Por Fernando E. Alvarado
La doctrina trinitaria, con su afirmación audaz y sublime de un solo Dios en tres personas coiguales, coeternas y distintas—Padre, Hijo y Espíritu Santo—, constituye el corazón pulsante de la teología cristiana ortodoxa, un misterio que ilumina la complejidad relacional de la deidad. En contraste, la unicidad, con su visión modalista y empobrecida, reduce a Dios a una sola persona que se manifiesta en roles cambiantes, despojando a la deidad de su profundidad interpersonal y dinamismo eterno. La Epístola a los Hebreos, una obra maestra de teología y retórica, emerge como un campo de batalla donde el trinitarismo brilla con claridad deslumbrante, mientras que la unicidad se desmorona bajo el peso de sus incoherencias lógicas y exegéticas. Su énfasis en la deidad de Cristo, la distinción entre el Padre y el Hijo, y la función del Espíritu Santo proporciona un arsenal de pasajes que desafían cualquier visión que reduzca la deidad a una unidad indivisible sin distinciones personales.

El prólogo de Hebreos: Un proclama trinitaria ineludible
Desde sus primeras líneas, Hebreos 1:1-4 establece con una claridad apabullante la distinción personal entre el Padre y el Hijo, asestando un golpe devastador a la unicidad. El texto declara que Dios, el Padre, «habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quien asimismo hizo el universo» (Hebreos 1:1-2, RVR1960). El Hijo es presentado como «el resplandor de su gloria y la imagen misma de su sustancia» (Hebreos 1:3), un agente divino que no solo comparte la naturaleza del Padre, sino que actúa en relación con Él como creador y sustentador. Nótese que esta declaración no solo afirma la plena deidad del Hijo, sino que también implica una distinción entre el Hijo y el Padre, ya que el Hijo refleja la gloria de otro. La expresión “imagen misma” o “imagen exacta” (χαρακτήρ, charaktēr) subraya una relación ontológica en la que el Hijo comparte la esencia divina del Padre, pero permanece distinto como persona.
Como señala F. F. Bruce, este pasaje refleja una cristología elevada que posiciona al Hijo como el mediador supremo, distinto del Padre, pero igual en sustancia (Bruce, 1990, p. 47). La afirmación de que el Hijo “sostiene todas las cosas con la palabra de su poder” refuerza su deidad, mientras que su rol como mediador de la revelación (1:2) implica una distinción funcional con el Padre, quien habla “por medio del Hijo”. Esto desafía cualquier noción de una deidad unipersonal, ya que la relación entre el Padre y el Hijo presupone pluralidad en la unidad divina. Erickson (2013) argumenta que esta distinción interpersonal—el Padre hablando por el Hijo—es un obstáculo insuperable para el modalismo, que reduce a Dios a un actor solitario que cambia de máscaras (p. 352). La unicidad, en su afán por simplificar la deidad, convierte este diálogo divino en un monólogo absurdo, como si Dios se hablara a sí mismo en un ejercicio de autoengaño. El prólogo de Hebreos, con su lenguaje relacional y funcional, proclama la pluralidad de personas dentro de la unidad divina, estableciendo el tono para el resto de la epístola.

