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La fe salvadora: un don otorgado por Dios y un acto de la voluntad liberada del hombre

Por Fernando E. Alvarado

En cierta ocasión, una de mis alumnas que había sido criada en una iglesia reformada me preguntó sinceramente: “Profe, ¿usted es arminiano?” a lo que respondí con un fuerte “´sí, lo soy”. Ella continuó: “En mi iglesia me han dicho que ustedes los arminianos creen que pueden salvarse a sí mismo ¿Es verdad que ustedes los arminianos creen que la salvación es por obras?” “No”, le respondí. “Creemos que la salvación es por gracia, por la fe sola. No creemos que la salvación sea por obras”. Mi respuesta parecía sorprenderle. “¿Pero como es posible que me me diga que creen que la salvación es por fe si ustedes creen que es uno quien elige creer o rechazar a Dios? Si soy yo quien elijo libremente ¿Acaso no es esto una obra? ¿acaso esto no le roba a Dios?”. Algo parecía no estar bien con su comprensión del arminianismo (y de hecho, del Evangelio en sí). Sus maestros calvinistas le habían enseñado que solo si la gracia es irresistible, y la elección es incondicional, solo entonces la salvación sería verdaderamente por fe. Cualquier otra opción equivaldría a una salvación por obras.

Mi alumna, sin embargo, se equivocaba en un punto crucial. La fe salvadora, cuando se entiende bíblicamente, es el medio por el cual recibimos el regalo de la gracia de Dios, la cual nos permite alcanzar la salvación (Ef. 2:8, 9; Rom. 4:16; 5:1, 2). La fe es tanto un don otorgado por Dios como un acto de la voluntad liberada del hombre a través de la gracia previniente. Para los arminianos, la fe es la forma en que llegamos a estar en unión con Cristo (Efesios 1:13; 2:17). Esta implica una completa confianza en los méritos de la sangre de Cristo (Rom. 3:25) y apartar la mirada del yo, y del esfuerzo propio, hacia la persona y el sacrificio de Jesucristo (Jn. 3:14, 15; 6:40). Esta es la fe en sentido bíblico.

Los calvinistas, por el contrario, quieren hacernos creer que la fe solo puede ser misericordiosa y no meritoria si Dios la causa irresistiblemente. Es decir, si Dios la impone y nos obliga a creer.  Si el hombre participa de alguna manera, dicen los calvinistas, entonces el hombre puede jactarse de su salvación por mérito propio. Sin embargo, esto es un error. Ya que cuando entendemos la fe vemos que no hay motivos para jactarse debido a la naturaleza misma de la fe salvadora. Siendo la fe alejamiento del esfuerzo propio y confianza y sumisión total a Dios, la “jactancia”, como dice el apóstol Pablo, “está excluida”.

“¿Dónde, pues, está la jactancia? Está excluido. por que clase de ley? de obras? No, sino por una ley de fe. Porque decimos que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la ley.” (Rom. 3:27, 28. Véase también 4:1-16).

La fe es la antítesis de las obras, no porque Dios nos haga creer, sino porque la fe salvadora es en sí misma, “…renunciar a las propias obras y someterse a la obra de Dios”.[1]Tristemente, en la mentalidad reducida del calvinista de jaula, si el hombre pudiera elegir creer, en vez de ser forzado a creer, esto produciría engreimiento y jactancia de su parte, pues él sería salvo porque así lo quiso, pero ¿es esta una buena lógica? ¿En dónde exactamente está el engreimiento y la jactancia? O más bien ¿Por qué debería un hombre engreírse y jactarse por tan solo haber aceptado el ofrecimiento de perdón y gracia divina? ¿Debería jactarme por renunciar totalmente a todo reclamo de justicia propia? ¿Por repudiar por completo a toda dependencia de las buenas obras? ¿Por renunciar a toda pretensión de mérito personal? ¿Por humillarse abyectamente ante Dios como un pecador quebrantado, merecedor de la muerte, indefenso, incapaz de salvarse a sí mismo? ¿O acaso por entregarme, como un pobre y miserable pecador, a las misericordias de Dios y esperar sólo en los méritos y la gracia de Jesucristo? Estos son los elementos que constituyen la esencia misma de la fe salvadora, y donde existe la fe verdadera, no puede haber orgullo ni vanagloria. El orgullo y la fe son mutuamente excluyentes. Y esto debería entenderlo bien cualquier calvinista.

