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La apostasía del creyente y el sello del Espíritu Santo

Por Fernando E. Alvarado.

El concepto del sello del Espíritu Santo es fundamental en la teología cristiana, especialmente en la comprensión de la identidad y la seguridad del creyente. Este sello se menciona en varias ocasiones en las Escrituras, y su significado va más allá de un simple marcado físico, reflejando una identificación espiritual y una garantía divina. De acuerdo con la Biblia, el sello del Espíritu Santo implica una marca distintiva que identifica a los creyentes como propiedad de Dios y como parte de su familia espiritual. En Efesios 1:13-14, Pablo escribe:

«En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria.»

En dicho pasaje, el apóstol Pablo nos enseña que el sello del Espíritu Santo es simultáneamente un símbolo de la pertenencia de los creyentes a Dios y una garantía anticipada de su redención completa. Según Lewis Sperry Chafer, en su obra Systematic Theology, el sello del Espíritu Santo representa «una garantía segura y visible de la genuinidad de la fe del creyente y de la seguridad de su salvación futura» (Chafer, 1948, p. 200).Estaperspectiva resalta la importancia del sello como un acto divino que asegura la posición del creyente ante Dios y su protección espiritual.

El recibir el sello del Espíritu Santo ocurre en el momento de la conversión, cuando una persona acepta a Jesucristo como su Salvador y Señor. Este acto espiritual no solo identifica al creyente como hijo de Dios, sino que también marca un cambio esencial en su relación con Dios y en su vida espiritual. Romanos 8:9 dice: «Pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él.»

La recepción del sello del Espíritu Santo también implica un compromiso continuo con la obra transformadora del Espíritu en la vida del creyente. Esto se evidencia en la exhortación de Pablo en Efesios 4:30: «No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención.» Aquí, el apóstol insta a los creyentes a vivir de acuerdo con su identidad sellada, evitando conductas que entristezcan al Espíritu Santo.

En su libro Systematic Theology, Wayne Grudem explica que el sello del Espíritu Santo es «una obra del Espíritu Santo mediante la cual él identifica a los creyentes como propiedad de Dios, los asegura como tales y les garantiza la redención futura» (Grudem, 1994, p. 788). Esta perspectiva resalta la seguridad y la garantía que el sello proporciona a los creyentes en su caminar espiritual.

Todos estos aspectos de la obra del Espíritu Santo en la vida del creyente, hacen del sello del Espíritu Santo un concepto teológico crucial que revela nuestra identidad como propiedad de Dios y garantiza nuestra futura redención. A través de la obra transformadora del Espíritu, los creyentes somos marcados y asegurados como parte del pueblo de Dios, viviendo en anticipación de la plenitud de la redención prometida.

LA PALABRA SELLO EN LA BIBLIA Y EN LAS CULTURAS ANTIGUAS

La palabra sello y sus formas relacionadas se encuentran alrededor de ochenta veces en la Biblia. El sustantivo «sello» es la traducción del hebreo ôām y el griego sfragis. Esta palabra es muy antigua, y se encuentra entre los pueblos de Egipto, Babilonia, Asiría, y los hebreos. Su uso bíblico más antiguo se encuentra en Gn. 38:18, 25. Esta palabra se usa en dos formas en la Biblia, una literal y otra figurada.

  1. USO LITERAL: Literalmente el sello era una sustancia dura sobre la que se colocaba algún signo o figura. Sellos grabados cuidadosamente eran, por lo general, de cornalina, jaspe, ágata, ónice, roca cristalizada, lapislázuli, hematites y piedra caliza; mientras que el tipo más corriente que se encontraba en Palestina, era de caliza no dura o esteatita (Porada, 1955). De acuerdo con Free, “El sello se usaba para hacer una impresión en sustancias blandas tales como cera y arcilla. Algunos de estos sellos eran cilíndricos en forma; algunos se hacían en la forma de un cono; otros eran confeccionados como coleóptero de Egipto, y se los llamaban escarabajos. Estos eran muy comunes en Egipto y los usados durante el período de los Hiksos suplen al arqueólogo con valiosa información en cuanto a los hechos de la historia bíblica.” (Free, 1950, p. 85).

Los pequeños sellos, con frecuencia llamados sellos de impresión, son los más antiguos de las tres variedades. Se usaban para una gran variedad de propósitos tales como dar autoridad o autenticidad a las cartas y órdenes (1 R. 21:8; Neh. 9:38; Est. 8:2). Las puertas de los tiempos antiguos frecuentemente se cerraban y sellaban de la siguiente manera: se derramaba cera sobre una cuerda o cordón estirado a través de la puerta; cuando aún estaba blanda se le estampaba el sello (Dn. 6:17; Mt. 27:66).

