Por Fernando E. Alvarado
Según la teología de la Unicidad, Dios en su modo encarnado se relaciona con Dios en su modo no encarnado como si fueran dos personas distintas, aunque en realidad es la misma persona en ambos modos de existencia. Más allá de ser antibíblica, esta propuesta, aunque ingeniosa, se enfrenta a un desafío significativo: el principio fundamental de que la comunicación genuina requiere la presencia de al menos dos sujetos personales. Es allí donde la Unicidad se crea problemas innecesarios a sí misma. El teólogo unicitario Jason Dulles, afirmó:
“Según la teología de la Unicidad, Dios es unipersonal, y por lo tanto, enfrentamos una pregunta que los trinitarios no tienen: ¿Con quién hablaba Jesús si Él es el Dios unipersonal encarnado? Solo tenemos un par de opciones. La opción que la mayoría de los creyentes de la Unicidad han elegido es la teoría de la «naturaleza orante», en la que la naturaleza humana de Cristo se comunica con su naturaleza divina. Esto resulta en dos personas dentro de Cristo: una divina y una humana. Esta opción no funciona porque confunde una naturaleza humana con una persona humana. Jesús tiene una naturaleza humana que está personalizada por la persona divina; no posee un ego humano distinto. Además, esto destruye la base para la obra mediadora de Cristo en la cruz, así como la fundamentación para afirmar que Jesús es Dios. Debido a estos problemas fundamentales, esta opción debe ser rechazada.”
Para solucionar la obvia inconsistencia de su doctrina, versiones modernas de la teología de la Unicidad ofrecen una interpretación más audaz de las oraciones de Cristo, proponiendo que la comunicación entre el Padre y el Hijo refleja una interacción entre dos modos de conciencia —divina y humana— dentro de una sola persona divina. El teólogo unicitario Jason Dulles, continúa diciendo:
“La otra opción es la que propongo: Cuando Dios se hizo hombre, asumió una existencia humana, siendo consciente de sí mismo exclusivamente como hombre en ese modo de existencia, mientras continuaba siendo consciente de sí mismo como Dios trascendente a la encarnación en su modo divino continuo de existencia. Comprender esta distinción existencial en la única persona de Dios es fundamental para entender la comunicación entre el Padre y el Hijo… En la condescendencia encarnacional de Dios, Él adquirió una nueva forma de existir y un nuevo modo de conciencia que era completamente humano, mientras continuaba existiendo y siendo consciente de sí mismo como lo había hecho siempre antes de su acto encarnacional. Posterior a la encarnación, entonces, Dios existe en dos modos distintos y es consciente de sí mismo de dos maneras distintas: como Dios y como hombre. En su modo de existencia continuo trascendente a la encarnación, funciona exclusivamente como Dios; en su modo de existencia encarnado, funciona exclusivamente como hombre […] La realidad de la encarnación y la subsiguiente distinción existencial es tan profunda que Jesús debe relacionarse con Dios como lo haría cualquier otro ser humano. Existe una distinción fenomenológica entre el Padre y el Hijo —desde el punto de vista genuinamente humano del Hijo— debido a la adquisición de una mente/conciencia humana en la encarnación. Posterior a la encarnación, el Hijo se relaciona con el Padre como si fuera Otro, aunque, de hecho, el Hijo y el Padre son en última instancia la misma persona divina (pero existiendo en dos modos distintos de existencia). Debido al punto de vista genuinamente humano de Cristo, Él puede orar al Padre como si el Padre fuera una persona separada y amar al Padre como si amara a una persona separada (como lo haría cualquier ser humano), aunque el Hijo es la misma persona que el Padre.”
Este enfoque, si bien creativo, se tambalea ante un escrutinio riguroso, pues carece de un fundamento bíblico robusto, tropieza con incoherencias lógicas y no logra captar la profundidad psicológica inherente a la dinámica relacional de las oraciones de Cristo. Lejos de resolver las complejidades de la interacción entre el Padre y el Hijo, la perspectiva unicitarista introduce tensiones teológicas que comprometen la unidad de la persona de Cristo y la autenticidad de su comunión con el Padre. En contraste, la teología trinitaria, al postular personas distintas unidas en una sola esencia divina, proporciona una explicación más coherente y fiel a las Escrituras, iluminando la riqueza de la relación interpersonal dentro de la Deidad.