No hay mejor ilustración bíblica de esta verdad que la parábola de Cristo del fariseo y el publicano (Lucas 18:9-14). Desafortunadamente, esta parábola ha sido cada vez más abusada por los calvinistas que buscan establecer algún apoyo bíblico para su insistencia en que, a menos que Dios produzca una fe salvadora en nosotros, podemos jactarnos de nuestra propia salvación. Se ha dicho que si la fe no es enteramente monergista, entonces podemos “jactarnos con el fariseo, y dar gracias a Dios de no ser como los demás hombres (que no ejercieron la fe salvadora)”. El problema con este argumento es que no entiende correctamente lo que Cristo estaba enseñando en Lucas 18. El fariseo no se jactaba de su fe. Se jactaba de sus buenas obras y creía que Dios tenía que favorecerlo en función del mérito de esas obras: “Ayuno dos veces por semana; Pago diezmos de todo lo que recibo”.

Si el fariseo tuviera fe de verdad no podría jactarse y le gustaría que el publicano dijera: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Jesús concluye su parábola con estas palabras: “Os digo que este [el publicano] fue a su casa justificado antes que el otro; porque todo el que se enaltece será humillado, pero el que se humilla será enaltecido.” [18:14]. Ya que somos justificados por la fe, podemos concluir con seguridad que el fariseo no tenía fe de la cual jactarse. Si lo hizo, entonces Jesús no podría haber dicho que solo el publicano se fue justificado. Jesús relaciona la humildad con la fe salvadora en esta parábola. Por esta razón, decir que la fe da motivo para jactarse es un oxímoron. La jactancia está excluida no porque la fe sea monergista, sino por la naturaleza misma de la fe salvadora.

No obstante, en su caricaturización de nuestras creencias, los calvinistas afirman que los arminianos oscurecemos la gracia de Dios al negar que la fe salvadora es una obra irresistible de Dios sobre las criaturas pasivas. A este respecto, un reconocido teólogo arminiano respondió:

“Muy al contrario, Pablo no asumió que la fe como condición ‘limita y oscurece’ la gracia o quita nada a la iniciativa de la gracia de Dios: ‘[la justificación] depende de la fe para descansar en la gracia’ (Rom. 4:16). La fe como condición es el camino de la gracia y en ningún sentido una antítesis”.[2]

Si bien la salvación condicionada por la fe no deja lugar para la jactancia, tal no sería necesariamente el caso si nuestra fe descansara en un decreto incondicional. Shank nuevamente observa astutamente,

“En el caso del supuesto de elección incondicional, es muy diferente. Fue precisamente el hecho de la elección y la suposición de su irrevocabilidad lo que fomentó tal presunción, engreimiento y orgullo reprensible en Israel y alentó la indiferencia presuntuosa hacia Dios. ¿Y dónde podría uno encontrar un ejemplo más flagrante de orgullo evidente que el mismo Calvino, con su suposición de que estaba ‘dotado de un beneficio incomparable’ de modo que no estaba en absoluto ‘en igualdad de condiciones con aquel que apenas ha recibido una centésima parte’ tanta gracia? No se puede aprobar ninguna equiparación de sinergismo con orgullo, que es simplemente otra patraña teológica con la que los calvinistas durante generaciones han planteado descaradamente la cuestión”.[3]

Si los calvinistas quisieran ser honestos, deberían admitir que los arminianos no enseñamos una salvación por obras ni mucho menos damos gloria al hombre por su salvación. Hacerlo, sin embargo, sería admitir su error. Esto jamás pasará (por lo menos no en esta vida).

BIBLIOGRAFÍA Y REFERENCIAS:


[1] Robert Picirilli, Gracia, fe, libre albedrío, pág. 162

[2] Robert Shank, Elegido en El Hijo, pág. 130

[3] Robert Shank, Elegido en El Hijo, pág. 145

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