Reflexión Teológica, Teología

El Dios que es capaz de sufrir

Por Fernando E. Alvarado

«La misericordia de Cristo no es una gracia barata, no supone la banalización del mal. Cristo lleva en su cuerpo y en su alma todo el peso del mal, toda su fuerza destructora. El día de la venganza y el año de la misericordia coinciden en el misterio pascual, en Cristo, muerto y resucitado. Esta es la venganza de Dios: él mismo, en la persona del Hijo, sufre por nosotros. Cuanto más quedamos tocados por la misericordia del Señor, más solidarios somos con su sufrimiento, más disponibles estamos para completar en nuestra carne “lo que falta a las tribulaciones de Cristo (Colosenses 1, 24)»» [1]

T. Weinandy, Does God Suffer? Notre Dame, 2000, pp. 1-26.

El mal acompaña al hombre y a la mujer a lo largo de toda su vida. De un modo u otro, está o se hace presente. Muchas personas han sufrido en la historia y muchas otras sufren hoy la embestida del mal en sus diversas formas. Frente a este panorama se plantea la necesidad de buscar un sentido al mal y al dolor.

Los interrogantes formulados a la vista del mal o de su experiencia son innumerables. «¿No podría Dios frenar el progreso del mal? (…) ¿no podría salir de su silencio y quebrar más frecuentemente el ímpetu del Mal?»[2]. A estos interrogantes pueden añadirse otros, entre los que destaca el siguiente: ¿Dios sufre? Una respuesta posible a la cuestión del mal, es presentar al mismo Dios afectado por dicha enigmática realidad. «La respuesta de Dios al sufrimiento debe ser hallada en su amor compasivo y misericordioso. Él sana nuestro sufrimiento tomando parte en él»[3].

Para muchos cristianos pensar en un Dios capaz de sufrir suena casi blasfemo. Tienden a verle como un ser impasible al mejor estilo de la filosofía griega. El Dios de los filósofos griegos no tiene ningún interés por los asuntos humanos y es completamente inmune al sufrimiento. Esta deidad no puede ser afectada por nada externo. Es inútil orarle, salvo por el beneficio psicológico del ejercicio moral. Incapaz de sentimientos y emociones, este Dios es también incapaz de amar o preocuparse. Es pues la filosofía griega, y no la Biblia, la fuente de la idea de la impasibilidad divina en la teología cristiana.

¿Es el Dios cristiano un ser impasible? ¿Es el Padre de Jesús un ser impenetrable a la influencia causal de factores externos? ¿Es Dios incapaz de sufrir por nosotros y con nosotros? Salvo por unas pocas excepciones,[4] los teólogos modernos defienden la tesis de que Dios sufre. Teólogos de muchas corrientes, como la teología de la cruz, la kenótica, la bíblica, la del proceso, la de la apertura, la filosófica y la histórica han expresado su opinión a favor de la pasibilidad divina. Dios, por lo tanto, es capaz de sufrir.

Esto no debería extrañarnos, ya que un Dios sufriente, un Dios que sabe lo que significa la pérdida, el dolor, e incluso el abandono y la muerte, porque lo ha experimentado en sí mismo, es la clase de Dios que la humanidad sufriente necesita. Es el Dios que ha descendido de todo para estar por encima de todo:

«Los hombres sienten, y probablemente sentirán de modo creciente, que un Dios impasible, exento del dolor o del sufrimiento, es un Dios de poco valor para una humanidad que sufre»[5]

El «sufrimiento» de Dios es una cuestión que hunde sus raíces fundamentalmente en el Antiguo Testamento.[6] El Dios del Antiguo Testamento está lejos de ser el Dios airado, vengativo y sediento de sangre que muchos suponen o se les ha enseñado a creer. Por el contrario, es un Dios que está íntimamente involucrado en los asuntos de Su pueblo. Un Dios que se auto revela como un Dios compasivo, y sobre todo como un Dios que ama fielmente (hesed). Este amor fiel, la “hesed” de Dios, su “misericordia” y “lealtad”, representa el deseo de compartir incondicionalmente con nosotros su gracia, la voluntad de dar todo de sí mismo y la generosidad sin límites de Aquel que, aunque no necesita nada y a nadie, aun así eligió amarnos. Su “hesed” es la extrema compasión por Él demostrada hacia nosotros, criaturas que, aunque no la merezcan, la necesitan con desesperación (Dt 4,7; Ex 3, 13-15; 2, 23-25; 34, 6-7; Is 63, 7-9). ¿Suena esto al Dios impasible que muchos se imaginan? ¡No lo creo!