  • USO FIGURADO O SIMBÓLICO: El uso figurado de esta palabra a veces denota propiedad o responsabilidad (Ef. 1:13; 2 Ti. 2:19). También puede denotar cosas como seguridad (Ef. 4:30); autenticidad (Jn. 3:33); aislamiento o secreto (Dn. 12:4; Ap. 10:4); prueba de autenticidad (1 Co. 9:2) (Cleveland, 2006). Este es el sentido que nos compete en este artículo.

EL SELLO DEL ESPÍRITU

El Espíritu Santo es conocido como el “sello,” y las “arras” en los corazones de los cristianos (2 Corintios 1:22; 5:5; Efesios 1:13-14; 4:30). El Espíritu Santo es el sello de Dios sobre Su pueblo, Su derecho sobre nosotros como Su propiedad. La palabra griega traducida como “arras” en estos pasajes es arrhabōn (ἀῤῥαβών) que significa “prenda,” esto es, parte del dinero de la compra o propiedad dada como enganche o anticipo para garantizar la seguridad de lo que resta (Strong, 2002). El don del Espíritu a los creyentes, es el pago inicial de nuestra herencia celestial, que Cristo prometió y aseguró para nosotros en la cruz. Debido a que el Espíritu nos ha sellado, estamos seguros de nuestra salvación. Nadie puede romper el sello de Dios.

El Espíritu Santo es dado a los creyentes como un “enganche” para asegurarnos que nuestra herencia completa como hijos de Dios nos será entregada. El Espíritu Santo nos es dado para confirmarnos que pertenecemos a Dios quien nos da Su Espíritu como un don o regalo, así como lo son la fe y la gracia (Efesios 2:8-9).

A través del don del Espíritu, Dios nos renueva y santifica. Él produce en nuestros corazones esos sentimientos, esperanzas y deseos que son la evidencia de que somos aceptados por Dios, que somos considerados como Sus hijos adoptivos, que nuestra esperanza es genuina, y que nuestra recompensa y salvación están aseguradas, de la misma forma que un sello garantiza un testamento o un contrato.

Dios nos concede Su Espíritu Santo como garantía de la promesa de que somos Suyos para siempre y que seremos guardados en el último día. La prueba de la presencia del Espíritu es Su operación en el corazón del creyente, la cual produce arrepentimiento, el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22-23), conformidad con los mandamientos y voluntad de Dios, una pasión por la oración y la alabanza, y amor por Su pueblo. Estas cosas son las evidencias de que el Espíritu Santo ha renovado el corazón del cristiano que ha sido sellado para el día de la redención.

La pregunta es: ¿Puede dicho sello ser roto? ¿Es posible que Dios retire dicho sello del creyente y este último se pierda? ¿o es que el sello es irrompible, irrevocable y, por lo tanto, la salvación no se pierde?

LAS ARRAS QUE SE PIERDEN Y UN SELLO QUE PUEDE ROMPERSE POR APOSTASÍA DEL CREYENTE

Analicemos cada una de las palabras usadas por Pablo para referirse a la obra salvífica y redentora del Espíritu Santo sobre nosotros. La primera de ellas es “arras”. En el contexto teológico cristiano (como se mencionó anteriormente), el término «arras» proviene de la palabra griega arrhabōn (ἀῤῥαβών), que se traduce como «prenda» o «depósito». Esta palabra era común en la cultura judía y greco-romana, refiriéndose a una suma de dinero u otro bien entregado como garantía o anticipo de un acuerdo o contrato más amplio. En el Nuevo Testamento, el apóstol Pablo utiliza esta metáfora para ilustrar el papel del Espíritu Santo como garantía de la salvación futura y la posesión eterna de los creyentes.

En 2 Corintios 1:22, Pablo escribe: «el cual también nos ha sellado y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones». Esta declaración indica que el Espíritu Santo es dado como una garantía o prenda de la herencia eterna que los creyentes recibirán en su totalidad en el futuro. Esta idea se refuerza en Efesios 1:13-14, donde se describe al Espíritu Santo como «las arras de nuestra herencia», asegurando la redención completa de los redimidos hasta la adquisición final de la posesión de Dios.

¿Cómo entendieron esto los primeros cristianos y los Padres de la Iglesia?

En la antigua Iglesia cristiana, el concepto de las arras, entendido como un depósito o garantía de la salvación futura, se desarrolló y se discutió en el contexto de la doctrina de la redención y la seguridad espiritual. Los Padres de la Iglesia no solo utilizaron la metáfora de las arras en términos teológicos, sino que también reflexionaron sobre su significado práctico y espiritual dentro de la experiencia cristiana (Metzger, 1991).

