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Pluralidad de Personas Divinas en Daniel 7 y el Judaísmo Antiguo (la teología de los dos poderes en oposición al unicitarismo)

Por Fernando E. Alvarado

El debate teológico entre el trinitarismo y el unicitarismo ha marcado profundamente la historia del pensamiento cristiano, centrándose en cómo interpretar la naturaleza de Dios en las Escrituras. Mientras el trinitarismo afirma la existencia de tres personas distintas —Padre, Hijo y Espíritu Santo— dentro de la unicidad divina, el unicitarismo sostiene que Dios es una sola persona que se manifiesta en diferentes modos, negando cualquier distinción personal. Esta controversia encuentra un punto crítico en textos bíblicos como Daniel 7:9-14, donde la visión del Anciano de Días y el Hijo del Hombre revela una clara diferenciación entre dos figuras divinas que comparten atributos y adoración divina, desafiando directamente las premisas del unicitarismo. La teología de los «dos poderes en el cielo», desarrollada en el judaísmo del Segundo Templo y reflejada en este pasaje, ofrece un marco histórico y exegético que no solo ilumina la pluralidad divina en el monoteísmo bíblico, sino que también proporciona un fundamento crucial para la doctrina trinitaria.

La visión de Daniel 7: Una pluralidad divina

En Daniel 7:9-14, se describe una visión teofánica en la que el Anciano de Días, una representación de Yahvé, preside un tribunal celestial, mientras que el Hijo del Hombre, una figura distinta, se presenta ante él para recibir «dominio, gloria y reino» eterno (v. 14). Esta figura (el Hijo del Hombre) es interpretada en la tradición judía como un ser celestial y escatológico, a menudo asociado con el Mesías o un agente divino que ejecuta el juicio y el reinado de Dios. La descripción de esta figura trasciende lo meramente humano, ya que se le otorga autoridad divina y un reino que «no será destruido» (Daniel 7:14). Este pasaje es crucial porque establece un marco teológico para entender el título en el contexto del judaísmo del Segundo Templo, donde el «Hijo del Hombre» era visto como un mediador escatológico entre Dios y la humanidad (Collins, 1995, p. 90).

En los Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), Jesús emplea el título «Hijo del Hombre» con frecuencia, en contextos que abarcan su autoridad terrenal, su sufrimiento y su rol escatológico. Por ejemplo, en Marcos 2:10, Jesús declara que «el Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados», lo que implica una autoridad divina, ya que en la tradición judía solo Dios podía perdonar pecados (Bock, 2000, p. 112). Este uso sugiere que Jesús se identificaba con una figura que trasciende lo humano, conectando su identidad con la autoridad divina del Hijo del Hombre de Daniel 7. Además, en Marcos 14:62, durante su juicio ante el Sanedrín, Jesús responde: «Yo soy; y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder, y viniendo en las nubes del cielo». Esta declaración cita directamente a Daniel 7:13, afirmando su identidad como la figura escatológica que regresa en gloria para ejercer el juicio divino (Hurtado, 2003, p. 290).

La autodesignación de Jesús como «Hijo del Hombre» es una afirmación teológicamente rica que lo identifica con la figura divina y escatológica de Daniel 7:13-14. En el judaísmo del Segundo Templo, dicho título tenía connotaciones mesiánicas y escatológicas, como se observa en textos como 1 Enoc y 4 Esdras, donde la figura es un juez celestial y un agente de la redención divina (Nickelsburg, 2005, p. 251). La afirmación de Jesús de ser esta figura habría sido impactante para sus oyentes, ya que implicaba una identificación con un ser de naturaleza divina. Sin embargo, su énfasis en el sufrimiento y la humildad contrastaba con las expectativas de un Mesías triunfalista, lo que pudo generar controversia entre sus contemporáneos. Este contraste es evidente en la reacción de los líderes religiosos en Marcos 14:62-64, quienes consideran la declaración de Jesús como blasfemia (Hengel, 1976, p. 45).

