Por Fernando E. Alvarado
Jesús es llamado a menudo “rabí” (el que enseña), el cual es un título de respeto que los judíos daban a sus jefes espirituales. En la época de Jesús, los judíos distinguían entre tres títulos honoríficos: «rab», maestro; «rabbi», mi maestro; «rabboni», mi señor. A Jesús, el maestro por excelencia, se le aplican los tres. Es curioso que Jesús (quien no formaba parte de la élite intelectual y religiosa de la época) recibiera tal designación ya que, como bien lo sabemos, “rabí” era un título honorífico para los eruditos y los doctores de la ley, con la implicación posible de que siendo especialistas en la ley de Moisés, su interpretación de los deberes religiosos allí prescritos era infalible y, por lo tanto, obligatoria.

Los fariseos no podían negar la autoridad y excepcionalidad de Jesús como maestro, simplemente no podían (o no querían) entender la fuente la misma:
“Mas a la mitad de la fiesta subió Jesús al templo, y enseñaba. Y se maravillaban los judíos, diciendo: ¿Cómo sabe este letras, sin haber estudiado? Jesús les respondió y dijo: Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió.” (Juan 7:14-16, LBLA).
En realidad, lo que los judíos tenían no era un problema de conocimiento, sino de disposición para obedecer la voluntad de Dios. El Señor Jesucristo lo expresó de la siguiente manera:
«El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta.» (Juan 7:17)
Sus dificultades eran morales y espirituales. Amaban más las tinieblas que la luz:
«Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas.» (Juan 3:19-20)
La autoridad del maestro y el origen divino de su autoridad eran evidentes para aquellos que quisieran verlo, y no dependía de sus estudios en alguna escuela rabínica de la época sino de Dios. Marcos 1:27 nos dice:
“Y todos se asombraron de tal manera que discutían entre sí, diciendo: ¿Qué es esto? ¡Una enseñanza nueva con autoridad! Él manda aun a los espíritus inmundos y le obedecen.”
Pasajes como este nos describen la admiración de la gente ante la enseñanza de Jesús porque posee la autoridad y el poder de quien, anunciando la llegada del reino de Dios, la hace realidad. Los que amaban este mundo y sus honores probablemente se impresionarían por los logros académicos de los fariseos y los considerarían autoridades de la fe, al mismo tiempo que rechazarían las palabras de Jesús por no ser parte de lo que se consideraba «la crème de la crème» en materia teológica. Solo quien tuviera hambre y sed de justicia podría ver en Jesús algo diferente…
Jesús no necesitaba credenciales humanas, ni académicas ni religiosas. La poderosa palabra doctrinal y la poderosa acción exorcista constituyen por igual un signo del poder divino de Jesús. No es tanto lo referente al contenido, sino es la forma de enseñar que impresiona. Por medio de esta forma diferente, Jesús crea una conciencia crítica en la gente con relación a las autoridades religiosas de la época. La gente percibe, compara y dice: Enseña con autoridad, diferente de los escribas, quienes enseñaban citando autoridades. La palabra de Jesús es poderosa y eficaz, no solo instruye sino que sana y libera. Jesús combate y expulsa el poder del mal que se apoderaba de las personas y las alienaba de sí mismas.
Muchos hoy fundamentan su autoridad en sus títulos y grados académicos: licenciaturas en teología, maestrías y doctorados. Estudiar está bien ¡Ojalá todo cristiano fuese un erudito! ¡Pero los demonios no salen cuando les recitas tu tesis de grado, ni te obedecen por tener 2 licenciaturas, 3 maestrías o 4 doctorados! ¡Les importa poco si citas a Juan Calvino, Jonathan Edwards, Spurgeon, a Wesley, Arminio, a Molina o a los puritanos! ¡Para ellos eso es irrelevante! Sólo hay algo que ellos respetan, y es la autoridad de Dios, impartida por el Espíritu Santo en el creyente:
“Vino a Nazaret, donde se había criado; y en el día de reposo entró en la sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer. Y se le dio el libro del profeta Isaías; y habiendo abierto el libro, halló el lugar donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor. Y enrollando el libro, lo dio al ministro, y se sentó; y los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros.” (Lucas 4:16-21)