La divinidad eterna del Hijo: Un desafío irrefutable a la unicidad
Hebreos 1:5-12, con su uso magistral de citas del Antiguo Testamento, exalta al Hijo como Dios eterno, desmantelando cualquier pretensión modalista con una precisión quirúrgica. En Hebreos 1:8, el Padre se dirige al Hijo citando el Salmo 45:6: «Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo», atribuyéndole no solo deidad, sino también una realeza eterna. En Hebreos 1:8, el autor cita el Salmo 45:6-7, un salmo real que, en su contexto original, celebra al rey davídico como un reflejo de la justicia divina: «Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; cetro de justicia es el cetro de tu reino». Al aplicar estas palabras al Hijo, el autor de Hebreos no solo atribuye deidad explícita al Hijo, sino que también subraya su realeza eterna y su carácter moral inmutable. El uso del vocativo «oh Dios» (ὁ Θεός en el griego de la Septuaginta) es particularmente significativo, ya que el Padre, hablando directamente al Hijo, lo reconoce como divino en un sentido ontológico, no meramente funcional. Este acto de atribución divina es incompatible con las premisas del modalismo, que reduce al Hijo a una manifestación temporal del único Dios. Como señala Wayne Grudem (1994), esta cita no solo afirma la deidad del Hijo, sino que también evidencia una interacción dialógica entre las personas divinas, un diálogo que implica distinción personal sin comprometer la unidad esencial de la deidad (p. 243).
Además, Hebreos 1:10-12 aplica el Salmo 102:25-27 al Hijo, declarando: «Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos; ellos perecerán, mas tú permaneces». Salmo 102:25-27, en su contexto original, es un lamento dirigido a Yahvé como el Creador eterno. La aplicación de este pasaje al Hijo en Hebreos es audaz y teológicamente profunda. En el Salmo 102, el «Señor» (Yahvé) es el agente creador y eterno, cuya inmutabilidad contrasta con la transitoriedad del cosmos. Al atribuir estas palabras al Hijo, el autor de Hebreos no solo confirma su deidad, sino que también lo presenta como el agente activo de la creación, un rol que el Antiguo Testamento reserva exclusivamente para Dios. Esta identificación es devastadora para la teología de la unicidad, que, al negar la distinción personal entre el Padre y el Hijo, no puede explicar cómo una sola persona divina podría sostener un diálogo interno en el que se atribuye a sí misma la creación y la eternidad sin incurrir en incoherencia lógica.
Grudem (1994) subraya que estas citas no solo confirman la divinidad del Hijo, sino que también establecen una interacción dialógica entre el Padre y el Hijo, una relación que la unicidad no puede explicar sin caer en contradicciones (p. 243). La unicidad, en su empeño por reducir al Hijo a un modo temporal, se estrella contra el lenguaje eterno de estos textos, que presentan al Hijo como un agente divino distinto, no como una sombra pasajera del Padre. El trinitarismo, en cambio, ofrece un marco coherente para comprender esta dinámica, presentando al Padre y al Hijo como personas distintas que comparten la misma esencia divina. Como señala F. F. Bruce (1990), «la aplicación de textos del Antiguo Testamento que originalmente se refieren a Yahvé al Hijo en Hebreos 1 no solo confirma su divinidad, sino que también ilustra la relación intratrinitaria de manera que la unicidad no puede sostener sin forzar el texto» (p. 56). Esta relación interpersonal, lejos de ser una mera abstracción teológica, se revela como una «danza divina» de amor, gloria y mutua exaltación, en la que el Hijo es honrado por el Padre como coeterno y cocreador.

Hebreos 2:10-13: La relación filial y la pluralidad divina
El pasaje de Hebreos 2:10-13 constituye un testimonio elocuente de la complejidad teológica que subyace en la relación entre el Hijo y el Padre. En este texto, el Hijo es presentado como el «autor» (ἀρχηγός) de la salvación, un término que denota no solo liderazgo, sino también origen y causalidad en el proceso redentor. Esta designación, lejos de ser meramente funcional, se enriquece con la identificación del Hijo con la humanidad, al referirse a los santificados como sus «hermanos». Tal identificación no solo subraya la encarnación, sino que también establece un vínculo de solidaridad ontológica entre el Redentor y los redimidos.
Es aquí donde el autor de Hebreos, con una maestría exegética, entreteje citas del Antiguo Testamento —específicamente de Salmos e Isaías— para fundamentar esta relación filial. La declaración en Hebreos 2:13, «He aquí, yo y los hijos que Dios me dio» (citando Isaías 8:18), es particularmente reveladora. Esta alusión no solo refleja la humanidad de Cristo, quien se posiciona como primogénito entre muchos hermanos, sino que también delinea una distinción interpersonal clara entre el Hijo que habla y el Padre que otorga. Esta distinción, lejos de ser incidental, es esencial para comprender la pluralidad de personas dentro de la unidad divina.
William Lane, en su comentario sobre Hebreos, argumenta que el uso de estas citas del Antiguo Testamento resalta la subordinación funcional del Hijo en su rol redentor, sin menoscabar su igualdad ontológica con el Padre (Lane, 1991, p. 59). Esta subordinación no implica una inferioridad de naturaleza, sino una disposición voluntaria del Hijo para cumplir el propósito salvífico del Padre. La interacción entre las personas divinas, evidenciada en la obra de la redención, desafía cualquier interpretación que reduzca la Trinidad a una unidad monolítica. En efecto, el texto presupone una dinámica interpersonal que trasciende las categorías modalistas, afirmando simultáneamente la unidad esencial y la distinción personal dentro de la deidad. La profundidad de Hebreos 2:10-13 radica, por tanto, en su capacidad para articular una cristología que equilibra la humanidad y la divinidad de Cristo, mientras mantiene la integridad de la relación trinitaria.