Pero el relato teofánico de Daniel 7 no solo constituye un fundamento veterotestamentario para la cristología del Nuevo Testamento (cf. Mc 14:62; Ap 1:7), sino que establece una distinción ontológica significativa entre el «Anciano de Días» (7:9) y la figura del «Hijo de Hombre» (7:13). La narración presenta ambos personajes como:

  1. Entidades diferenciadas (el Hijo de Hombre «viene hacia» el Anciano)
  2. Dotadas de atributos divinos (dominio eterno, adoración cósmica)
  3. En relación jerárquica (recepción de autoridad delegada)

La distinción entre estas dos figuras es evidente en el texto, ya que una entrega autoridad y la otra la recibe, lo que implica una relación interpersonal. Esto nos sugiere una pluralidad intradivina que trasciende las categorías meramente angelológicas (es decir, como manifestaciones de ángeles supremos) El «Hijo de Hombre» recibe adoración cósmica (Dan 7:14) —atributo reservado a YHWH en el judaísmo (cf. Isa 42:8)— El término arameo pelach (adoración) usado para describir la reverencia dada al Hijo del Hombre es exclusivo para la adoración divina en el contexto bíblico, como se observa en otros pasajes del Antiguo Testamento (Daniel 3:28; Esdras 7:24). Esta adoración divina otorgada al Hijo del Hombre sugiere que no es un mero ser humano, sino que comparte la naturaleza divina del Anciano de Días, manteniendo al mismo tiempo una distinción personal.

Pero eso no es todo: Este “Hijo del Hombre” comparte el trono divino (implícito en 7:9-14), a diferencia de ángeles que siempre están frente al trono (1 Enoc 14:21-23). Además, la expresión «como hijo de hombre» (7:13) indica humanidad divinizada más que naturaleza angélica: El Hijo del Hombre no es un ángel, tampoco un simple humano, es un Dios-Hombre. Es por eso que la recepción cristiana primitiva (Justino, Dial. 76; Ireneo, Adv. Haer. IV.20.11) interpretó esta perícopa, no solo como una afirmación cristológica, sino como revelación prototrinitaria.

Como señala Erickson (2013), la relación entre las figuras en Daniel 7 apunta a una pluralidad dentro de la unidad de Dios, consistente con la doctrina trinitaria (p. 359). En este punto, resulta pertinente analizar la teología de los dos poderes celestiales, doctrina destacada en el judaísmo del Segundo Templo.

Los dos poderes en el judaísmo antiguo

La teología de los dos poderes en el cielo, prominente en el judaísmo del Segundo Templo (516 a.C. – 70 d.C.), reconoce dos figuras divinas dentro del monoteísmo: Yahvé, el Dios supremo, y una segunda figura divina, identificada como el Ángel de Yahvé, la Sabiduría o el Hijo del Hombre. Esta perspectiva se basa en textos como Éxodo 23:20-23, donde el Ángel de Yahvé lleva el Nombre divino y tiene autoridad para perdonar pecados, atributos exclusivos de Dios (Heiser, 2015, p. 140; Goldingay, 2003, p. 563). En Génesis 19:24, Yahvé en la tierra interactúa con Abraham mientras Yahvé en el cielo actúa, sugiriendo dos manifestaciones simultáneas de la deidad (Heiser, 2015, p. 138; Wenham, 1987, p. 442). En Proverbios 8:22-31, la Sabiduría es personificada como una entidad preexistente que colabora con Yahvé en la creación, una imagen que el judaísmo del Segundo Templo asoció con una figura divina subordinada (Heiser, 2015, p. 152; Bauckham, 1998, p. 62). En Daniel 7, el Hijo del Hombre recibe adoración divina (pelach) y un reino eterno, lo que lo sitúa en el plano divino, pero distinto del Anciano de Días (Heiser, 2015, p. 146). Esta teología fue rechazada en el judaísmo rabínico del siglo II d.C. debido a su asociación con el cristianismo (Heiser, 2015, p. 178; Segal, 1977, p. 68).

La teología de los dos poderes tiene implicaciones significativas para la comprensión de la revelación divina y la cristología. Los cristianos primitivos, siendo judíos monoteístas, encontraron en esta teología un marco para articular la divinidad de Jesús como el Hijo encarnado, distinto del Padre pero uno con Él en esencia (Heiser, 2015, p. 179). Pasajes del Nuevo Testamento como Juan 1:1-14, Filipenses 2:6-11 y Hebreos 1:3 reflejan esta continuidad, identificando a Jesús con la segunda figura divina del judaísmo del Segundo Templo, como el Hijo del Hombre o el Logos. Además, la teología de los dos poderes no compromete el monoteísmo, ya que las dos figuras comparten la misma esencia divina. Esto contrasta con las interpretaciones del unicitarismo, que niega cualquier distinción personal en la deidad.