Tertuliano, uno de los primeros teólogos cristianos del siglo II, describe el Espíritu Santo como las arras divinas de la redención futura de los creyentes. En su obra De resurrectione carnis, Tertuliano expone: «El Espíritu Santo es la prenda y arras de nuestra resurrección futura» (Tertuliano, De resurrectione carnis, 8.1). Esta afirmación resalta el papel del Espíritu Santo como un depósito divino que asegura la plenitud de la redención prometida por Dios.

Orígenes, un erudito y teólogo del siglo III, también abordó el tema de las arras en su comentario sobre la Epístola a los Efesios. En su interpretación de Efesios 1:13-14, Orígenes explica: «El Espíritu Santo es como un depósito, una arra, una garantía de lo que está por venir» (Orígenes, Comentario sobre Efesios, 1:13-14). Aquí, Orígenes enfatiza la seguridad y la certeza que el Espíritu Santo proporciona a los creyentes en su espera por la plenitud de la redención.

Cipriano de Cartago, en el siglo III, trató el tema de las arras en relación con la seguridad y la perseverancia de los santos. En su obra De lapsis, Cipriano escribe: «El Espíritu Santo, que se nos ha dado como prenda y arras en este mundo, nos asegura y fortalece para la vida eterna» (Cipriano, De lapsis, 10). Este pasaje muestra cómo Cipriano conecta las arras del Espíritu con la garantía de la vida eterna para aquellos que permanecen fieles en su fe.

Jerónimo, en su comentario sobre el profeta Ezequiel, también usa la metáfora de las arras para ilustrar la relación entre los creyentes y Dios. En su interpretación de Ezequiel 16:8, Jerónimo escribe: «El Espíritu Santo es como un depósito o arras de la gracia divina que Dios da a su pueblo» (Jerónimo, Comentario sobre Ezequiel, 16:8). Aquí, Jerónimo enfatiza la generosidad de Dios al dar el Espíritu Santo como una muestra anticipada de su amor y favor hacia su pueblo.

En los escritos de los Padres de la Iglesia, se puede observar cómo la metáfora de las arras fue utilizada para expresar la seguridad y la garantía que el Espíritu Santo proporciona a los creyentes en cuanto a su salvación futura. Sin embargo, jamás creyeron que fuese imposible perder dichas “arras” o que la salvación pudiese conservarse a pesar de la apostasía o el pecado impenitente y repetitivo.

Tertuliano discute la idea de la apostasía y la pérdida de la gracia en varios de sus escritos. En De paenitentia (Sobre la penitencia), Tertuliano habla sobre la posibilidad de que aquellos que caen en pecado grave pierdan la gracia salvadora y necesiten arrepentimiento sincero para restaurarla. Tertuliano afirmó en sus escritos:

«No puede haber reconciliación con Dios para el que le ha traicionado» (Tertuliano, De paenitentia, Capítulo 8).

«Porque el Hijo de Dios ha venido para salvar a los pecadores, pero en ningún lugar salva a los apóstatas» (Tertuliano, De paenitentia, Capítulo 10).

En su obra De lapsis (Sobre los caídos), Cipriano aborda el tema de los cristianos que han renunciado a su fe durante la persecución. Su tratamiento de la restauración de los caídos sugiere que la apostasía puede poner en peligro la relación con Dios y, por extensión, la seguridad espiritual que los creyentes tienen en Cristo. En su obra De Lapsis, leemos:

«¡Oh, ceguedad de un corazón miserable, cuya ignorancia no comprende lo que de él se espera; que lo que antes de la persecución había ofrecido a Dios con toda su fuerza, después de la persecución, con la resolución aterrada, arrebató de nuevo!» (Cipriano, De lapsis, 10).

«Quienes han ofrecido sacrificios a los ídolos, quienes se han rendido en las persecuciones, quienes han entregado las Sagradas Escrituras a ser quemadas, son indignos del nombre y del honor de cristianos» (Cipriano, De lapsis, 4).

Orígenes también aborda temas relacionados con la perseverancia y la apostasía en sus comentarios bíblicos y teológicos. En Contra Celsum (Contra Celso), Orígenes discute la necesidad de una fe activa y una vida santa como requisitos para mantener la gracia de Dios y evitar la pérdida espiritual. Orígenes afirmó:

«Pues no es suficiente con ser discípulo de Cristo si no se sigue al Maestro por el camino de la virtud, y si no se imita en la vida a aquel a quien se confiesa en la muerte» (Orígenes, Contra Celsum, Libro IV, Capítulo 35).

«Así como los que han recibido el sello de la fe deben estar en guardia contra el engaño, así también quienes han sido sellados con el Espíritu deben guardarse de caer de la gracia» (Orígenes, Contra Celsum, Libro III, Capítulo 28).

