Hermenéutica Pentecostal, Pentecostalismo, REFLEXIÓN BÍBLICA, Reflexión Teológica, Teología, Teología Pentecostal

Kenosis, theosis y Pentecostés

Por Fernando E. Alvarado.

La kenosis (del griego κένωσις, «vaciamiento») descrita en Filipenses 2:5-11 constituye no solo un misterio teológico, sino la máxima expresión del amor divino: un Dios que, lejos de permanecer en la inaccesible gloria de su trascendencia, desciende voluntariamente a la fragilidad de la condición humana. Este acto de autoanonadamiento no es un gesto de debilidad, sino de poder redentor, donde el Creador asume la forma de siervo (μορφὴ δούλου) para revelar que el verdadero señorío se ejerce mediante el servicio y el sacrificio.

La encarnación de Cristo, por tanto, no es un mero descenso ontológico, sino un movimiento de amor apasionado que busca al ser humano en su miseria para elevarlo a la dignidad de hijo (Gálatas 4:4-7). Aquí, la teología pentecostal enfatiza que este abajamiento no culmina en el pesebre de Belén, sino que se prolonga en la cruz, donde el Hijo de Dios—lleno del Espíritu Santo (Lucas 4:1, 14)—ofrece su vida como rescate. La kenosis es, entonces, un acto de amor kenótico: Dios no impone su poder desde la distancia, sino que se involucra en el dolor humano, permitiendo que su corazón sea vulnerado por nuestra redención.

Contra las caricaturas de un Dios cruel o indiferente, el relato kenótico revela a un Padre que sufre con (compasión) y sufre por (expiación) la humanidad. El Espíritu Santo, como agente de esta obra, actualiza hoy ese mismo amor en la comunidad creyente, capacitándola para vivir en humildad y servicio (Hechos 2:1-4; Romanos 5:5). Así, la kenosis no es solo un evento histórico, sino un paradigma ético: si el Altísimo se rebajó hasta la muerte de cruz, ¿cómo los redimidos por su gracia podrían vivir en arrogancia?

La kenosis divina es la más sublime teofanía del amor redentor. Lejos de ser un soberano despótico, nuestro Dios es Emmanuel, «Dios con nosotros», que se despoja de su gloria para vestirse de humanidad, no por obligación, sino por el gozo de redimir a sus hijos (Hebreos 12:2). Este es el evangelio de la humildad gloriosa: donde el poder divino se perfecciona en la debilidad (2 Corintios 12:9), y donde el Espíritu nos convoca a seguir las huellas del Siervo que, siendo rico, por amor se hizo pobre (2 Corintios 8:9).

La kenosis trinitaria

Pero la kenosis (Filipenses 2:5-11) no es un acto aislado del Hijo, sino una obra conjunta del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, revelando la naturaleza misma de Dios como amor sacrificial (1 Juan 4:8). El Padre envía, el Hijo se encarna, y el Espíritu sustenta: la kenosis es, en esencia, un movimiento trinitario de entrega redentora.

  1. El Padre que entrega (Amor que Inicia la Kenosis): El Padre no es un espectador distante, sino el origen del amor kenótico (Juan 3:16). En su soberanía, decide entregar al Hijo, no por indiferencia, sino porque su justicia y misericordia demandan que el Verbo se haga carne. El Padre no retiene su gloria como un tesoro celosamente guardado, sino que la ofrece al mundo en Cristo (Colosenses 1:19). Su autoridad no se ejerce en dominación, sino en donación.
  2. El Hijo que se vacía (Humildad Encarnada): El Hijo, en plena comunión con el Padre y el Espíritu, elige despojarse (ἑαυτὸν ἐκένωσεν) sin dejar de ser Dios, asumiendo la humanidad en su totalidad (Hebreos 2:17). Pero este vaciamiento no es pasivo: es un acto de obediencia amorosa que refleja la unidad trinitaria (Juan 10:30). Jesús no actúa en solitario: es lleno del Espíritu (Lucas 4:1, 14), demostrando que su ministerio kenótico es una obra conjunta con el Consolador.
  3. El Espíritu que sustenta (Poder en la debilidad): El Espíritu Santo no es un mero acompañante en la kenosis, sino el agente que habilita la humillación del Hijo. Desde la encarnación (Lucas 1:35) hasta la resurrección (Romanos 8:11), el Espíritu es quien unge, fortalece y glorifica a Cristo en su camino de abajamiento. Así, la kenosis no es debilidad, sino poder perfeccionado en la fragilidad (2 Corintios 12:9)—un paradigma que el Espíritu repite hoy en la iglesia (Hechos 2:4), capacitándonos para amar como Cristo amó.

