La cultura latina (junto con muchas otras) nos enseña que los hombres debemos ser machistas. En otras regiones del mundo, en donde el feminismo y la ideología de género han logrado enquistarse en el corazón mismo de la cultura, la masculinidad ha sido trastocada y la hombría anulada en favor de la mujer. La batalla de los sexos se pelea ahora en terreno sagrado, enfrentando a hombres y mujeres por el dominio de la fe y el ascenso a posiciones de liderazgo en la iglesia. De acuerdo con Jesús esta es la cultura propia del mundo: “Jesús los llamó y les dijo: —Como ustedes saben, los gobernantes de las naciones oprimen a los súbditos, y los altos oficiales abusan de su autoridad.” (Mateo 20:25, NVI), más no la cultura del Evangelio: “Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor.” (Mateo 20:26, NVI). La cultura del Evangelio es que (hombre y mujer) somos iguales. En la cultura del Evangelio no hay cabida para ser machistas (ni feministas). ¿Qué opción nos queda entonces? El igualitarismo bíblico.
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El problema de las Nuevas Masculinidades
Aunque los cristianos aplaudimos la inclusión de la mujer, su igualdad de derechos y su participación en la iglesia, por otro lado constatamos una desvirilización del hombre, tanto en su función de padre — al debilitarse su decir como representante de la ley —como en la forma de abordar al otro sexo. De igual modo sucede con los semblantes, pues asistimos a una feminización de los atuendos y de los cuidados de sí. El ser hombre ha perdido su atractivo y se constata que la masculinidad se coloca a la defensiva ante la protesta de las mujeres. Los hombres responden de diversas maneras, por ejemplo por la vía fundamentalista (machismo) o por la de la identificación, siendo la más habitual la de su maternización.