Nótese que Orígenes menciona directamente a quienes han sido “sellados con el Espíritu” y afirma sin reparos que los tales pueden caer de la gracia a pesar de dicho sello si no se guardan del engaño.

Asimismo, en sus comentarios y cartas, Jerónimo discute la importancia de la perseverancia y la lucha contra el pecado para mantener la gracia salvadora. Su enseñanza sobre la vida cristiana implica una comprensión de que la apostasía y la persistencia en el pecado pueden amenazar la relación con Dios. Jerónimo afirmó:

«El que no avanza en la lucha no obtiene la corona, y el que no resiste no será coronado» (Jerónimo, Comentario sobre Ezequiel, Capítulo 18).

«La gracia de Dios nos ayuda a luchar, pero no se nos da sin esfuerzo; de lo contrario, no sería gracia, sino obligación» (Jerónimo, Comentario sobre Ezequiel, Capítulo 33).

Todas estas citas nos muestran claramente cómo los Padres de la Iglesia abordaron temas de apostasía y pérdida espiritual en sus enseñanzas, reflejando una preocupación por la seguridad de la salvación y la importancia de la perseverancia en la fe cristiana. Ellos jamás entendieron que “la salvación no se pierde” o que las “arras” o el “sello del Espíritu” fuesen una garantía de salvación incondicional, sino más bien condicionada: Sin santidad nadie verá al Señor (Hebreos 12:14).

 

¿Cómo hubiese sido entendido el término “arras” en el contexto legal y cultural de Pablo?

¿Por qué los primeros cristianos y los Padres de la Iglesia no entendieron lo mismo que algunos grupos cristianos entienden hoy; es decir, que la salvación no se pierde? Porque el término “arras”, o el hecho de ser sellados con el Espíritu, nunca fue usado con tal significado por Pablo ni por nadie más en las Escrituras. El mismo contexto cultural y legal de la época anula dicha interpretación.

Según la cultura judía y greco-romana de la época, las arras eran un símbolo tangible de un contrato o acuerdo legal. En caso de que una de las partes incumpliera el acuerdo, había consecuencias legales que incluían la posible pérdida de las arras depositadas (Kaser, 1964). Esto ilustra un principio importante en la teología de las arras del Espíritu: si bien el Espíritu Santo es una garantía segura de la salvación, la posibilidad de apostasía y pérdida espiritual también se menciona en la Escritura. Él puede retirarse de nosotros, podemos perder la compañía del Espíritu y ser abandonados a nuestra suerte (Jueces 16:20). Esto es posible porque el Espíritu Santo no es una cosa, sino una persona que puede contristarse (Efesios 4:30) y ser ofendida (Mateo 12:31-32) y, por lo tanto, optar por retirarse de aquel que ha dejado de ser creyente y se ha convertido en un apóstata o pecador impenitente (2 Corintios 6:14-18).

El Dr. Millard J. Erickson, en su obra Christian Theology, explica que «el Espíritu Santo es la garantía de que el creyente recibirá plenamente la salvación en el futuro. Sin embargo, la posesión actual del Espíritu Santo no excluye la posibilidad de pérdida por apostasía o pecado grave no confesado y no arrepentido» (Erickson, 2013, p. 899). Esta perspectiva destaca que aunque las arras del Espíritu son una garantía de la salvación futura, la persistencia en el pecado grave y la incredulidad pueden llevar a la pérdida de esta seguridad espiritual.

En el contexto de las arras en la cultura antigua, la pérdida de estas podía ser el resultado de una ruptura en el acuerdo o contrato inicial (Buckland, 1963). En términos teológicos, esto se relaciona con la apostasía, definida como el abandono voluntario de la fe cristiana. El autor de Hebreos advierte sobre el peligro de la apostasía en Hebreos 6:4-6, señalando que aquellos que han sido iluminados por el Espíritu Santo y luego caen pueden ser incapaces de arrepentirse nuevamente, poniendo en peligro su salvación.

Llamar al Espíritu Santo “las arras de nuestra herencia” subraya la seriedad del compromiso cristiano y la necesidad de una fe genuina y perseverante. No es una garantía de salvación incondicional a pesar del pecado o la incredulidad, sino todo lo contrario. El apóstol Pablo, en Efesios 4:30, exhorta a los creyentes a no entristecer al Espíritu Santo, lo cual implica que es posible una relación continuada de comunión con el Espíritu, pero también advierte sobre las consecuencias de persistir en el pecado y la incredulidad. Si violamos nuestra parte del contrato, el dador de las arras puede retirarlas y declarar nulo el pacto (o contrato) previamente establecido.