Cristo como sumo sacerdote: La tipología que pulveriza el modalismo
La función de Cristo como Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec (Hebreos 5:5-10; 7:1-28) es un pilar tipológico del Antiguo Testamento que ilumina la pluralidad trinitaria con una fuerza arrolladora. Hebreos 5:5 cita el Salmo 2:7: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy», revelando una relación personal donde el Padre designa al Hijo para un sacerdocio eterno. Como Sumo Sacerdote, Cristo es «fiel en lo que a Dios se refiere» (Hebreos 2:17), ofreciendo un sacrificio perfecto «a Dios» (Hebreos 9:14). Frame (2002) argumenta que esta mediación requiere una distinción ontológica entre el Hijo y el Padre, ya que una sola persona no puede mediar consigo misma sin caer en una farsa lógica (p. 702). La unicidad, al insistir en que el Padre y el Hijo son la misma persona, transforma la función sacerdotal de Cristo en una pantomima teológica: ¿cómo puede alguien ofrecer un sacrificio a sí mismo o interceder ante su propia persona? La tipología de Melquisedec, que prefigura un sacerdocio eterno y distinto, no solo refuerza la distinción trinitaria, sino que también expone la unicidad como una interpretación que trivializa la profundidad del texto bíblico.

El Espíritu Santo: Una persona divina que desafía la unicidad
Hebreos no solo distingue al Padre y al Hijo, sino que también presenta al Espíritu Santo como una persona activa y eterna, asestando un golpe mortal a la unicidad. En Hebreos 9:14, se afirma que Cristo «por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios», destacando al Espíritu como un agente divino que capacita la obra redentora. Aquí, las tres personas divinas están presentes: Cristo, el Hijo que se ofrece; el Padre, a quien se hace la ofrenda; y el Espíritu eterno, el medio de la ofrenda. La mención del “Espíritu eterno” distingue al Espíritu como una entidad activa en la redención, no como una mera fuerza o manifestación de Dios. Peter T. O’Brien señala que este versículo refleja una comprensión trinitaria implícita, donde el Espíritu desempeña un rol distintivo en la obra salvífica, complementando las acciones del Hijo y el Padre (O’Brien, 2010, p. 326). La interacción de estas tres personas en un solo acto redentor refuta cualquier noción de una deidad unipersonal, ya que la distinción funcional entre el Padre, el Hijo y el Espíritu es esencial para la lógica del pasaje.
Asimismo, Hebreos 3:7-11 cita el Salmo 95:7-11, donde el Espíritu Santo se manifiesta con autoridad profética al exhortar: «Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones». Este pasaje no solo refleja la capacidad del Espíritu para comunicarse directamente, sino que también subraya su agencia divina. Berkhof (1996) argumenta que las acciones atribuidas al Espíritu Santo —hablar, guiar y capacitar— revelan una personalidad distinta y activa, incompatible con la noción de una mera emanación o fuerza impersonal, como propone la teología de la unicidad (p. 97). La perspectiva de la unicidad, al reducir al Espíritu Santo a un modo o manifestación del Padre, enfrenta dificultades para explicar cómo una «fuerza» desprovista de personalidad puede ejercer volición, emitir juicios o comunicarse con autoridad divina.
Además, la tipología del Antiguo Testamento refuerza esta distinción personal. La «voz» que guió a Israel en el desierto (Éxodo 13:21-22; Números 9:15-23) prefigura la obra del Espíritu Santo, quien no solo dirige, sino que también revela y convence (Juan 16:8-11). Este paralelismo tipológico encuentra su cumplimiento en la persona del Espíritu, evidenciando su rol activo y relacional dentro de la Trinidad. Así, la concepción trinitaria de una deidad dinámica, relacional y tripersonal se presenta como más coherente con la evidencia bíblica, en contraste con la visión de la unicidad, que limita la comprensión del Espíritu a una función subordinada y despersonalizada.
En Hebreos 10:15-17, el autor atribuye una cita de Jeremías 31:33-34 al Espíritu Santo: “El Espíritu Santo también nos atestigua… diciendo: ‘Este es el pacto que haré con ellos’”. La personificación del Espíritu como un testigo que habla implica una distinción personal del Espíritu respecto al Padre y al Hijo. Esta atribución de acción y voz al Espíritu refuerza su rol como una persona divina, no como un aspecto impersonal de la deidad. Como observa George H. Guthrie, el Espíritu en Hebreos no es simplemente un poder divino, sino un agente activo que testifica y participa en la revelación divina, lo que implica una distinción trinitaria (Guthrie, 2002, p. 342). Este pasaje socava cualquier interpretación que reduzca al Espíritu a una manifestación de una sola persona divina, ya que su rol como testigo independiente presupone pluralidad en la deidad.

