𝘗𝘰𝘳 𝘍𝘦𝘳𝘯𝘢𝘯𝘥𝘰 𝘌. 𝘈𝘭𝘷𝘢𝘳𝘢𝘥𝘰
El conocido eslogan: “Yo soy cesacionista, pero Dios no” suena muy bonito, hasta romántico y lleno de fe (Es el último recurso del cesacionista que busca que lo dejes en paz y no lo acuses de incrédulo), pero en la práctica funciona algo así como: “Dios dice que puede hacer milagros, señales y prodigios, ¡Pero yo no le creo!” No deja de ser un simple pretexto. Pero incluso en aquellos que se dicen “continuistas” puede darse un error semejante. Muchos en la Iglesia de hoy decimos creer que Dios sigue sanando a los enfermos milagrosamente, o que el don de sanidad sigue vigente en nuestra época, pero vivimos como deístas funcionales: Tendemos a ver a Dios solo en ciertas áreas en las que nosotros creemos que él actúa. Esto a la vez nos lleva a no verle fuera de nuestros propios esquemas. En este sentido no somos muy diferentes de los fariseos y religiosos de la época de Jesús. En Juan 5:1 leemos: “Después de estas cosas había una fiesta de los judíos, y subió Jesús a Jerusalén.” La acción relatada en este capítulo trascurre en el estanque de Betesda, donde «yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban el movimiento del agua.” (Jn. 5:3). Jesús se acerca a uno de ellos y le pregunta: “¿Quieres ser sano?” (Jn. 5:6)

Llama mi atención que este hombre tenía justificación para que su estado actual se mantuviera: “Señor, le respondió el enfermo, no tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entre tanto que yo voy, otro desciende antes que yo.” (Jn. 5:7). Jesús sana al paralítico, le dice que tome su camilla y ande, y en seguida los líderes religiosos entran en escena para decir que, en dicho día, no se puede cargar camillas y mucho menos sanar a un enfermo: “¿Un hombre sanando en sábado? ¿Cómo puede ser?” Jesús les responde con las siguientes palabras: ««Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo».» (Jn. 5:17), escandalizándolos al violar las costumbres del momento acerca de cómo actuar en sábado y haciendo declaraciones en las que se hacía igual a Dios: «Por esto los judíos aún más procuraban matarle, porque no solo quebrantaba el día de reposo, sino que también decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios.» (Jn. 5:18)
Dicha escena no difiere mucho de las barreras personales, sociales y religiosas que nos impiden recibir hoy en día aquello que Dios tiene para nosotros: ¿Dios sanando enfermedades hoy? ¿Dios respondiendo oraciones sobre asuntos que a mí no me parecen relevantes? Alguna vez te has preguntado: ¿En qué áreas me costaría ver a Dios actuar? ¿Por qué creo que me costaría aceptar que Dios actué en dichas áreas? ¿De qué manera mi propia cosmovisión podría estar poniéndome límites? Nuestra cosmovisión nos da unos lentes muy concretos con los cuales vemos el mundo y respondemos al mismo. Esos viejos lentes, que a veces llamamos tradición religiosa o formación teológica, nos llevan a imponerle barreras incluso al mover de Dios. Sabemos que Dios sigue siendo el mismo, que Cristo sana, pero raramente, si acaso lo hacemos alguna vez, ponemos nuestras manos sobre los enfermos y oramos con esperanza de que sane. Jesús puso sus manos sobre los enfermos (Lucas 4:40), como hicieron en la Iglesia primitiva (Hechos 9:17; 28:7-8; Marcos 16:18). Nosotros deberíamos hacer lo mismo. No podemos ser creyentes en teoría e incrédulos en la práctica. El deísmo funcional mutila al Evangelio, limita a Dios y nos roba el privilegio de ver la mano de Dios moverse en medio de las circunstancias de nuestra vida cotidiana. Ese es el error del cesacionista y de aquellos que se hacen llamar “continuistas discretos” ¡Quieren encajonar a Dios dentro de sus esquemas mentales, tradiciones religiosas, liturgias y dogmas!
Pero hay otro extremo igual de peligroso e insano. El otro extremo puede verse en los creyentes más entusiastas que confunden la fe con la magia y a Dios con el genio de la lámpara. Esta clase de creyentes confunde en ocasiones el orar con esperanza o expectación, con el orar con osadía o atrevimiento. ¡Creen que pueden mandar a Dios y ordenarle hacer cosas aún en contra de su voluntad! Eso no se llama fe. Es más bien “soberbia santificada” y busca invertir los papeles entre Dios y el hombre: El hombre quiere ser él mismo quien gobierne sus circunstancias en vez de pedir con fe y confiar en la sabiduría, bondad inherente y misericordia divina. Al fallar tales invocaciones (pues Dios jamás someterá Su perfecta voluntad a nuestros caprichosos deseos), la súper fe mostrada al inicio por tales creyentes inmaduros se convierte en amarga desilusión. Mi querido hermano, a ti te digo: ¿Estás pidiendo algo y Dios parece darte un «no» por respuesta? ¿Le pides a Dios ciertas cosas y estas nunca llegan? No es que Dios sea sordo, sino que quizá no estás pidiendo correctamente, o lo que pides no está de acuerdo con la voluntad de Dios.