El verdadero secreto de todo ministerio es el poder espiritual. No es el genio, la inteligencia, ni la energía del hombre, sino sencillamente la unción y el poder del Espíritu de Dios. Esto era verdadero en los días de Jesús y lo es aún hoy:
«No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos.» (Zacarías 4:6)
Es conveniente que todos los ministros, teólogos y líderes eclesiásticos lo recuerden siempre. Un ministerio que fluye de una dependencia permanente del Espíritu Santo no puede jamás ser estéril. Si un hombre confía en sus propios recursos, pronto estará desprovisto de ellos. Pero poco importan sus talentos, o sus grandes conocimientos; si el Espíritu Santo no es la fuente y el poder de su ministerio, éste perderá, tarde o temprano, su lozanía y su eficacia.
Esto no quiere decir que no deba haber una santa diligencia y un santo ardor por el estudio de la Palabra de Dios. Sería un error fatal escudarnos en nuestra dependencia del Espíritu Santo como pretexto para descuidar el estudio hecho con oración y meditación. Ambas cosas van de la mano y nunca deberíamos elegir entre la una o la otra:
«Ocúpate en la lectura de las Escrituras, la exhortación y la enseñanza. No descuides el don espiritual que está en ti, que te fue conferido por medio de la profecía con la imposición de manos del presbiterio. Reflexiona sobre estas cosas; dedícate a ellas, para que tu aprovechamiento sea evidente a todos.» (1 Timoteo 4:13-15)
No tenemos que escoger entre la erudición y el poder del Espíritu Santo. Ambas cosas son necesarias. Pero aquellos que piensan que sus títulos humanos (incluso aquellos de carácter teológico) les acreditan superioridad en el Reino de Dios, deben recordar que pueden prescindir de sus títulos y grados académicos para el ministerio cristiano, pero no del Espíritu Santo. Los apóstoles jamás pusieron un pie en una universidad de prestigio mundano, no se graduaron de ningún seminario teológico de fama mundial, no poseían doctorados ni maestrías, pero aun así revolucionaron el mundo. ¿Por qué? Porque ellos tenían algo que a mucho erudito moderno le hace tanta falta:
“Entonces viendo el denuedo de Pedro y de Juan, y sabiendo que eran hombres sin letras y del vulgo, se maravillaban; y les reconocían que habían estado con Jesús.” (Hechos 4:13)
Sí, ellos “habían estado con Jesús”. La comunión con Dios y la llenura del Espíritu que viene con ella eran clave de su éxito. Hoy, mucho erudito tiene un cerebro lleno, pero una pobre vida de piedad y relación con la Deidad. Mucha ortodoxia muerta, poca ortopraxis y pésima ortopatía (si es que su frío intelectualismo les permite de alguna manera sentir a Dios y experimentar las ricas emociones y sentimientos que emanan del contacto con lo divino, lo sobrenatural de Dios). Escriben libros, dan conferencias, programan simposios e imparten cátedras para su propio prestigio, gloria mundana y reconocimiento, pero hacen poco o nada significativo para el Reino de Dios (a veces incluso se oponen a él como en el caso de los fariseos, saduceos y maestros de la ley) ya que sus vidas están vacías del Espíritu Santo.
Ese denuedo, esa vitalidad, solo la da el Espíritu Santo:
“Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios.” (Hechos 4:31).
Esa es la clave: Ser llenos del Espíritu Santo. Ese es el verdadero secreto del poder, sea para el evangelista, sea para el maestro, sea para misionero o cualquier otro siervo de Dios (incluso el teólogo y el erudito). Cuando un hombre puede decir: «Todos mis recursos están en Dios», no hay necesidad de apenarse con respecto a la esfera de su actividad, o de su aptitud para cumplirla. Pero a quien carece del poder de Dios, del bautismo de fuego y la llenura del Espíritu Santo ¡Ni todos los títulos, grados académicos y honores mundanos podrán ayudarlo!
“Sin embargo, cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes recibirán poder para ser mis testigos no sólo en Jerusalén, sino también en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra.” (Hechos 1:8, NBV)

Muy acertado este artículo, ojalá lo lean muchos de los que hoy se jactan de sus grados y de su conocimiento pero sin reflejar el carácter de Cristo, no se contamine siervo aunque algunos sean sus amigos de YouTube.
Me gustaLe gusta a 1 persona