La distinción personal entre el Padre y el Hijo
El argumento unicitario sostiene que las oraciones de Cristo reflejan una comunicación entre dos modos de existencia (divino y humano) dentro de una sola persona divina, evitando así la necesidad de múltiples personas en la Deidad. Sin embargo, los textos bíblicos presentan consistentemente al Padre y al Hijo como personas distintas que interactúan de manera relacional. En Juan 17:1-5, Jesús ora al Padre, pidiéndole que lo glorifique, lo que implica una relación interpersonal clara: «Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti» (Juan 17:1, NVI). Esta oración no solo refleja una distinción funcional, sino una relación personal donde el Hijo se dirige al Padre como un «tú» distinto, con voluntad propia. Además, en Mateo 26:39, Jesús clama: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú quieras» (NVI). La sumisión del Hijo a la voluntad del Padre indica una distinción de voluntades, incompatible con la noción unicitarista de una sola persona con dos modos de conciencia (Grudem, 1994, p. 243). La unicidad no puede explicar adecuadamente cómo una sola persona puede tener voluntades opuestas sin incurrir en una contradicción psicológica o en una división de la persona divina.
La teología unicitarista también ignora pasajes como Juan 1:1, que declara: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios» (NVI). La preposición griega pros («con») implica una relación interpersonal entre el Verbo (el Hijo) y Dios (el Padre), sugiriendo distinción personal sin comprometer la unidad esencial (Carson, 1991, p. 117). Esta relación preexistente entre el Padre y el Hijo, antes de la encarnación, refuta la idea de que la distinción entre ambos surge solo como resultado de la encarnación, como propone teólogos unicitarios como Jason Dulle. La perspectiva trinitaria, por contraste, armoniza estos textos al reconocer al Padre y al Hijo como personas distintas dentro de la única esencia divina (Erickson, 2013, p. 361).

La incoherencia de la comunicación intramodal
Desde un punto de vista lógico, el argumento unicitarista de que una sola persona con dos mentes (una divina y otra humana) puede sostener una comunicación genuina enfrenta serios problemas. En un artículo titulado “Jesus’ Prayers: It Doesn’t Take Two Persons to Tango”, el teólogo unicitario Jason Dulle argumenta que la comunicación requiere dos mentes, no necesariamente dos personas, y que en Cristo, la mente humana se comunica con la mente divina dentro de la misma persona. Sin embargo, esta propuesta es lógicamente problemática, ya que la comunicación genuina implica intencionalidad, alteridad y reciprocidad, características que requieren sujetos personales distintos. Si el Padre y el Hijo son simplemente modos de una misma persona, la comunicación entre ellos se reduce a un monólogo interno, lo que contradice el carácter relacional de las oraciones de Cristo, como se ve en Juan 11:41-42, donde Jesús ora públicamente para que los oyentes crean que el Padre lo envió (Moreland & Craig, 2003, p. 589). Un monólogo interno carece de la capacidad de cumplir este propósito pedagógico, ya que no hay un «otro» real al que se dirija.
Además, la noción de dos mentes dentro de una sola persona plantea una división ontológica que roza el nestorianismo, una herejía que separa a Cristo en dos personas (divina y humana). Tal acusación no es gratuita. La teología de la unicidad sostiene que Cristo, siendo una sola persona divina, posee dos mentes distintas: una mente divina, que opera en su modo trascendente como Padre, y una mente humana, que funciona en su modo encarnado como Hijo. Esta distinción permite, según la Unicidad, que Cristo ore al Padre como si fuera otro, manteniendo la comunicación dentro de una sola persona. El problema radica en que esta propuesta introduce una división funcional tan profunda que, en la práctica, asemeja a Cristo a dos sujetos con voluntades e intencionalidades propias, un rasgo característico del ya cuestionado nestorianismo. El nestorianismo, condenado en el Concilio de Éfeso (431 d.C.), postulaba que en Cristo coexistían dos personas (una divina y una humana) unidas solo moralmente, no ontológicamente, lo que comprometía la unidad de la persona de Cristo (McGrath, 2017, p. 148). En la Unicidad, aunque se afirma la unidad ontológica, la atribución de dos mentes funcionales que se relacionan como si fueran sujetos distintos recrea una división práctica que imita la separación nestoriana, ya que las mentes parecen actuar como centros de conciencia independientes (Grudem, 1994, p. 560). La Unicidad, por lo tanto, es solo una variante suave de nestorianismo.
