Por Fernando E. Alvarado
Muy a menudo los cesacionistas argumentan que:
«𝙴𝚕 𝚌𝚘𝚗𝚝𝚒𝚗𝚞𝚒𝚜𝚖𝚘 𝚟𝚒𝚘𝚕𝚊 𝚎𝚕 𝚙𝚛𝚒𝚗𝚌𝚒𝚙𝚒𝚘 𝚍𝚎 𝚕𝚊 𝚂𝚘𝚕𝚊 𝚂𝚌𝚛𝚒𝚙𝚝𝚞𝚛𝚊, 𝚢𝚊 𝚚𝚞𝚎 𝚜𝚒 𝚕𝚘𝚜 𝚍𝚘𝚗𝚎𝚜 𝚌𝚘𝚗𝚝𝚒𝚗𝚞́𝚊𝚗 𝚟𝚒𝚐𝚎𝚗𝚝𝚎𝚜, 𝚝𝚊𝚖𝚋𝚒𝚎́𝚗 𝚕𝚘 𝚎𝚜𝚝𝚊́ 𝚎𝚕 𝚍𝚘𝚗 𝚍𝚎 𝚙𝚛𝚘𝚏𝚎𝚌𝚒𝚊. 𝚈 𝚜𝚒 𝙳𝚒𝚘𝚜 𝚜𝚒𝚐𝚞𝚎 𝚍𝚊𝚗𝚍𝚘 𝚙𝚛𝚘𝚏𝚎𝚌𝚒𝚊 𝚑𝚘𝚢, 𝚎𝚜𝚘 𝚜𝚒𝚐𝚗𝚒𝚏𝚒𝚌𝚊 𝚚𝚞𝚎 𝚎𝚕 𝚌𝚊𝚗𝚘𝚗 𝚋𝚒𝚋𝚕𝚒𝚌𝚘 𝚗𝚘 𝚎𝚜𝚝𝚊́ 𝚌𝚎𝚛𝚛𝚊𝚍𝚘, 𝚕𝚘 𝚌𝚞𝚊𝚕 𝚊𝚋𝚛𝚒𝚛𝚒𝚊 𝚕𝚊 𝚙𝚞𝚎𝚛𝚝𝚊 𝚊 𝚗𝚞𝚎𝚟𝚊𝚜 𝚛𝚎𝚟𝚎𝚕𝚊𝚌𝚒𝚘𝚗𝚎𝚜 𝚢 𝚍𝚘𝚌𝚝𝚛𝚒𝚗𝚊𝚜. 𝙿𝚊𝚛𝚊 𝚜𝚊𝚕𝚟𝚊𝚐𝚞𝚊𝚛𝚍𝚊𝚛 𝚕𝚊 𝚍𝚘𝚌𝚝𝚛𝚒𝚗𝚊 𝚙𝚞𝚛𝚊 𝚎𝚜 𝚗𝚎𝚌𝚎𝚜𝚊𝚛𝚒𝚘 𝚛𝚎𝚌𝚑𝚊𝚣𝚊𝚛 𝚎𝚕 𝚌𝚘𝚗𝚝𝚒𝚗𝚞𝚒𝚜𝚖𝚘 »
Pero, ¿Es realmente así?

Tal afirmación solo muestra ignorancia acerca de la forma en la cual los pentecostales y carismáticos ejercitamos el don de profecía o la que la Biblia afirma sobre la profecía congregacional. Los pentecostales afirmamos que la terminación de la Biblia afecta la naturaleza del don de profecía. Creemos que la Biblia contiene toda la revelación que necesitamos para la vida y la piedad (2 Pedro 1:3) pero que, al mismo tiempo, esto no quiere decir que Dios nunca daría a una persona un mensaje que entregar a otra persona para edificación y orientación personal en alguna situación específica. Dios puede, y de hecho usa a personas de cualquier manera que le plazca porque Él sigue interesado en el bienestar de sus hijos y no ha perdido ni su deseo ni su poder para comunicarse con nosotros ¡Pero nunca le revelará a nadie nuevas verdades doctrinales ajenas a las Escrituras ni pretenderá que sus revelaciones tienen igual o mayor peso que la Biblia!