La tipología del pacto: Unidad y distinción en la redención
El uso del simbolismo y la tipología del Antiguo Testamento en Hebreos, especialmente en relación con el nuevo pacto, refuerza la unidad y distinción de las personas divinas con una elegancia teológica inigualable. Hebreos 8:1-6 describe a Cristo como el Sumo Sacerdote que sirve en el «verdadero tabernáculo» celestial, cumpliendo las sombras del sistema levítico. El Padre establece el pacto, mientras que el Hijo lo media y perfecciona como «mediador de un mejor pacto» (Hebreos 8:6). O’Brien (2010) argumenta que esta distinción de roles—el Padre como autor del pacto y el Hijo como su ejecutor—es incompatible con la unicidad, que colapsa estas funciones en una sola persona, despojando al texto de su profundidad relacional (p. 294). La tipología del tabernáculo, con su énfasis en un mediador que intercede ante Dios, apunta a una pluralidad de personas que actúan en perfecta armonía. La unicidad, al negar esta distinción, reduce el drama redentor a un espectáculo unipersonal, una interpretación que palidece ante la riqueza trinitaria del texto.

La exaltación de Cristo: Un golpe final a la unicidad
Hebreos 10:12-13 ofrece una imagen definitiva que pulveriza la unicidad: «Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies». Esta cita del Salmo 110:1 implica una relación funcional donde el Hijo ocupa una posición distinta a la del Padre, una imagen que Horton (2011) considera una refutación irrefutable del modalismo (p. 483). La unicidad, en su intento de explicar esta escena, se enreda en una maraña de incoherencias: ¿cómo puede una sola persona sentarse a su propia diestra o esperar a que él mismo se decida a darle su propia victoria? Esta imagen, profundamente arraigada en la tipología del Antiguo Testamento, celebra la distinción personal dentro de la deidad, donde el Padre y el Hijo colaboran en la consumación de la redención. El trinitarismo, con su afirmación de una pluralidad de personas en una sola esencia, ofrece la única interpretación capaz de capturar la majestuosidad de este texto.