Pero el problema lógico central de la Unicidad radica en cómo una sola persona puede sostener dos voluntades o intencionalidades distintas sin fragmentar su unidad personal. En la teología unicitarista, las oraciones de Cristo, como en Getsemaní («No sea como yo quiero, sino como tú quieras», Mateo 26:39, NVI), implican una distinción de voluntades entre la mente humana de Cristo y la mente divina del Padre, ambas supuestamente ancladas en una sola persona. Sin embargo, esta distinción de voluntades sugiere una dualidad de centros de decisión que es difícil de reconciliar con la unidad personal. El nestorianismo clásico incurría en un error similar al atribuir a Cristo dos sujetos que actuaban independientemente, lo que llevaba a una división de su persona (Kelly, 1978, p. 311). La Unicidad, al postular que la mente humana de Cristo ora a su mente divina, introduce una dinámica relacional que requiere, en términos prácticos, dos sujetos psicológicos, lo que socava la afirmación de una sola persona divina. La teología trinitaria, por contraste, resuelve este problema al atribuir las oraciones de Cristo a una comunicación interpersonal entre dos personas distintas (el Padre y el Hijo) dentro de la misma esencia divina, preservando la unidad sin caer en una división funcional (Erickson, 2013, p. 363).
La propuesta unicitarista también tiene implicaciones cristológicas problemáticas que refuerzan su cercanía al nestorianismo. Al describir a Cristo como poseedor de dos mentes que operan de manera distinta —una que ora y otra que recibe la oración—, la Unicidad crea una imagen de Cristo en la que la mente humana actúa como un sujeto autónomo que se relaciona con la mente divina como si fuera un «otro». Esto es evidente en pasajes como Juan 17:5, donde Cristo pide al Padre que lo glorifique, lo que implica una relación de dependencia y sumisión que solo tiene sentido si el Hijo es un sujeto personal distinto del Padre (Carson, 1991, p. 558). La teología unicitarista, al intentar explicar esta relación como un diálogo intramodal, termina atribuyendo a la mente humana de Cristo un grado de autonomía que se asemeja a una persona separada, un eco claro del error nestoriano. Como señala Donald Macleod, la unidad de la persona de Cristo requiere que sus acciones, incluidas sus oraciones, reflejen una sola identidad personal, no una dualidad de conciencias que operan como si fueran sujetos independientes (Macleod, 1998, p. 139).
La Unicidad intenta evitar la acusación de nestorianismo al insistir en que ambas mentes están ontológicamente unidas en una sola persona divina. Sin embargo, esta afirmación no resuelve el problema, ya que la unidad ontológica no elimina la división funcional que surge al atribuir a Cristo dos centros de conciencia que interactúan como si fueran personas distintas. La comunicación genuina, como la que se observa en las oraciones de Cristo, requiere intencionalidad y alteridad, características que son propias de sujetos personales, no de modos de conciencia dentro de una misma persona (Moreland & Craig, 2003, p. 590). La teología trinitaria, al postular que el Padre y el Hijo son personas distintas unidas en una sola esencia, ofrece una explicación más coherente que evita tanto el nestorianismo como la fragmentación de la persona de Cristo, manteniendo la integridad de su relación interpersonal sin comprometer su deidad (Plantinga, 1986, p. 27).

La naturaleza de la conciencia relacional
Psicológicamente, la propuesta unicitarista de que Cristo, como una sola persona, opera con dos conciencias distintas (una divina y otra humana) carece de plausibilidad. La psicología de la comunicación interpersonal subraya que la interacción significativa requiere sujetos con voluntad e identidad propias. En el caso de Cristo, sus oraciones reflejan una experiencia de alteridad: el Hijo se dirige al Padre como un «tú» con quien mantiene una relación de amor, obediencia y sumisión (Juan 17:24). Esta dinámica relacional es psicológicamente incompatible con la idea de una sola persona que se comunica consigo misma a través de dos modos de conciencia. Como señala el psicólogo teológico Donald Macleod, la relación entre el Padre y el Hijo en las Escrituras refleja una «reciprocidad afectiva» que solo es posible entre personas distintas, no entre modos de una misma persona (Macleod, 1998, p. 134).
Además, la unicidad no explica cómo una sola persona puede experimentar una relación de amor interpersonal, como Jesús describe en Juan 17:26: «Les he dado a conocer tu nombre, y lo haré conocer aún más, para que el amor con que me has amado esté en ellos, y yo mismo esté en ellos» (NVI). El amor descrito aquí no es un amor autorreferencial, sino un amor interpersonal que fluye entre el Padre y el Hijo, y que se extiende a los creyentes. La psicología de las relaciones humanas confirma que el amor requiere un «otro» real, no una proyección de la propia conciencia (Buber, 1970, p. 56). La teología trinitaria, al reconocer al Padre y al Hijo como personas distintas, ofrece una explicación más robusta para esta dinámica relacional.