Sí, sé que hemos oído tantas veces que «la fe mueve la mano de Dios», al punto que quizá hemos llegado a pensar que nuestras oraciones, reclamos y decretos pueden torcerle el brazo y obligarlo a darnos lo que Él no desea para nosotros. Pero eso es falso: «Nuestro Dios está en los cielos; El hace lo que le place.» (Salmos 115:3), no lo que nosotros intentamos ordenarle. El fin supremo de todo es la gloria de Dios, no la nuestra. Nuestras oraciones solo tienen valor cuánto humildemente nos rendimos y decimos «hágase tu voluntad» (Mateo 6:10) en vez de querer obligar a Dios a hacer la nuestra. En 2 Samuel 7:18-26, la oración de David para que Dios ratificara Su promesa y bendijera la casa de David fue motivada por el deseo de ver el nombre de Dios magnificado. Nuestras oraciones para que Dios nos bendiga deben estar motivadas por lo mismo. Al pedir la bendición del Señor, busquemos hacerlo no solo para nuestro beneficio, sino para que el Señor sea glorificado por nosotros y por los demás. De la misma forma que el cesacionista incrédulo que encajona a Dios debe evitar su “incredulidad santificada”, así también el creyente continuista entusiasta debe evitar a toda costa la oración osada o presuntuosa. Pero ¿en qué momento mi oración de fe se vuelve osada, presuntuosa y antibíblica?
La oración es osada o presuntuosa cuando la persona dice que va a sanar sin tener una revelación que así se lo garantice; es decir, tanto una declaración bíblica explícita que apunte a una seguridad objetiva sobre una curación o un milagro inminente, o una revelación interior por medio de una palabra de conocimiento (Hechos 14:8-10), de una profecía o mediante un sueño o visión o sobre la presunción no bíblica de que Dios siempre quiere sanar. ¿Cómo? ¿Acaso no es la voluntad de Dios sanarnos todo el tiempo, darnos ese trabajo lucrativo por el cual oramos, adquirir esa posesión, hacernos ricos o incluso salvarnos de morir de esa cruel enfermedad? ¡No siempre! Quizá esto no suene al Evangelio que conozcas o te prediquen en la televisión. Y es que a Dios le tiene sin cuidado lo que pueda decir el falso Evangelio de la Prosperidad, la confesión positiva o cualquier otra moda teológica. Él no obedece decretos, no le interesa que «arrebates» lo que creas que es tuyo ni escuchará confesiones positivas contrarias a su voluntad, pues «todos los habitantes de la tierra son considerados como nada, mas Él actúa conforme a su voluntad en el ejército del cielo y entre los habitantes de la tierra; nadie puede detener su mano, ni decirle ‘¿Qué has hecho?’.» (Daniel 4:35).
Cuando olvidamos lo anterior, caminamos sobre arenas movedizas y la fe de muchos tiende a naufragar. Así, cuando la sanidad no tiene lugar, la mente buscará justificar el error culpando a otros, incluso a Dios. Unos lo achacan al pecado moral o a la falta de fe (normalmente de la persona por la que se ora). ¿Es esta una invitación para realizar oraciones mediocres y carentes de fe y confianza? ¡Jamás! Antes bien, nuestras oraciones deben estar siempre cargadas de autoridad, confianza, esperanza y expectación. ¿Cómo logramos esto? Oramos con esperanza y expectación cuando le pedimos humildemente a un Dios misericordioso algo que no merecemos, pero que a Él le agrada dar (Lucas 11:9-13; Mt. 9:27-31; 20:29-34; Lucas 17:13-14). La oración de fe, de esperanza, la oración expectante nace del reconocimiento de que Jesús sanó a las personas porque las amaba y porque tenía compasión de ellas (Mt. 14:13-14; 20:34; Marcos 1:41-42, Lucas 7:11-17). No hay nada en las Escrituras que indique que esta disposición ha cambiado. Y esta es la clase de oración que Dios ha elegido escuchar. No la que le impone reglas, no la que busca ordenarle hacer algo, sino la que cree contra toda duda, que es firme pero a la vez sumisa.

Sin duda una sana exégesis bíblica nos llevará a creer que todos los dones identificados en el Nuevo Testamento siguen vigentes y accesibles para los creyentes. Pero aún en esto se requiere un sano equilibrio. Confiar en Dios no siempre es fácil, sobre todo cuando no podemos entender su voluntad para nosotros. Por eso necesitamos comprender que Dios responde a las oraciones de sus hijos solamente de dos maneras: provisión o protección. Si nos da lo que pedimos, es por su gran amor. Pero lo contrario también es cierto (y a menudo no nos damos cuenta): si el Señor no nos da lo que pedimos, entonces nos protege de ello. Debido a que Dios le da a sus hijos solo buenas dádivas, cada vez que retiene algo, podemos estar seguros de que no servía para su propósito final: conformarnos a la imagen de Cristo. A veces Dios no nos da las cosas que pedimos porque la cosa en sí es mala. Otras veces es debido al fruto podrido que traería a nuestras vidas, el dolor invisible que causaría, o las lecciones o la formación que nos quitaría. A veces, el “no” de Dios es por un tiempo, y al esperar, nos da lo que no hubiéramos obtenido si nos hubiera dado de inmediato lo que pedimos.