En síntesis, las arras del Espíritu Santo son un testimonio de la gracia de Dios y de su compromiso de completar la salvación de los creyentes. Sin embargo, el Nuevo Testamento también enseña la posibilidad de pérdida de esta garantía por medio de la apostasía y el pecado no arrepentido. La comprensión de las arras del Espíritu nos llama a vivir en dependencia del Espíritu, perseverando en la fe y evitando el pecado que podría poner en riesgo nuestra relación con Dios.

¿Y Qué hay con el símbolo del sello aplicado al Espíritu? ¿Acaso no implica que estamos eternamente marcados como propiedad suya y, por lo tanto es irrevocable?

Analicemos esto más detalladamente. En el Nuevo Testamento, el concepto del «sello del Espíritu» aparece como una metáfora significativa que denota varios aspectos importantes de la relación del creyente con Dios. Según la Escritura, este sello puede entenderse como una marca de propiedad divina, una garantía de seguridad espiritual, y una prueba de autenticidad cristiana. En Efesios 1:13-14, Pablo escribe:

«En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria.» (Efesios 1:13-14, NVI).

Para Pablo, el sello del Espíritu denotaba la propiedad de Dios sobre los creyentes, asegurándoles la herencia eterna. Pero ¿quiso decir con ello que la salvación no se pierde o que nuestra salvación está garantizada de forma incondicional a pesar de la apostasía o el pecado impenitente y repetitivo? No, no quiso decir. Analizar las palabras de pablo en su contexto legal y cultural puede resultar muy útil para interpretar lo que dicho sello significa.

En el contexto de las costumbres judías y greco-romanas de la época (en el cual Pablo  escribió estas palabras), el sello no solo indicaba propiedad, sino también seguridad y autenticidad. Los sellos en documentos o bienes eran una garantía de que algo pertenecía legítimamente a alguien y estaba protegido contra la interferencia externa.

Sin embargo, es crucial entender que aunque el sello del Espíritu Santo confirma nuestra relación con Dios y nuestra seguridad espiritual, no es una garantía incondicional de salvación ni una licencia para la complacencia. Como menciona Pablo en 2 Timoteo 2:19: «Pero el fundamento sólido de Dios permanece firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos» (2 Timoteo 2:19, NVI). Este pasaje enfatiza que el conocimiento íntimo y personal de Dios es fundamental para aquellos que verdaderamente le pertenecen.

La idea de que el sello puede ser anulado o retirado se refleja en varios pasajes bíblicos. Por ejemplo, en Efesios 4:30, Pablo advierte: «No entristezcan al Espíritu Santo de Dios, con el cual fueron sellados para el día de la redención.» (Efesios 4:30, NVI). Esta admonición implica que nuestros actos y decisiones pueden entristecer al Espíritu Santo, afectando así nuestra relación y la seguridad espiritual que representa el sello.

Las costumbres y leyes judías y greco-romanas de la época de Pablo también comprendían que los sellos podían ser anulados bajo ciertas circunstancias. En el derecho romano (el cual se aplicaba en todo el imperio romano en los días de Pablo), el sello era utilizado como una marca distintiva de autenticidad y autoridad. Sin embargo, podía ser anulado en ciertas circunstancias específicas, que generalmente incluían:

  1. Falsificación o Alteración: Si se demostraba que el sello original había sido falsificado o alterado, perdía su validez legal. En el derecho romano, la falsificación o alteración de un sello invalidaba su uso legal. De manera similar, en la vida cristiana, la autenticidad de nuestra fe es crucial. El apóstol Pablo advierte en 2 Corintios 11:4 sobre la posibilidad de que los creyentes sean engañados por «otro espíritu» o «otro evangelio». Esto implica que podemos ser tentados a alterar nuestra fe al aceptar enseñanzas falsas o desviadas del verdadero Evangelio (Apostasía o abandono de la fe).

La autenticidad espiritual se refleja en Mateo 7:15-20, donde Jesús enseña sobre los falsos profetas y los frutos que producen. Los creyentes deben discernir y mantener una fe genuina, basada en la Palabra de Dios y no en enseñanzas distorsionadas o falsificadas. Un creyente infructuoso, estéril espiritualmente, que abandona la verdad para seguir una falsa doctrina, o que da mal fruto, evidencia que, aunque en un principio fue un auténtico creyente, ha dejado de serlo. Su cristianismo ha dejado de ser auténtico y su sello queda invalidado. Al igual que los judíos de la época de Juan el Bautista, ellos tampoco pueden argumentar tener a Dios por Padre (Mateo 3:9)  o reclamar un sello distintivo especial que les garantice la salvación. Sus obras evidencian que han alterado o falsificado, volviendo nulo, el sello que les fue puesto durante su conversión inicial (Watson, 1992).