La unicidad en retirada: Incoherencias lógicas y exegéticas
La unicidad, con su insistencia en una deidad unipersonal, se desmorona bajo el escrutinio de Hebreos. Textos como Hebreos 2:17, donde Cristo es un «sumo sacerdote fiel en lo que a Dios se refiere”, requieren una distinción personal que el modalismo no puede sostener. Dicho pasaje presenta una distinción ontológica entre Cristo (el Hijo) y el Padre. En la unicidad, esta distinción se pierde, ya que Cristo sería el mismo Dios en un modo humano, ofreciendo sacrificios a sí mismo. Esto elimina el carácter relacional del sistema sacrificial, reduciendo la mediación a una ilusión sin base ontológica. Esto puede verse también en Hebreos 7, en donde se compara a Cristo con Melquisedec, un sacerdote del «Dios Altísimo» (Hebreos 7:1). Este sacerdocio requiere una distinción entre el sacerdote y el Dios al que sirve. Además, Hebreos 7:25 afirma que Cristo «vive siempre para interceder» por los creyentes, un acto que presupone que intercede ante el Padre. En la unicidad, esta intercesión carece de sentido, ya que una sola persona estaría intercediendo ante sí misma, lo que Robert Letham (2004) describe como una «farsa teológica» (p. 143).
La mediación, central en el tabernáculo y en la obra de Cristo (Hebreos 9:11-12; 1 Timoteo 2:5), requiere que el mediador sea distinto de las partes que reconcilia. En la unicidad, donde Dios es una sola persona, Cristo no puede ser un mediador genuino, ya que no hay distinción real entre Él y el Padre. Esto convierte la mediación en un acto simbólico sin sustancia, despojando al sistema sacrificial de su propósito relacional. El sistema del tabernáculo y el sacerdocio levítico reflejan la gloria de un Dios relacional, donde el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo actúan en concierto (Hebreos 9:14). La unicidad, al negar la pluralidad de personas, simplifica este drama, reduciendo las acciones de Cristo a meros cambios de rol. Esto contradice el texto de Hebreos y trivializa la profundidad del plan redentor, que depende de la interacción entre las personas divinas.
Letham (2004) argumenta que la unicidad, al negar la pluralidad de personas, convierte las interacciones de Hebreos en una farsa teológica, donde una sola persona adopta roles contradictorios sin una base ontológica (p. 143). La tipología del Antiguo Testamento, desde el sacerdocio de Melquisedec hasta el tabernáculo, apunta a una deidad relacional donde el Padre, el Hijo y el Espíritu actúan en concierto. La unicidad, en su afán por simplificar, no solo contradice el texto, sino que también trivializa la gloria del drama redentor descrito en Hebreos.

La epístola a los Hebreos, un texto profundamente trinitario
La Epístola a los Hebreos, con su prosa elevada y su uso magistral de la tipología del Antiguo Testamento, erige un monumento teológico al trinitarismo, mientras reduce la unicidad a un espejismo exegético. Desde el prólogo (Hebreos 1:1-4) hasta la función sacerdotal de Cristo (Hebreos 5:5-10; 7:1-28), la acción del Espíritu eterno (Hebreos 9:14) y la sesión de Cristo a la diestra del Padre (Hebreos 10:12-13), el texto proclama con una claridad deslumbrante la distinción de las tres personas divinas en una unidad perfecta. La unicidad, con su visión empobrecida de una deidad solitaria, no puede sostenerse ante las interacciones personales, los roles distintos y el simbolismo veterotestamentario que Hebreos despliega con precisión devastadora. El trinitarismo, respaldado por una exégesis rigurosa y la tradición ortodoxa, emerge como la única interpretación capaz de capturar la gloria de un Dios que es, a la vez, uno y trino, una deidad cuya vida relacional invita a la adoración y al asombro.

Referencias:
- Berkhof, L. (1996). Systematic Theology. Eerdmans.
- Bruce, F. F. (1990). The Epistle to the Hebrews (Rev. ed.). Eerdmans.
- Erickson, M. J. (2013). Christian Theology (3rd ed.). Baker Academic.
- Frame, J. M. (2002). The Doctrine of God. P&R Publishing.
- Grudem, W. (1994). Systematic Theology: An Introduction to Biblical Doctrine. Zondervan.
- Guthrie, D. (1983). Hebrews: An Introduction and Commentary. Tyndale New Testament Commentaries. InterVarsity Press.
Guthrie, G. H. (2002). Hebrews. Zondervan Exegetical Commentary on the New Testament. Zondervan. - Horton, M. (2011). The Christian Faith: A Systematic Theology for Pilgrims on the Way. Zondervan.
- Lane, W. L. (1991). Hebrews 1–8. Word Biblical Commentary, Vol. 47A. Word Books.
- Letham, R. (2004). The Holy Trinity: In Scripture, History, Theology, and Worship. P&R Publishing.
- O’Brien, P. T. (2010). The Letter to the Hebrews. Pillar New Testament Commentary. Eerdmans.