La tradición judeocristiana exhibe una admirable habilidad para asimilar elementos paganos, infundiéndoles nuevo significado en servicio al Evangelio. Rechazar la Navidad por sus orígenes ignora esta rica herencia de transformación simbólica y cultural. Si un creyente opta por celebrarla —reconociendo que el 25 de diciembre no es la fecha histórica exacta del nacimiento de Jesús—, lo hace como ocasión propicia para meditar en la Encarnación, cultivar el amor fraterno y proclamar la esperanza cristiana. Colocar un árbol navideño como mero adorno estacional no vulnera la fe, pues Dios mismo ha sancionado en su Palabra la reutilización de símbolos extrabíblicos para fines redentores (Weiser & Farkas, 2008). Al final, lo trascendental no son nuestras reglas humanas o aversiones culturales, sino el espíritu que honra al Salvador que irrumpió en la historia para redimir lo caído. Que esta temporada nos invite a todos a abrazar la gracia de Aquel que vino a ser la Luz en nuestras sombras. ¡Feliz Navidad, hermanos en la fe!