  • Uso no Autorizado: Si el sello era utilizado sin la autorización del propietario o de la autoridad competente, podía ser anulado. En el derecho romano, el sello debía ser utilizado conforme a la autorización del propietario o de la autoridad competente. En la vida cristiana, el uso no autorizado del sello del Espíritu puede manifestarse en la hipocresía o la falsa espiritualidad. Jesús critica fuertemente a los fariseos por su conducta hipócrita y su falta de integridad espiritual en Mateo 23:25-28. Estos líderes religiosos mostraban una apariencia externa de piedad, pero su corazón estaba lejos de Dios.

El apóstol Juan también advierte contra la falsa profesión de fe en 1 Juan 2:4: «El que dice: ‘Yo le conozco’, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él.» Aquí, la discrepancia entre lo que se profesa y cómo se vive puede ser visto como un uso no autorizado del sello del Espíritu, donde la autenticidad de la fe está ausente. ¿Por qué? Porque el Espíritu Santo que mora con nosotros y en nosotros es el Espíritu de Santidad y no admitirá convivir juntamente con el pecado impenitente y repetitivo en aquel que se dice ser creyente. Pretender obligar al Espíritu Santo que mora en mí a acompañarnos a los sitios de pecado que frecuento deliberadamente, y a quedarse conmigo aún en esos momentos de pecado es simplemente absurdo e implica un uso no autorizado de ese Paracletos. Él simplemente se irá y el sello queda anulado de tal impenitente (Watson, 1992).

  • Incumplimiento de Condiciones: En algunos casos, el sello podía perder su validez si las condiciones bajo las cuales se había aplicado inicialmente no se cumplían. En el derecho romano, un sello podía perder su validez si las condiciones bajo las cuales se aplicó inicialmente no se cumplían. En la vida cristiana, la fidelidad y la obediencia continua son condiciones indispensables para mantener el sello del Espíritu Santo. En Apocalipsis 3:1-3, Jesús reprende a la iglesia de Sardis por su falta de obras completas delante de Dios, a pesar de tener una reputación de estar viva. Aquí, el incumplimiento de las condiciones de una fe viva y activa pone en riesgo la relación con Dios y, por tanto, la validez del sello espiritual.

El apóstol Pablo anima a los creyentes a mantenerse firmes y a perseverar en la fe en Colosenses 1:21-23, enfatizando que la firmeza y la constancia en la fe son esenciales para ser presentados «santos, irreprensibles e irreprochables delante de él» (Colosenses 1:22, NVI). (Watson, 1992).

Así pues, podemos ver que el uso del sello del Espíritu en la vida cristiana implica una responsabilidad y condiciones específicas. La falsificación, el uso no autorizado y el incumplimiento de las condiciones espirituales pueden invalidar nuestra relación con Dios y comprometer nuestra seguridad espiritual. Es crucial mantener una fe auténtica, basada en la verdad de las Escrituras, y vivida en obediencia continua a Dios. Esto asegura que el sello del Espíritu Santo sea verdaderamente una garantía de nuestra salvación condicional en Cristo. Esto no es unilateral (es decir, que solo incluya a Dios), sino un proceso sinérgico. La cosa tampoco suena diferente si lo vemos desde un contexto judío.

En la cultura judía antigua, el uso de sellos tenía múltiples propósitos, incluyendo la autenticación de documentos legales, la garantía de propiedad, y la seguridad de objetos o personas importantes. Los sellos solían estar grabados con nombres, símbolos o inscripciones que identificaban al propietario o al emisor del documento

Según Finegan (1998), los sellos eran esenciales en transacciones comerciales y contratos legales en la antigua Palestina. Eran utilizados para asegurar la integridad de documentos y evitar falsificaciones o manipulaciones. Un ejemplo de esto se encuentra en Jeremías 32:10-14, donde Jeremías utiliza un sello para autenticar la compra de una propiedad como parte de una transacción legal.

En la ley judía, los sellos podían ser invalidados si se encontraba evidencia de fraude o mala fe por parte de alguna de las partes involucradas. Por ejemplo, en el libro de Ester, el rey Asuero sella un decreto que permitía la matanza de los judíos, pero posteriormente emite otro decreto que invalida el primero (Ester 8:8-10). Esto muestra cómo un sello podía ser anulado o revocado bajo circunstancias específicas en la administración legal.

Según Neusner (1991), la práctica de sellar documentos y contratos en la sociedad judía reflejaba la importancia de la autenticidad y la garantía de cumplimiento de acuerdos. Los sellos no solo representaban la propiedad o la autoridad, sino también la responsabilidad y el compromiso de las partes involucradas en el contrato o acuerdo.

