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¡Disfruta la belleza de la adoración pentecostal! ¡Libre, espontánea y carismática!

Por Fernando E. Alvarado.

Es verdaderamente lamentable que hoy en día haya pentecostales que sienten la necesidad de disculparse por una pneumatología robusta, bíblica y apostólica, como si fuera una deshonra tener un enfoque sólido y vivencial del Espíritu Santo. Pero aún peor es ver cómo algunos han llegado al extremo de diluir su adoración carismática, de enfriar sus expresiones de alabanza, ¡como si el altar de Dios se tratara de una cámara frigorífica en lugar de un lugar de fuego vivo! Pero ¿Por qué deberíamos ofrecer hielo en el altar de los holocaustos? ¿Por qué deberíamos aceptar que se nos imponga este complejo de inferioridad sobre nuestra praxis pentecostal? Muchos lo toleran porque se les ha vendido la idea de que la “verdadera adoración” consiste en lucir como monjes medievales en una celda, recitando salmos con gravedad mortuoria, acatando el llamado “principio regulador de la adoración” — es decir, solo se puede adorar como (según ellos) la Biblia explícitamente lo prescribe— y usando cantos y ritmos que (aunque a ellos les parezcan de lo más reverente) privan la adoración comunitaria de cualquier destello de gozo y libertad, limitando lo divino al gusto de unos pocos. Lo curioso es que esta “doctrina reguladora” es una invención humana que, irónicamente, contradice la misma Escritura que dice: «Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad» (2 Corintios 3:17).

Sin embargo, ¿qué nos enseña realmente la Biblia sobre cómo adorar? En Salmos 47:7 se nos instruye a “cantar con inteligencia,” y en Juan 4:24, Jesús declara que el Padre busca adoradores que lo hagan “en espíritu y en verdad.” ¿Qué implica esto? Que Dios no solo quiere adoración con conocimiento teológico o la precisión de cada letra en los himnos, sino que busca una adoración pneumática, carismática, pentecostal, guiada por el Espíritu Santo. ¡Debemos adorar en espíritu y en verdad! Estas no son palabras vacías ni metáforas poéticas; son un llamado a una adoración que combina verdad y pasión, mente y espíritu. ¿Es acaso bíblico entonces reducir la adoración a un desfile solemne de reglas inflexibles, como si Dios estuviera más interesado en la sobriedad de nuestro rostro que en la sinceridad de nuestro corazón? Si fuera así, Jesús mismo habría instruido a sus seguidores de forma clara y contundente sobre cómo practicar adoración “regulada” y, sin embargo, Él no menciona tal cosa. Por el contrario, nos manda que debemos amar y adorar a Dios con todo nuestro “corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Marcos 12:30).

Tampoco hicieron tal cosa los apóstoles o la iglesia primitiva, porque para ellos lo verdaderamente importante era la adoración en el Espíritu. ¿Por qué entonces algunos quieren imponernos sus sistemas rígidos y mortuorios de adoración? Porque en eso se convierten, en una mortaja: Una “mortaja” envuelve, silencia y limita, hasta sofocar toda chispa de vida. Es fría, sin color, destinada a mantener el exterior en orden, pero oculta lo más esencial: el latido vibrante del espíritu. Esta “mortaja” de normas y solemnidad encorseta al adorador, apagando cualquier destello de libertad o alegría genuina, como si el gozo y la pasión fueran indeseables en la presencia de Dios. ¿Acaso encontramos instrucciones específicas de cómo adorar en el Nuevo Testamento? ¡No las que ellos quisieran al menos! Lo que sí vemos es a la iglesia primitiva adorando con fervor, espontaneidad y en libertad, sin el corsé rígido de la “adoración regulada.”

Al parecer, estos reguladores de la adoración pasan por alto que Dios espera no solo una adoración “inteligente” (como indica Salmos 47:7), sino una adoración apasionada, donde el Espíritu es quien toma el control. ¿Acaso la Biblia no dice en Romanos 8:26 que el Espíritu intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras? ¿O habremos de desechar los ejemplos de alabanza en los Salmos, donde se nos llama a “tocar pandero y danza” (Salmos 150:4) y a “exultar con júbilo” (Salmos 149:3)?

Esta forma de adoración impuesta por las reglas, sin lugar para la espontaneidad o las emociones, es como intentar honrar a Dios con flores marchitas: tiene apariencia de reverencia, pero carece de la frescura de un corazón que se abre en sincero agradecimiento y amor. Cuando el altar se convierte en un lugar de silencio y moderación extrema, la adoración se convierte en un formalismo vacío, una mera fachada que ahoga el verdadero fervor que Dios nos llama a expresar. La Biblia, en cambio, describe una adoración viva y apasionada. Si los salmistas (ya que algunos hablan de salmodia exclusiva) llamaron al pueblo a cantar, exaltar y alabar a Dios “con júbilo” y con “pandero y danza” (Salmos 149:3; 150:4). ¿Por qué nosotros no deberíamos hacer lo contrario?

Y siendo así, ¿por qué este empeño en satanizar las emociones en la adoración? Porque para algunos, parecer emocionados o expresivos es señal de “falta de control” o incluso “carnalidad,” como si David no hubiese danzado con toda su fuerza delante del arca (2 Samuel 6:14) o como si los discípulos no hubieran sido acusados de estar ebrios en Pentecostés (Hechos 2:13). ¡Imagina la audacia de prohibir emociones cuando la Escritura es tan clara en afirmar que debemos alabar a Dios con todo nuestro ser! El Salmo 103:1 nos recuerda: “Bendice, alma mía, al Señor, y bendiga todo mi ser su santo nombre,” lo cual implica la totalidad de nuestra persona: intelecto, espíritu y emociones. Pretender eliminar las emociones de la adoración es, sencillamente, negar nuestra humanidad creada a imagen de Dios.

Entonces, ¿qué es lo que realmente molesta a estos críticos? Que el pentecostalismo insiste en adorar a un Dios vivo, no a una doctrina congelada. Dios no es Dios de muertos sino de vivos (Mateo 22:32), ¡y los vivos tienen emociones! Las expresiones de gozo, gratitud y reverencia sincera no son “irreverencia” ni “exceso carismático”; son una respuesta legítima a la grandeza y la gracia de Dios, como nos muestra la Escritura de principio a fin.

¿Debemos sacrificar nuestra adoración vibrante en el altar de la “respetabilidad” doctrinal? Por supuesto que no. Aquel que desea imponer una adoración que ahogue el espíritu y sofoque el alma en nombre de una falsa sobriedad no ha entendido que Dios, en su plenitud, nos invita a adorarlo con libertad y pasión.

Dios no nos pide una adoración que luzca impecable en su formalidad; pide una que nazca de un corazón vivo. Él es quien, desde las páginas de los Salmos hasta los profetas y el Nuevo Testamento, nos llama a entregarle “todo nuestro ser” (Salmo 103:1), y a responderle con el amor y la pasión de quien está vivo. ¡Así que alábale sin temor ni vergüenza!

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