El Dios mentalmente enfermo de la teología de la unicidad
La teología de la Unicidad, al proponer que Cristo, como una sola persona divina, posee dos mentes distintas (una divina operando como Padre y una humana operando como Hijo) que interactúan en una relación comunicativa, plantea una configuración psicológica que, desde una perspectiva psicológica y psiquiátrica, podría asemejarse a patrones observados en trastornos disociativos o de identidad, como el trastorno de identidad disociativo (TID). Aunque la aplicación de categorías clínicas a la Deidad debe hacerse con extremo cuidado para evitar reduccionismos antropomórficos, el análisis psicológico y psiquiátrico de esta propuesta unicitarista revela tensiones inherentes que sugieren una división funcional en la persona de Cristo que, en términos humanos, reflejaría una fragmentación patológica de la conciencia. Dicho en lenguaje sencillo: La Unicidad convierte a Dios en un ser con problemas mentales.
Puesto que la doctrina unicitarista sostiene que Cristo, siendo una sola persona divina, opera con dos mentes que interactúan como si fueran sujetos distintos (la mente humana ora a la mente divina, como se observa en pasajes como Mateo 26:39), es justo reconocer que, desde una perspectiva psicológica, esta dinámica de interacción entre dos centros de conciencia dentro de una misma persona evoca el trastorno de identidad disociativo (TID), caracterizado por la presencia de dos o más identidades o estados de personalidad que controlan alternativamente el comportamiento del individuo, a menudo acompañados de una percepción de alteridad entre estas identidades (American Psychiatric Association, 2013, p. 292). En el TID, las personalidades disociadas pueden comunicarse internamente, experimentar voluntades distintas y actuar como si fueran entidades separadas, lo que resulta en una fragmentación de la unidad personal del sujeto. La Unicidad, al atribuir a Cristo dos mentes que se relacionan como si fueran sujetos distintos (el Hijo orando al Padre), introduce una división funcional que, en un contexto humano, sería interpretada como una disociación patológica, ya que implica una ruptura en la integración de la conciencia, la identidad y la voluntad (Spiegel et al., 2011, p. 839).
En el caso de Cristo, la Unicidad pretende evitar esta fragmentación al afirmar que ambas mentes están ontológicamente unidas en una sola persona divina. Sin embargo, desde un punto de vista psicológico, la interacción entre estas mentes —donde la mente humana de Cristo se dirige a la mente divina como un «otro» con una voluntad distinta— sugiere una dualidad de centros de conciencia que actúan con autonomía relativa. Esta autonomía, aunque teológicamente justificada como un «modo de existencia», se asemeja a la experiencia de las personalidades alternantes en el TID, donde cada identidad percibe al otro como un sujeto separado, incluso si comparten un mismo cuerpo (Putnam, 1989, p. 103). Aplicado a la Deidad, este modelo unicitarista implicaría que la persona divina de Cristo experimenta una división psicológica que, en términos humanos, sería considerada patológica, ya que compromete la unidad funcional de la conciencia.
Muy a su pesar, la Unicidad ha convertido a Dios en un objeto de investigación psiquiátrica, ya que la noción de una sola persona con dos mentes que sostienen voluntades opuestas, como en las oraciones de Getsemaní, plantea un problema significativo. La voluntad, entendida como la capacidad de un sujeto para dirigir intencionalmente sus acciones, es un componente central de la identidad personal (Frankfurt, 1971, p. 6). En la psicología clínica, la presencia de voluntades conflictivas dentro de un mismo individuo, especialmente cuando estas se expresan como si provinieran de centros de conciencia separados, se asocia con trastornos como el TID o incluso con formas de esquizofrenia, donde el individuo experimenta voces o impulsos que percibe como externos a su yo central (Sass, 1992, p. 214). En la propuesta unicitarista, la mente humana de Cristo, al expresar una voluntad distinta («no sea como yo quiero») de la mente divina («sino como tú quieras»), sugiere una fragmentación de la voluntad que, en un contexto humano, sería indicativa de una desintegración de la unidad personal.