En términos teológicos, el uso de sellos en la Escritura hebrea tiene implicaciones significativas. En Cantares 8:6, se menciona el amor como «Ponme como un sello sobre tu corazón, como una marca sobre tu brazo; porque fuerte es como la muerte el amor; duros como el Seol los celos; sus brasas, brasas de fuego, fuerte llama.» Este pasaje muestra cómo el sello del amor divino es una garantía de la fidelidad y la protección que Dios ofrece a su pueblo. Sin embargo, a pesar de la seguridad y la garantía que representa el sello en la Escritura hebrea, también se advierte sobre las consecuencias de la infidelidad y el alejamiento de Dios. En Oseas 6:4, se lamenta la falta de fidelidad del pueblo de Israel: «¿Qué haré contigo, oh Efraín? ¿Qué haré contigo, oh Judá? Porque vuestra misericordia es como nube de la mañana, y como el rocío que de mañana se va.»

Este pasaje y otros similares, como el de Jeremías 2:13, muestran cómo la infidelidad espiritual y el pecado pueden llevar a la ruptura de la relación íntima con Dios, simbolizada metafóricamente como la anulación del sello de protección y compromiso divino. A través de las referencias bíblicas y la comprensión de las prácticas antiguas, vemos cómo el sello no solo simboliza la propiedad y la protección divina, sino también la responsabilidad y la fidelidad que los creyentes deben mantener.

Es esencial vivir una vida de obediencia y devoción a Dios, honrando el sello del Espíritu Santo que nos identifica como hijos de Dios. Esto implica evitar la falsificación espiritual, el uso indebido de la gracia divina y el cumplimiento continuo de las condiciones de la fe en Cristo. Así, podemos mantener nuestra relación íntima con Dios y asegurar la promesa de vida eterna que el sello del Espíritu Santo representa.

Así pues, aunque en el contexto judío los sellos también eran usados para garantizar la autenticidad y la integridad de documentos y transacciones, estos igualmente podían ser invalidados si se descubría fraude o mala fe. Es justo que nos preguntemos en este punto: ¿Cómo podría invalidar un cristiano el sello puesto sobre él? Y la respuesta es simple: A través del pecado impenitente y repetitivo (reincidencia) la apostasía (abandono, deserción y traición a su Señor) y pérdida de la fe (incredulidad), la cual fue la condición inicial bajo la cual se entró en el pacto o contrato de salvación. Violar dicha condición inicial es anular el contrato.

La apostasía y el pecado impenitente y repetitivo son ejemplos de cómo el sello del Espíritu puede romperse. La apostasía, que es la renuncia o abandono de la fe cristiana, es considerada un acto serio que puede resultar en la pérdida de la gracia salvadora. Como dice Hebreos 6:4-6: «Es imposible que los que una vez fueron iluminados, que probaron el don celestial, que fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, que experimentaron la bondad de la palabra de Dios y los poderes del mundo venidero, y luego cayeron, sean restaurados otra vez al arrepentimiento, porque de nuevo están crucificando para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndolo a la deshonra pública.» (Hebreos 6:4-6, NVI).

Por lo tanto, el sello del Espíritu Santo debe expresarse en un estilo de vida coherente con el Evangelio y lleno de frutos dignos de arrepentimiento (Mateo 3:8). Es evidencia de ser auténticamente cristiano y comprometido con una vida de obediencia y amor a Dios y al prójimo (Juan 15:5; Gálatas 5:22-23).

EL EJEMPLO DE LA CIRCUNCISIÓN, EL SELLO DE ABRAHAM

En el contexto del Antiguo Testamento, la circuncisión fue instituida por Dios como un símbolo visible y tangible de su pacto con Abraham y sus descendientes. En Génesis 17:10-11, Dios establece la circuncisión como un signo del pacto entre Él y Abraham:

«Este es mi pacto, que guardaréis entre mí y vosotros y tu descendencia después de ti: Será circuncidado todo varón de entre vosotros. Circuncidaréis, pues, la carne de vuestro prepucio, y será por señal del pacto entre mí y vosotros.»

Este acto físico no solo marcaba la identidad del pueblo de Israel como el pueblo escogido de Dios, sino que también simbolizaba la separación y la consagración de Israel para servir a Dios y cumplir con sus mandamientos. ¿En qué consistía dicha ordenanza? La circuncisión era el procedimiento de cortar el prepucio del pene, ordenado por Dios como un símbolo del pacto hecho con Abraham y su descendencia, así como el sello de la justicia de su fe.