Cuando una persona afirma estar hablando de parte de Dios (la esencia de la profecía), la clave es comparar lo que él o ella dicen con lo que dice la Biblia. Si Dios hablara en la actualidad a través de una persona, el mensaje concordaría completamente con lo que Dios ya ha dicho en la Biblia. Dios no se contradice. 1 Juan 4:1 nos dice: «Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo.» 1 Tesalonicenses 5:20-21 declara: «No menospreciéis las profecías. Examinadlo todo. Retened lo bueno.» Entonces, ya sea una «palabra del Señor» o una supuesta profecía, nuestra respuesta debe ser la misma. Compare lo dicho con lo que dice la Palabra de Dios. Si contradice la Biblia, deséchela. Si concuerda con la Biblia, pida sabiduría y discernimiento para saber cómo aplicar el mensaje (2 Timoteo 3:16-17; Santiago 1:5).q
Los cristianos (y particularmente nosotros, los pentecostales y carismáticos) debemos ser muy cautelosos con aquellos que afirman tener un «nuevo» mensaje de parte de Dios. Sin duda creemos en la vigencia actual de todos los dones, incluso el de profecía. Pero esto no significa que seamos incautos. Lejos de afirmar que el don profético ha cesado, o deba cesar porque ya tenemos las Escrituras, Pablo escribe a los Tesalonicenses: «No apaguéis al Espíritu. No menospreciéis las profecías. Examinadlo todo; retened lo bueno. Absteneos de toda especie de mal» (1 Tesalonicenses 5:19-22). La estrecha conexión entre «no menospreciéis las profecías» (versículo 20) y «examinadlo todo» (versículo 21) da a entender que las profecías se encuentran naturalmente incluidas en la expresión «todo» del versículo 21. Las profecías (en especial) deben ser «examinadas» y de ese análisis procederán algunas cosas que sean «buenas”, pero no todo lo que se nos diga, aún presentándosenos como una expresión profética, necesariamente lo será.

Particularmente, debemos cuidarnos de aquellos que se presentan a sí mismos como autoridad por encima de la Palabra escrita (la Biblia) o pretendiendo traer una “revelación nueva” o “palabra fresca” para nuestra vida que debe ser considerada autoritativa. Una cosa es decir, «anoche tuve un sueño interesante «, y otra cosa muy diferente es decir «anoche Dios me dio un sueño y debes obedecerlo». Ninguna declaración del hombre debe ser considerada igual o superior a la Palabra escrita de Dios. Ser pentecostales y creer en la vigencia de los dones espirituales no implica el abandono del principio de la Sola Scriptura. ¡Es más bien por nuestra creencia en la continuidad de los dones (incluso la profecía) que debemos aferrarnos a la Palabra que Dios ya ha dado en las Escrituras! Ella es la norma infalible de fe y conducta a través de la cual mediremos todo lo demás.
Debemos ser cautelosos con todo aquel que hoy en día se nos quiera presentar como profeta. Si bien este don sigue vigente, no debería considerarse igual al oficio de profeta cual se nos presenta en el Antiguo Testamento. Se enfatiza frecuentemente en el Antiguo Testamento el hecho de que los profetas hablaban las palabras mismas que Dios les había encomendado entregar (Éxodo 4:12; 24:3; Deuteronomio 18:18; 18:21-22; Jeremías 1:9; 22:38; 23:5,16; Ezequiel 2:7; 3:17). No es sorprendente, pues, que encontremos que los profetas del Antiguo Testamento hablan muy frecuentemente de parte de Dios en la primera persona gramatical, y dicen cosas como: «Haré esto» o «He hecho aquello» al hablar de parte del Señor, y muy evidentemente no por sí mismos (2 Samuel 7:4-16; 1 Reyes 20:13,42; 2 Reyes 17:13; 19:25-28,34; 21:12-15;22:16-20;2 Crónicas 12:5 y cientos de veces en los profetas más tardíos). La completa identificación de las palabras de los profetas con las palabras del Señor, se ve cuando un profeta dice cosas como «para que conozcas que yo soy Jehová» (1 Reyes 20:13) o «Yo soy Jehová, y ninguno más hay; no hay Dios fuera de mí» (Isaías 45:5). ¡Ellos actuaron como la voz de Dios para su generación!