La teología de los dos poderes sirvió, para los primeros cristianos, como un puente entre el monoteísmo del Antiguo Testamento y la doctrina trinitaria, mostrando que la pluralidad divina era un concepto familiar en el judaísmo antiguo antes de ser formalizado por la iglesia cristiana (Heiser, 2015, p. 147). Un análisis histórico-teológico revela que fue el judaísmo rabínico postcristiano, en su polémica contra el naciente cristianismo, quien institucionalizó el rechazo tajante a toda noción de pluralidad en la Divinidad. Este sector, frecuentemente caracterizado por los Padres de la Iglesia como «sinagoga incrédula», estableció como dogma la estricta unicidad divina (yihud ha-Shem), imponiendo bajo pena de herem (excomunión) la negación de cualquier distinción hipostática en la Deidad. Paradójicamente, esta postura, originalmente anti-cristiana, ha sido retomada en tiempos modernos por ciertos movimientos sectarios que, bajo apariencia de cristianismo, reproducen los mismos postulados unicitarios que la ortodoxia judía elaboró como reacción contra la fe trinitaria.

Este rechazo de la teología de los dos poderes ocurrió principalmente en el siglo II d.C., en el contexto del judaísmo rabínico emergente tras la destrucción del Segundo Templo en el 70 d.C. Este período, marcado por la consolidación del judaísmo bajo líderes como los rabinos de Yavné, vio un esfuerzo por definir una ortodoxia monoteísta más estricta frente a las influencias externas, particularmente del cristianismo (Segal, 1977, p. 33). Las discusiones rabínicas sobre los «dos poderes» se documentan en textos como el Talmud de Babilonia (p. ej., Sanedrín 38b), donde se condenan interpretaciones de pasajes bíblicos que sugieren dos figuras divinas, como Génesis 19:24 y Daniel 7:9-14 (Heiser, 2015, p. 178).

Geográficamente, este rechazo se centró en Palestina, particularmente en Yavné, donde los rabinos, liderados por figuras como Rabí Gamaliel II, trabajaron para unificar el judaísmo tras la pérdida del Templo. Sin embargo, la influencia de estas ideas se extendió a comunidades judías en la diáspora, como Babilonia, donde los debates teológicos continuaron en las academias rabínicas (Segal, 1977, p. 68). El rechazo no fue un evento único, sino un proceso gradual que se intensificó a medida que el cristianismo ganaba adeptos y articulaba la divinidad de Jesús en términos que resonaban con la teología de los dos poderes.

El rechazo de la teología de los dos poderes por parte del judaísmo rabínico tuvo múltiples razones, todas relacionadas con el contexto histórico y teológico del siglo II d.C.:

  1. La identificación cristiana de Jesús con la segunda figura divina: El cristianismo primitivo adoptó la teología de los dos poderes para afirmar la divinidad de Jesús, identificándolo con el Hijo del Hombre de Daniel 7 (Mateo 26:64; Apocalipsis 1:13-14) y el Logos divino (Juan 1:1-14). Esta interpretación, que veía a Jesús como una figura divina distinta pero unida al Padre, amenazaba la comprensión judía del monoteísmo, especialmente porque los cristianos afirmaban que Jesús era digno de adoración (Filipenses 2:9-11). Los rabinos percibieron esta cristología como una forma de ditheísmo, lo que los llevó a rechazar cualquier teología que sugiriera dos figuras divinas para evitar asociaciones con el cristianismo (Heiser, 2015, p. 179; Segal, 1977, p. 33).
  2. La necesidad de unificar el judaísmo post-templo: Tras la destrucción del Segundo Templo, el judaísmo rabínico buscó establecer una identidad religiosa unificada frente a las divisiones internas y las influencias externas, como el cristianismo, el gnosticismo y el helenismo. La teología de los dos poderes, que había sido tolerada en el judaísmo del Segundo Templo, fue vista como un riesgo para la ortodoxia monoteísta, ya que podía ser malinterpretada como politeísmo o como apoyo a las afirmaciones cristianas sobre Jesús (Hurtado, 2003, p. 35; Segal, 1977, p. 68). Los rabinos, por tanto, reinterpretaron textos como Daniel 7 de manera más estrictamente monoteísta, negando cualquier distinción personal en la deidad.
  3. La reacción contra el gnosticismo y otras herejías: Además del cristianismo, el gnosticismo, con su dualismo y especulaciones sobre seres divinos intermedios, representaba otra amenaza teológica. Los rabinos asociaron la teología de los dos poderes con estas ideas, ya que algunos grupos gnósticos usaban textos bíblicos similares para justificar sus cosmologías (Segal, 1977, p. 40). Para proteger el monoteísmo, los rabinos condenaron cualquier interpretación que sugiriera múltiples figuras divinas, incluyendo la de los dos poderes (Heiser, 2015, p. 178).
  4. La reinterpretación de textos bíblicos: Los rabinos desarrollaron exégesis que minimizaban la pluralidad en pasajes como Daniel 7 y Génesis 19:24. Por ejemplo, interpretaron al Hijo del Hombre como una figura simbólica (como el pueblo de Israel) en lugar de una entidad divina, y explicaron las referencias a dos manifestaciones de Yahvé como expresiones poéticas o antropomorfismos (Collins, 1993, p. 283; Segal, 1977, p. 70). Estas reinterpretaciones buscaban eliminar cualquier base para las afirmaciones cristianas sobre la divinidad de Jesús.

El rechazo de la teología de los dos poderes fue, en gran medida, una reacción directa contra la cristología cristiana. Los cristianos primitivos, siendo judíos monoteístas, encontraron en esta teología un marco para articular la divinidad de Jesús como la segunda figura divina, distinta del Padre pero unida en esencia (Heiser, 2015, p. 147; Bauckham, 1998, p. 74). Al condenar los dos poderes, los rabinos buscaban deslegitimar estas afirmaciones, reafirmando un monoteísmo estricto que no admitía distinciones personales en la deidad. Sin embargo, esta postura contrastaba con la evidencia bíblica, como el pelach otorgado al Hijo del Hombre en Daniel 7, y con la práctica del judaísmo del Segundo Templo, que toleraba estas ideas (Heiser, 2015, p. 145).

El rechazo rabínico también tuvo implicaciones teológicas duraderas. Al eliminar la pluralidad divina, el judaísmo rabínico se alejó de la revelación progresiva que culmina en el Nuevo Testamento, donde la Trinidad se articula como un solo Dios en tres personas (Mateo 28:19; 2 Corintios 13:14). Esta divergencia marcó una separación definitiva entre el judaísmo y el cristianismo, ya que los cristianos continuaron desarrollando la teología de los dos poderes en la doctrina trinitaria, mientras que los rabinos reforzaron un monoteísmo unitario (Frame, 2002, p. 702).

Al reinterpretar textos como Daniel 7 y condenar la teología de los dos poderes, los rabinos negaron la posibilidad de una pluralidad divina, lo que les permitió rechazar la divinidad de Jesús. Sin embargo, esta postura contradice la evidencia bíblica y el contexto del judaísmo del Segundo Templo, que aceptaba dos figuras divinas dentro del monoteísmo. La teología de los dos poderes, por tanto, proporciona un puente crucial entre el Antiguo Testamento y la doctrina trinitaria, destacando la coherencia de la revelación divina frente a las limitaciones del monoteísmo unitario rabínico.

Las objeciones unicitarias y sus contradicciones

La doctrina de la unicidad divina, al insistir en un monoteísmo absoluto, repite los mismos esquemas reductivos del judaísmo rabínico postcristiano, que negó la distinción de personas en la Deidad como reacción anti-trinitaria. Muy a menudo, los teólogos unicitarios argumentan que la visión de Daniel 7 es meramente alegórica, representando a Dios en diferentes manifestaciones, como la divinidad (Anciano de Días) y la humanidad (Hijo del Hombre) de Jesús. Sin embargo, esta interpretación enfrenta problemas insalvables. Primero, las visiones proféticas en la Biblia, lejos de ser meras alegorías, revelan realidades espirituales con un propósito teológico claro (Collins, 1993, p. 280). Negar la distinción entre las figuras de Daniel 7 equivale a ignorar la estructura relacional del texto, donde el Hijo del Hombre no solo recibe autoridad, sino que es adorado de manera reservada para Dios. Segundo, la idea de que Dios se presenta a sí mismo para entregarse autoridad carece de precedentes bíblicos y resulta incoherente, ya que implica una auto-glorificación redundante que no se encuentra en otros textos teofánicos (Goldingay, 1989, p. 167).

