomar conciencia cada uno de los presentes, adorando «a Dios, declarando que verdaderamente Dios está entre vosotros» (1Corintios 14:25).
En una iglesia verdaderamente bíblica, ni la incredulidad cesacionista (con su negación del don de profecía, lenguas, interpretación de lenguas, etc.) ni los excesos, falsa profecía y abuso de autoridad (bajo pretexto de ser “profetas del Señor” o “hablar en nombre de Dios”) tienen lugar. Los profetas y la profecía estarán presentes, tal como lo estuvieron en la iglesia neotestamentaria, pues somos un cuerpo en Cristo con aquellos que conformaron la iglesia primitiva. Creemos en la sucesión eclesiástica. Somos la continuidad orgánica del Cuerpo de Cristo que nació en Pentecostés. El mismo Espíritu Santo que vino para morar en aquellos creyentes (la Iglesia) y darles poder permanece para morar en nosotros (la misma Iglesia) y darnos poder ahora. La ausencia de profecía, lenguas, interpretación de lenguas, o cualquier otro don carismático en nuestras congregaciones, no es señal o evidencia de una iglesia sana, bíblica u ordenada, sino todo lo contrario. El mismo Espíritu de orden es el mismo Espíritu del fervor y del poder carismático. Si esto falta, quizá sea necesario reevaluar la salud doctrinal y espiritual de nuestra congregación.

REFERENCIAS:
[1] Michael Harper, Prophecy: A Gift for the Body of Christ (Logos, 1964), p. 8.
[2] Bennett y Bennett, The Holy Spirit and You, pp. 108-109.