Por eso, las palabras de un verdadero profeta estaban más allá de todo desafío o interrogante. La profecía del Antiguo Testamento, pronunciada por un verdadero profeta de Dios, era de carácter infalible e incuestionable, pues el profeta era un mensajero de tipo especial, es decir, un «mensajero del pacto», enviado a recordar a Israel los términos del pacto con el Señor, llamando a los desobedientes al arrepentimiento y advirtiéndoles que las sanciones de la desobediencia pronto serán aplicadas (Jeremías 7:25;2 Crónicas 24:19; Nehemías 9:26, 30; Malaquías 4:4-6). No creer o no obedecer cualquier cosa que un profeta decía en nombre de Dios, no era cuestión insignificante; era no creer y no obedecer a Dios. De esto se deriva una consecuencia práctica para nosotros hoy: Debemos confiar plenamente en las palabras de las escrituras del Antiguo Testamento y (toda vez que sus ordenanzas sean aplicables a nosotros hoy) debemos obedecer sus mandamientos completamente, pues son mandamientos de Dios.

Este mismo principio se aplica también a los escritos de los apóstoles. A los discípulos (que serían «apóstoles» después de Pentecostés) Jesús les dijo: «Como me envió el Padre, así también yo os envío» (Juan 20:21). De modo similar dijo a sus once discípulos: «Id, y haced discípulos a todas las naciones» (Mateo28:19). En el camino a Damasco también dijo Cristo a Pablo: «Yo te enviaré lejos a los gentiles» (Hechos 22:21; 26:17; 1 Corintios 1:17; Gálatas 2:7-8). Tal insistencia sobre el origen divino de su mensaje está claramente dentro de la tradición de los profetas del Antiguo Testamento (Deuteronomio 18:20; Jeremías 23:16; Ezequiel 13:1;1 Reyes 22:14, 28). Así pues, el llamado y función de Pablo y los Once fue único e irrepetible en la historia de la iglesia. De hecho, así como los profetas del Antiguo Testamento eran mensajeros de un pacto, así también en 2 Corintios 3:6 Pablo se autodenomina ministro de un Nuevo Pacto, además de referirse repetidas veces al hecho de que Cristo le había confiado una comisión específica como apóstol (nótese 1 Corintios 9:17;2 Corintios 1:1;5:20; Gálatas 1:1; Efesios 1:1; Colosenses 1:1, 25; 1 Timoteo 1:1, etc.). De este modo, los apóstoles (quienes también fueron “profetas del nuevo pacto”), fueron constituidos por el Señor para poner el fundamento de la iglesia (1 Corintios 3:9-11; Efesios 2:19-21). Fuera de ellos, notamos un cambio de patrón en cuanto al ejercicio del don profético: Nadie después de los apóstoles tendría autoridad para establecer doctrina o pronunciar palabras proféticas de carácter infalible.
Aunque muchos hoy tienden a suponer que los profetas del Nuevo Testamento sean semejantes a los del Antiguo Testamento, éste no parece ser el caso al revisar el Nuevo Testamento mismo. No hay casi nada de evidencia de un grupo de profetas en las iglesias del Nuevo Testamento que pudieran hablar con las palabras mismas de Dios (con «absoluta autoridad divina» que no pudiera ser cuestionada) y que tuvieran la autoridad para escribir libros de Escritura para inclusión en el Nuevo Testamento fuera de los apóstoles. Este se deduce, por ejemplo, de las palabras de Pablo en 1 Corintios 14:29, donde se nos advierte que las profecías deben ser examinadas. Pablo dice:
«En cuanto a los profetas, que hablen dos o tres, y que los demás examinen con cuidado lo dicho. Si alguien que está sentado recibe una revelación, el que esté hablando ceda la palabra.» (1 Corintios 14:29; NVI).
Mientras un profeta hablaba, cada miembro de la congregación escuchaba atentamente, evaluando la profecía a la luz de las Escrituras y la enseñanza que cada uno conocía como la verdad. Cada miembro podía sopesar y evaluar, aunque fuera en silencio, lo que se decía. Esto carecería de sentido si Pablo hubiese creído que la profecía actual es de carácter infalible ¡No habría nada que juzgar, simplemente obedecer!