A menudo, somos llamados a ser como la mujer de la parábola de Jesús que busca la justicia de un juez injusto, y debemos esperar en el Señor y ser persistentes en nuestro pedir (Lucas 18:1-8). Pero incluso en ese caso, Dios no es el juez injusto. En esos momentos, no aguanta hasta que nos arrastremos en súplica; más bien, en su tiempo providencial, nos forma y conforma hasta que estemos listos para recibir su respuesta, pues si bien es cierto que nuestro Dios es soberano y Él «hace lo que le place» (Salmo 115:3), su soberanía no es una regla fría y dura que no toma en cuenta el sentir del hombre. Y es que el amor de Dios gobierna la soberanía de Dios. En su bendita providencia Dios satisface las necesidades de su pueblo, de acuerdo con su amor por ellos. Jack Deere (pastor, teólogo estadounidense y profesor asociado de Antiguo Testamento en el Seminario de Dallas), quien a fines de la década de 1980 abandonara el cesacionismo (su posición teológica anterior) y anunciara que había experimentado los dones carismáticos por sí mismo a través del ministerio de John Wimber, abrazando con ello el continuismo, dijo en su reconocido libro “Surprised by the Power of the Spirit”:
«Si el Señor sanó en el primer siglo porque estaba motivado por la compasión y misericordia de los que sufren ¿por qué pensar que iba a retirar esta compasión después de la muerte de los apóstoles? ¿Por qué pensar que ya no siente compasión por los leprosos o las personas que se mueren a causa del SIDA? ¿Por qué pensar que ahora se contentaría con mostrar esa compasión dando gracia para aguantar el sufrimiento, en lugar de dar gracia para curar? Si Jesús y los apóstoles sanaron en el primer siglo para dar gloria a Dios, ¿por qué pensar que Dios ha desechado uno de los principales instrumentos que usaba para darse gloria a sí mismo y a su Hijo en el Nuevo Testamento?» [ 𝘑𝘢𝘤𝘬 𝘋𝘦𝘦𝘳𝘦, “𝘚𝘶𝘳𝘱𝘳𝘪𝘴𝘦𝘥 𝘣𝘺 𝘵𝘩𝘦 𝘗𝘰𝘸𝘦𝘳 𝘰𝘧 𝘵𝘩𝘦 𝘚𝘱𝘪𝘳𝘪𝘵”, 𝘡𝘰𝘯𝘥𝘦𝘳𝘷𝘢𝘯 𝘈𝘤𝘢𝘥𝘦𝘮𝘪𝘤, 1996, 𝘱. 131 ]

El cesacionista debe entender que, cuando niega la vigencia actual de los dones, aún en contra de tanta evidencia bíblica, extrabíblica y testimonial, hace lo mismo que aquel que declara y decreta, la única diferencia es que lo hace en sentido contrario. El cesacionista ha decretado que Dios ya no actúa de esa forma. Ha declarado que los dones cesaron y que Dios guarde silencio, como impotente, sólo dejándose oír a través de las páginas de la biblia, pero sin intervenir milagrosamente en nuestra realidad aun cuando nuestra vida dependa de ello. Ha declarado y decretado, y espera que Dios se sujete a su declaración y decreto.
“¡Dios es soberano!” — dirán. “No podemos cambiar su voluntad con nuestras oraciones”, continuarán. — “Creer que Dios aún reparte dones carismáticos a los hombres atenta contra la soberanía de Dios y coloca la mirada en el hombre”, insinuarán. Sin embargo, apelar a la soberanía de Dios para negar la vigencia de los dones espirituales en nuestra época. Y que estos dones son repartidos a sus siervos según Él lo desee, será siempre un grave error de comprensión de lo que significa la soberanía de Dios. ¿Qué tal si dejamos de ver la soberanía de Dios como el terrible martillo que nos golpea con su frialdad, o la voluntad caprichosa que a veces nos niega lo que más deseamos? ¿Por qué no verla, más bien, como la tierna almohada sobre la cual descansa nuestra paz y seguridad? Entonces aprenderemos «a conocer la voluntad de Dios… la cual es buena, agradable y perfecta.» (Romanos 12:2, NTV) y su voluntad es esta:
“No se cansen de pedir, y Dios les dará; sigan buscando, y encontrarán; llamen a la puerta una y otra vez, y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra, y al que llama a la puerta se le abrirá. Si un hijo suyo les pide un pescado, ¿le dan una serpiente en lugar de un pescado? O si les pide un huevo, ¿le dan un escorpión? Pues si ustedes, aun siendo malos, saben cómo darles cosas buenas a sus hijos, imagínense cuánto más dispuesto estará su Padre celestial a darles el Espíritu Santo a aquellos que le piden.” (Lucas 11:9-13; véase también: Mt 6:9-15; 7:7-11)