Así pues, la kenosis no es solo cristológica, sino trinitaria: el Padre da, el Hijo obedece, y el Espíritu empodera. Lejos de ser un Dios cruel o distante, la Trinidad revela un círculo eterno de amor que se expande hacia la humanidad. La iglesia de Cristo, bautizada en esta comunión (2 Corintios 13:13), está llamada a vivir en la misma humildad, servicio y poder que fluyen de la vida divina.

La elevación del hombre en la kenosis de Cristo

Pero la kenosis no es simplemente un acto de condescendencia divina, sino un movimiento transformador en el que la humillación voluntaria de Dios se convierte en el medio por el cual la humanidad es exaltada a una participación real en la vida divina (2 Pedro 1:4). Este misterio revela que el camino hacia la glorificación no es la autoafirmación, sino el abajamiento en amor, siguiendo el patrón de Cristo (Filipenses 2:5-8).

El Verbo, siendo en forma de Dios (μορφὴ Θεοῦ), no estimó su igualdad con el Padre como algo que debía retener egoístamente, sino que se despojó a sí mismo (Filipenses 2:6-7). Este «vaciamiento» no es una pérdida de divinidad, sino la asunción plena de la humanidad en su estado más frágil. Aquí reside la paradoja central del Evangelio: Dios se humilla para que el hombre sea enaltecido. La encarnación, lejos de ser un mero acto de solidaridad, es el inicio de una re-creación ontológica en la que la humanidad es injertada en la vida trinitaria (Juan 17:21-23).

El abajamiento de Cristo no termina en la cruz, sino que desemboca en su exaltación (Filipenses 2:9-11), la cual no es solo cristológica, sino antropológica. Por su unión con Cristo, el creyente participa no solo de los beneficios de la redención, sino de la misma naturaleza divina (2 Pedro 1:4). El Espíritu Santo, como agente de esta transformación, actualiza en el creyente la vida kenótica de Jesús, capacitándolo para vivir en santidad y amor (Romanos 8:11, 29). Así, la humillación de Cristo se convierte en el modelo y el medio por el cual el hombre es restaurado a su vocación original: ser imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:26-27; Colosenses 3:10).

Así como Cristo se vació a sí mismo, el creyente es llamado a vivir en humildad y servicio (Marcos 10:45), no por esfuerzo humano, sino por la morada del Espíritu (Gálatas 5:22-23). Esta vida kenótica no es autoanulación, sino plenitud en el amor: al renunciar al egoísmo, el ser humano es llenado de la presencia divina, convirtiéndose en templo del Espíritu Santo (1 Corintios 6:19).

La kenosis divina es, por tanto, el camino inverso por el cual Dios convierte la debilidad humana en fuerza redentora. Al humillarse, Cristo no solo redime al hombre, sino que lo eleva a una comunión íntima con la Trinidad. La experiencia pentecostal de la llenura del Espíritu (Hechos 2:4) es un anticipo de esta glorificación, donde el creyente, transformado a la imagen de Cristo, refleja ya en la tierra el amor que un día será perfeccionado en la eternidad (1 Juan 3:2).