Finalmente, afirmar que el Hijo del Hombre representa únicamente la humanidad de Jesús lleva a una contradicción teológica: si solo la humanidad recibe adoración divina, esto violaría el monoteísmo estricto que los unicitarios dicen defender, ya que ningún ser humano puede recibir pelach sin comprometer la exclusividad de la adoración a Dios (Deuteronomio 6:13; Isaías 42:8). La teología de los dos poderes agrava esta dificultad para el unicitarismo, ya que el judaísmo antiguo reconocía dos figuras divinas en textos como Daniel 7, lo que socava la noción de una sola persona divina manifestada de múltiples formas.

El trinitarismo como interpretación coherente

El trinitarismo, por contraste, ofrece una explicación robusta y consistente con la revelación bíblica y el contexto del judaísmo antiguo. La doctrina de la Trinidad sostiene que Dios existe como un solo ser en tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, cada uno plenamente divino, pero diferenciados en sus relaciones interpersonales (Grudem, 1994, p. 247). En Daniel 7, el Anciano de Días puede identificarse con el Padre, mientras que el Hijo del Hombre prefigura al Hijo encarnado, Jesús, quien recibe autoridad y adoración divina (Juan 5:22-23; Filipenses 2:9-11). Esta interpretación no solo preserva la uniidad de Dios, sino que también da cuenta de la pluralidad de personas sugerida en el texto, en línea con la teología de los dos poderes. Además, el Nuevo Testamento refuerza esta lectura al identificar a Jesús con el Hijo del Hombre que recibe gloria y dominio (Mateo 26:64; Apocalipsis 1:13-14), confirmando su naturaleza divina y su distinción del Padre (Hebreos 1:3). Como argumenta Bauckham (1998), el Hijo del Hombre en Daniel 7 es una figura divina que participa en la soberanía de Dios, lo que apunta a una cristología alta coherente con el trinitarismo (p. 74).

El unicitarismo, al rechazar la distinción de personas en la deidad, no solo contradice la evidencia de Daniel 7 y la teología de los dos poderes en el judaísmo antiguo, sino que también socava la coherencia del monoteísmo bíblico. Al insistir en que Dios es una sola persona que se manifiesta en diferentes modos, los unicitarios no pueden explicar adecuadamente cómo una sola persona puede relacionarse consigo misma en términos de entrega de autoridad y recepción de adoración sin caer en contradicciones lógicas. Además, esta postura ignora la revelación progresiva de la Trinidad en el Nuevo Testamento, donde las tres personas divinas interactúan de manera distinta (Mateo 28:19; 2 Corintios 13:14). El unicitarismo ignora, además, el trasfondo del judaísmo del Segundo Templo que ya contemplaba una pluralidad divina (Heiser, 2015, p. 145). Como señala Frame (2002), el unicitarismo reduce la complejidad de la revelación divina a un monismo simplista que no hace justicia a la profundidad de las Escrituras (p. 702). Por ello, el unicitarismo puede considerarse una herejía, no porque carezca de fervor monoteísta, sino porque distorsiona la naturaleza relacional de Dios tal como se revela en la Biblia y en el contexto teológico del judaísmo antiguo.

La visión de Daniel 7:9-14, interpretada a la luz de la teología de los dos poderes, es un testimonio poderoso de la pluralidad divina dentro de la unicidad de Dios, una verdad que el trinitarismo articula con claridad y que el unicitarismo no logra explicar sin incurrir en contradicciones. Las objeciones unicitarias, lejos de resolver el problema, lo agravan al forzar interpretaciones alegóricas que ignoran el texto y comprometen el monoteísmo. La Trinidad, por el contrario, ofrece una comprensión coherente de la revelación divina, afirmando tanto la unicidad de Dios como la distinción de personas, en armonía con toda la Escritura y su contexto histórico-teológico.

Bibliografía:

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