Cuando en 1 Corintios 14:30 Pablo da por sentado que el don de profecía depende de una revelación, no se nos presenta como una forma de revelación con autoridad como para poner en peligro el canon como palabra final. Más adelante, en 1 Corintios 14:37-38, Pablo escribe:
«Si alguno piensa que es profeta o espiritual, reconozca que lo que os escribo es mandamiento del Señor. Pero si alguno no reconoce esto, él no es reconocido» (1 Corintios 14:37-38, LBLA).
Pablo afirma aquí que las palabras dichas por los apóstoles están por encima de toda otra revelación y que, quien las desobedezca, estará desobedeciendo un «mandamiento del Señor» y será castigado, no por Pablo, sino por Dios mismo. Este carácter de mandato del Señor no se les atribuye a las palabras de otros. Por ejemplo, en Hechos 21:4 leemos:
“Y hallados los discípulos, nos quedamos allí siete días; y ellos decían a Pablo por el Espíritu, que no subiese a Jerusalén.”
Nótese que Pablo se encuentra cerca del fin de su tercer viaje misionero, y se va acercando a Jerusalén. Su barco atraca en la ciudad portuaria de Tiro. Pablo y sus compañeros tenían que esperar allí varios días hasta que el barco descargaba su mercadería, así que buscaron a los cristianos del lugar. Y aunque este versículo no menciona en forma directa la profecía, el paralelo con Hechos 11:28, donde el acto humano de hablar «por el Espíritu» se atribuye explícitamente al profeta Agabo, sugiere que estos discípulos de hecho profetizaban. Este texto, pues, es muy importante para entender la naturaleza de la autoridad profética en las congregaciones neotestamentarias normales. El hecho de que Pablo sencillamente desobedeció sus palabras nos trasmite la idea de que, según el concepto de Pablo, tales expresiones proféticas no poseían la absoluta autoridad divina en sus palabras exactas: los profetas de Tiro no estaban reproduciendo «palabras del Señor» en el mismo sentido que un profeta del Antiguo Testamento o un apóstol del Nuevo Pacto. Sus palabras eran más bien una respuesta humana poco fiable a lo revelado por el Espíritu Santo.
Aparentemente, Pablo entendía que es posible que se dé una «revelación» del Espíritu Santo a una persona, o personas, y que a la vez puede haber una reacción hablada a esa revelación que es de «validez discutible» o «dudosa confiabilidad». Esto se deduce también del caso de Agabo y su profecía mencionada en Hechos 21:10-11.
“Y permaneciendo nosotros allí algunos días, descendió de Judea un profeta llamado Agabo, quien viniendo a vernos, tomó el cinto de Pablo, y atándose los pies y las manos, dijo: Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén al varón de quien es este cinto, y le entregarán en manos de los gentiles.”

Si lo analizamos con detenimiento notaremos que, de acuerdo con lo establecido por el Antiguo Testamento, Agabo hubiera sido condenado como profeta falso, porque ninguna de sus profecías se cumplen en Hechos 21:27-35. Primeramente, Agabo predijo que «los judíos en Jerusalén» atarían a Pablo (Hechos 21:11). Sin embargo, cuando Pablo es efectivamente tomado preso en Jerusalén más adelante en el mismo capítulo, Lucas nos dice dos veces que no fueron los judíos, sino los romanos los que ataron a Pablo (Hechos 21:33; 22:29). El segundo «error» en la profecía de Agabo tiene que ver con el segundo detalle que predijo: el hecho de que los judíos «entregarían» a Pablo a los gentiles. En cambio, en el relato de Lucas que sigue a la profecía de Agabo, él muestra que los judíos no «entregan» a Pablo en manos de los gentiles. En lugar de «entregar» a Pablo intencionalmente en manos de los gentiles (como lo habían hecho con Jesús por ejemplo), los Judíos trataron de matarlo ellos mismos (Hechos 21:31). Debió ser rescatado de los judíos por la fuerza por el tribuno y sus soldados (Hechos 21:32-33) y aun así «era llevado en peso por los soldados a causa de la violencia de la multitud» (Hechos 21:35).