Esta división de voluntades plantea una pregunta crucial: ¿cómo puede una sola persona divina mantener una unidad ontológica mientras sus mentes expresan intencionalidades opuestas? En términos psiquiátricos, la unidad de la persona requiere una integración coherente de la conciencia, la memoria y la voluntad, de modo que el sujeto actúe como un agente unificado (Dennett, 1991, p. 227). La Unicidad, al postular que Cristo ora a sí mismo a través de dos mentes, introduce una dinámica que, en un marco humano, reflejaría una patología, ya que la comunicación entre las mentes implica una percepción de alteridad que socava la cohesión de la identidad personal. En contraste, la teología trinitaria, al atribuir las oraciones de Cristo a una relación interpersonal entre dos personas distintas (el Padre y el Hijo) dentro de una sola esencia divina, evita esta fragmentación al permitir que las voluntades distintas sean propias de personas distintas, preservando la integridad psicológica de cada una (Macleod, 1998, p. 134).
En su fallido intento por justificar una herejía a la cual se aferran obstinadamente, los unicitarios olvidan que la comunicación genuina requiere un sentido de alteridad, es decir, la percepción de un «otro» real con quien se establece una relación recíproca (Buber, 1970, p. 56). En la Unicidad, las oraciones de Cristo, como en Juan 17:1-5, donde el Hijo se dirige al Padre como un «tú» con quien dialoga, implican una experiencia de alteridad que es difícil de reconciliar con la idea de una sola persona comunicándose consigo misma. Desde una perspectiva psicológica, un monólogo interno, incluso si se articula a través de dos mentes, carece de la reciprocidad y la intencionalidad que caracterizan la comunicación interpersonal. En trastornos como el TID, los pacientes pueden experimentar diálogos internos entre personalidades disociadas, pero estos diálogos no constituyen una comunicación genuina, ya que carecen de un «otro» ontológicamente distinto (Kluft, 1984, p. 138).
Aplicado a la Deidad, el modelo unicitarista sugiere que Cristo se relaciona consigo mismo de una manera que, en términos humanos, sería análoga a una disociación patológica, ya que la mente humana de Cristo percibe a la mente divina como un «otro» sin que exista una distinción personal real. La teología trinitaria, por otro lado, ofrece una explicación más coherente al postular que las oraciones de Cristo reflejan una relación interpersonal entre dos personas divinas distintas (el Padre y el Hijo), unidas en una sola esencia. Esta relación interpersonal permite una comunicación genuina sin requerir una división funcional dentro de una sola persona, evitando así cualquier analogía con trastornos disociativos (Plantinga, 1986, p. 27). La dinámica trinitaria preserva la unidad de la Deidad mientras permite la alteridad necesaria para una relación psicológicamente coherente.

La unicidad siempre será una herejía incoherente
La teología unicitarista, aunque creativa en su intento de explicar las oraciones de Cristo desde una perspectiva unipersonal, falla en proporcionar una explicación bíblicamente fiel, lógicamente coherente y psicológicamente plausible. Los textos bíblicos, como Juan 17 y Mateo 26, presentan al Padre y al Hijo como personas distintas en una relación interpersonal genuina, incompatible con la noción de una sola persona con dos modos de conciencia. Lógicamente, la comunicación intramodal propuesta por la unicidad se reduce a un monólogo que no puede dar cuenta de la alteridad y reciprocidad evidentes en las oraciones de Cristo. Psicológicamente, la dinámica relacional de amor y sumisión entre el Padre y el Hijo requiere sujetos personales distintos, no meros modos de una misma persona.
La propuesta unicitarista de que Cristo posee dos mentes comunicantes dentro de una sola persona divina introduce una división funcional que, en un contexto humano, sería análoga al trastorno de identidad disociativo o a otras formas de fragmentación de la conciencia. La interacción entre la mente humana y la mente divina de Cristo, que implica voluntades opuestas y una percepción de alteridad, sugiere una desintegración de la unidad personal que, en términos clínicos, reflejaría una patología mental. El trinitarismo, al reconocer al Padre y al Hijo como personas distintas dentro de una sola esencia, ofrece una explicación más coherente que evita estas analogías patológicas, manteniendo la integridad psicológica de la Deidad y la autenticidad de la relación interpersonal manifestada en las oraciones de Cristo. Más importante aún, la doctrina trinitaria, al afirmar la distinción personal dentro de la unidad esencial de la Deidad, ofrece una explicación superior que armoniza los datos bíblicos, lógicos y psicológicos, manteniendo la plena deidad de Cristo y la integridad de su relación con el Padre.

Referencias:
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