Todos los varones de la casa de Abraham estaban obligados a ser circuncidados, y posteriormente cada varón de su descendencia debía serlo al octavo día después de su nacimiento. Este acto representaba la consagración de un pueblo a Dios, marcando su separación del mundo. Durante los cuarenta años en el desierto, este rito no se llevó a cabo, pero al entrar en la tierra prometida, todos fueron circuncidados en Gilgal, cuando el oprobio de Egipto fue removido (Josué 5:2–9). La circuncisión se convirtió en una característica distintiva de Israel, tanto que eran conocidos como «los circuncisos», mientras que los gentiles eran llamados «los incircuncisos» (Jueces 14:3; Ezequiel 31:18; Hechos 11:3) (Vila Ventura, 1986).

En el contexto del Antiguo Testamento, la circuncisión fue instituida por Dios como un símbolo visible y tangible de su pacto con Abraham y sus descendientes. En Génesis 17:10-11, Dios establece la circuncisión como un signo del pacto entre Él y Abraham:

«Este es mi pacto, que guardaréis entre mí y vosotros y tu descendencia después de ti: Será circuncidado todo varón de entre vosotros. Circuncidaréis, pues, la carne de vuestro prepucio, y será por señal del pacto entre mí y vosotros.»

Este acto físico no solo marcaba la identidad del pueblo de Israel como el pueblo escogido de Dios, sino que también simbolizaba la separación y la consagración de Israel para servir a Dios y cumplir con sus mandamientos.

Pero a pesar de ser el sello del pacto divino, la circuncisión perdió su significado espiritual cuando Israel cayó en la desobediencia y la idolatría. Dios, a través de sus profetas, reprendió repetidamente a Israel por su infidelidad y comparó su condición espiritual con la de tener «corazón incircunciso». En Jeremías 9:25-26, el profeta Jeremías habla en nombre de Dios:

«He aquí que vienen días, dice Jehová, en que castigaré a todo circuncidado en sus incircuncisiones; a Egipto, a Judá, a Edom, a los hijos de Amón, a Moab, y a todos los que están rapados en derredor, los que moran en el desierto; porque todas las naciones son incircuncisas, y toda la casa de Israel es incircuncisa de corazón.»

Este pasaje muestra cómo la infidelidad de Israel hizo que la circuncisión física perdiera su valor espiritual. La práctica externa de la circuncisión no garantizaba la fidelidad y la obediencia a Dios si no era acompañada por un corazón verdaderamente consagrado.

Tristemente, y en contra de la voluntad de Dios, la circuncisión se convirtió en un acto meramente formal, mientras el pacto mismo era descuidado, y Dios menciona a Israel como teniendo «corazón incircunciso» (Levítico 26:41). En el Nuevo Testamento, la discusión sobre la circuncisión se intensifica con la llegada de Jesucristo y el desarrollo de la iglesia primitiva. Esteban acusó a los líderes del pueblo judío de tener un corazón incircunciso y de ser incircuncisos de oídos (Hechos 7:51). Pablo, en Romanos 2:28-29, enseña que la verdadera circuncisión no es la física, sino la del corazón, la que es efectuada por la obra del Espíritu:

«Pues no es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne; sino que es judío el que lo es en lo interior, y la circuncisión es la del corazón, en espíritu, no en letra; la alabanza del cual no viene de los hombres, sino de Dios.»

Si bien la circuncisión fue inicialmente vista por los judíos como el sello de Dios sobre ellos, un signo de su relación especial y pacto con Dios, a lo largo de la historia de Israel, la infidelidad y la desobediencia llevaron a que este sello perdiera su significado espiritual y que, de hecho, fue anulado como símbolo de aceptación divina.

En ninguna parte de la Biblia se ven los sellos como algo irrompible o inquebrantable. Entender el término “arras” o “sello” para referirse a la obra del Espíritu en nosotros, y pretender que esto la vuelve irrevocable, es traicionar el significado original de dichas palabras en sus respectivos contextos.

Nada puede romper el sello de Dios en un verdadero creyente. Pero si este deja de serlo, él mismo anula dicho sello por violar los términos de su salvación a causa de la apostasía, pecado impenitente y repetitivo o incredulidad. Al caer en tales pecados hacemos un uso inadecuado del sello de Dios, lo alteramos y violamos las condiciones que garantizan nuestra salvación.

Por otro lado, si el sello fuese una simple cosa, estaría obligado a permanecer con nosotros a pesar de nuestro pecado o incredulidad. Pero el sello de Dios es el Espíritu Santo. Es Dios mismo, y Él ha dicho:

“¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo? ¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Por lo cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso.” (2 Corintios 6:15-18)

Si no cumplimos sus condiciones no existe promesa, sello o garantía para nosotros.

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