¿Era Agabo un falso profeta? No, pues Lucas mismo le reconoce como tal en sus escritos. Por lo tanto, la mejor solución es aparentemente considerar que Agabo tuvo una «revelación» del Espíritu Santo acerca de lo que le sucedería a Pablo en Jerusalén, y comunicó una profecía que incluía su propia interpretación de esta revelación (y algunos errores, como consecuencia, en la precisión de los detalles). Luego Lucas registró la profecía de Agabo exactamente y registró los sucesos posteriores exactamente, incluyendo aun aquellos aspectos de los acontecimientos que evidenciaban que Agabo estaba ligeramente equivocado en algunos puntos. El carácter de inspiración plena e infalible no está presente en la profecía congregacional normal y Pablo mismo lo demuestra ignorando prácticamente el consejo de Agabo.
No necesitamos caer en el error cesacionista negando la vigencia de los dones espírituales en nuestra época o, peor aún, atribuyendo a la influencia satánica toda manifestación profética en nuestros días, para defender el principio de la Sola Scriptura. Simplemente necesitamos entender el carácter falible que la misma Escritura le atribuye a toda profecía o revelación que no provenga de los apóstoles originales que sentaron las bases de nuestra fe. El hecho de que Pablo haya creído necesario advertir a la iglesia — una iglesia que tenía en alta estima la palabra de Dios (1 Tesalonicenses 2:13) — de no «menospreciar» las profecías, es un indicio de que la profecía seguiría vigente, pero también es un indicio de que los Tesalonicenses mismos estaban lejos de considerar las profecías como las palabras del Señor con una autoridad indiscutible; presentándonos así dos tipos distintos de profecía en el Nuevo Testamento:
(1) Por un lado, se encuentra la profecía «apostólica», imbuida de la absoluta autoridad divina en cada palabra empleada. Cualquier caso en que la profecía se ve acompañada de esta clase de absoluta autoridad divina parece, como regla general, estar vinculada a los apóstoles, tal como en Mateo 10:19-20 (y pasajes paralelos), Efesios 2:20 y 3:5, y Apocalipsis.
(2) Por otro lado, aparece la «profecía congregacional corriente», para la cual no se indica autoridad divina con carácter absoluto. Esto es así porque (a pesar de lo que muchos autoproclamados profetas modernos que pretenden usurpar la autoridad sobre la iglesia quisieran que creyéramos) toda profecía actual puede ser considerada «impura», ya que nuestros propios pensamientos o ideas pueden mezclarse con el mensaje que recibimos, ya sea que recibamos directamente las palabras o solamente un indicio del mensaje.
La profecía en nuestros días, si bien puede ser de mucha ayuda y abrumadoramente específica en algunas ocasiones, no está sin embargo en la misma categoría que la revelación que nos fue dada en las Sagradas Escrituras. Una persona puede oír la voz del Señor y sentirse impulsada a hablar, pero no hay garantía alguna de que esté libre de contaminación impuesta por el espíritu o la mente humana. Estarán en combinación carne y espíritu. Es un hecho que puede haber una amplia gama en el grado de inspiración, del muy alto al muy bajo, pero jamás deberíamos ignorar el importante papel del espíritu humano en la transmisión de todo mensaje. Esto mismo ocurre con todo predicador que comparte su mensaje. No todo lo que diga, aún cuando afirme basarse en las Escrituras, puede considerarse Palabra de Dios. Algunas serán sus propias interpretaciones personales. Con todo, nadie rechazaría un sermón o acusaría a su pastor de falso maestro por no ser infalible al comunicar la Palabra de Dios. Es por ello (la influencia del factor humano) que se nos manda examinarlo todo (incluso la profecía) y retener solo lo bueno.
Esta es la manera en la cual los pentecostales y carismáticos consideramos el uso del don profético en nuestros días. Siempre subordinado a la Biblia y jamás violentado el principio de la Sola Scriptura. Este fue el mismo principio usado por la iglesia neotestamentaria para que, al mismo tiempo que creían en la vigencia de los dones y la profecía, se mantuviesen fieles al principio de considerar la Escritura cómo única norma infalible de fe y conducta.