Pentecostés como inauguración de la theosis escatológica

Como pentecostales, entendemos que la experiencia pentecostal de la llenura del Espíritu Santo (Hechos 2:4) no es simplemente un fenómeno carismático, sino una participación real y dinámica en la vida divina que anticipa la glorificación final del creyente (1 Juan 3:2). El derramamiento del Espíritu en Pentecostés constituye el cumplimiento parcial de la promesa profética (Joel 2:28-32) y el inicio de la transformación del ser humano a la imagen de Cristo (2 Corintios 3:18). Este proceso no es meramente ético, sino ontológico: el Espíritu nos conforma a Cristo para que seamos, ya en la tierra, reflejos de su gloria.

La theosis (deificación) no implica una absorción panteísta en la divinidad, sino una comunión real con Dios por la cual el creyente es hecho partícipe de su naturaleza (2 Pedro 1:4). Esta transformación se realiza mediante la obra del Espíritu Santo, quien:

  • Nos une a Cristo (1 Corintios 6:17), haciéndonos hijos adoptivos del Padre (Romanos 8:15-16).
  • Nos santifica progresivamente (1 Tesalonicenses 5:23), restaurando en nosotros la imagen divina dañada por el pecado (Colosenses 3:10).
  • Nos capacita para amar como Cristo amó (Romanos 5:5), manifestando ya en este mundo el amor perfecto que caracterizará la eternidad (1 Juan 4:17).

La experiencia pentecostal de la llenura del Espíritu es, pues, un anticipo tangible de esta glorificación, donde el creyente no solo recibe poder (Hechos 1:8), sino que es introducido en una vida de intimidad transformadora con la Trinidad. El evento de Hechos 2 no fue un mero espectáculo sobrenatural, sino la irrupción del eschaton en la historia: el Espíritu, como «arras» (ἀρραβών, 2 Corintios 1:22) de nuestra herencia celestial, nos permite gustar «los poderes del siglo venidero» (Hebreos 6:5). En la experiencia pentecostal, esto se manifiesta de múltiples formas:

  • Lenguas como señal de restauración: La capacidad de hablar en otros idiomas (Hechos 2:4-11) simboliza la reversión de Babel (Génesis 11:1-9) y la reunificación de la humanidad en Cristo (Efesios 2:14-18).
  • Profecía como voz divina en lo humano: Cuando el creyente profetiza (1 Corintios 14:1), el Espíritu habla a través de él, mostrando cómo la theosis implica que lo humano se convierte en vehículo de lo divino.
  • Sanidad y liberación como avances del Reino: Los milagros (Hechos 3:1-10) son señales de que la corrupción del pecado está siendo vencida, prefigurando la redención total de nuestros cuerpos (Romanos 8:23).

Así pues, para el creyente pentecostal, la llenura del Espíritu no es un evento puntual, sino un estilo de vida que implica:

  • Muerte al yo (kenosis personal): Así como Cristo se vació (Filipenses 2:7), el creyente debe negarse a sí mismo (Lucas 9:23) para ser lleno del Espíritu (Efesios 5:18).
  • Fruto del Espíritu (Gálatas 5:22-23): El amor, gozo y paz no son virtudes humanas, sino atributos divinos que el Espíritu reproduce en nosotros como evidencia de nuestra participación en Cristo.
  • Adoración en espíritu y verdad (Juan 4:23): La alabanza pentecostal, a menudo acompañada de lenguas y manifestaciones sobrenaturales, es un acto de comunión teándrica donde lo humano y lo divino se entrelazan.

La llenura pentecostal es, entonces, un «ya pero todavía no» de la glorificación final. Hoy somos transformados «de gloria en gloria» (2 Corintios 3:18), pero al fin de los tiempos, cuando Cristo aparezca, «seremos semejantes a él» (1 Juan 3:2) en plenitud. Mientras tanto, el Espíritu nos permite vivir como embajadores del cielo (2 Corintios 5:20), demostrando con palabras y poder que la theosis no es un mero concepto teológico, sino una realidad experiencial que santifica, unifica y prepara a la Iglesia para la eternidad.

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