Que Dios sufre por sus criaturas, que Dios ama a su creación humana, no es un concepto nuevo. La idea del Dios sufriente puede atestiguarse ya en la época patrística:

«Confesamos que uno de la Trinidad ha sido crucificado según la carne, y rechazamos al mismo tiempo como una blasfemia la idea de que la divinidad es pasible»[7]

En la Cruz se ofrece al Hijo de Dios, como decían los Concilios de la Iglesia antigua: «Unus de Trinitate passus est». «Deus crucifixus», afirmaba Agustín.[8]

Dios no es imperturbable. El Dios cristiano está lejos de ser la Deidad impasible del helenismo. Él sufre por amor nuestro. Con la encarnación del Hijo unigénito, Dios manifiesta a la humanidad pecadora su amor fiel y apasionado, hasta el punto de hacerse vulnerable en Jesús. El pecado, por su parte, expresa en el Gólgota su naturaleza de «atentado contra Dios», de forma que cada vez que los hombres vuelven a pecar gravemente, como dice la carta a los Hebreos, «crucificando de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndole a vituperio» (Hebreos 6:6).

Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios nos revela que su designio de amor precede a todos nuestros méritos y supera abundantemente cualquier infidelidad nuestra. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 4:10).

La pasión y muerte de Jesús es un misterio inefable de amor, en el que se hallan implicadas las tres Personas divinas. El Padre tiene la iniciativa absoluta y gratuita: es él quien ama primero y, al entregar a su Hijo a nuestras manos homicidas, expone su bien más querido. Él, como dice Pablo, «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?» (Romanos 8:32). El Hijo comparte plenamente el amor del Padre y su proyecto de salvación: «el cual se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre» (Gálatas 1:4).

¿Y el Espíritu Santo? La presencia del Espíritu Santo en el momento de la muerte de Jesús se supone ya por el simple hecho de que en la cruz muere en su naturaleza humana el Hijo de Dios. Si «unus de Trinitate passus est», es decir, «si quien sufrió es una Persona de la Trinidad», en su pasión se halla presente toda la Trinidad y, por consiguiente, también el Padre y el Espíritu Santo. Al igual que dentro de la vida trinitaria, también en esta circulación de amor que se realiza entre el Padre y el Hijo en el misterio del Gólgota, el Espíritu Santo es la Persona, en la que convergen el amor del Padre y el del Hijo. La carta a los Hebreos, desarrollando la imagen del sacrificio, precisa que Jesús «mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios» (Hebreos 9:14).

En ese pasaje «Espíritu eterno» se refiere precisamente al Espíritu Santo: como el fuego consumaba las víctimas de los antiguos sacrificios rituales, así también el Espíritu Santo actuó de manera especial en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre, para transformar el sufrimiento en redención. El Espíritu Santo desciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio, que se ofrece en la cruz. 

Las palabras de Jesús en la cruz, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mateo 27:46, LBLA) son un expresión del más cruel sufrimiento. Aquel que se vive en soledad. El sufrimiento que el Padre comparte, es el más profundo de todos los sufrimientos: la soledad del Hijo. El Hijo no sabe que el Padre sufre con Él. Jesús sufre solo. Éste no es consciente de la participación del Padre. Y el amor del Padre, que de un modo misterioso le lleva a no intervenir, llega al máximo de su poder. El vínculo de unión es el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo no es ajeno a lo que ocurre entre el Padre y el Hijo en el Gólgota. Desde el abismo sin fondo, vivido por Jesús, surge la confianza sin límites que expresa adecuadamente la naturaleza de las relaciones dentro de la Trinidad. El Espíritu Santo es el garante de estas. Sin Él, la separación entre el Padre y el Hijo, sería la distensión absoluta.[9]

¿Qué podemos concluir de todo esto? Que Dios sufrió. Él no es un ser impasible como creyeron algunos Padres de la Iglesia, ciertos teólogos del pasado o incluso los filósofos griegos. El Dios Trino conoce el dolor porque así le plació a Él experimentarlo:

«¿Podemos pensar nosotros (…) que cada una de las personas divinas sufre en el Calvario con un sufrimiento no transfigurado por la comunión? Sufrir en comunión, esto es algo totalmente distinto a sufrir en soledad. Las Tres, si ellas sufren, sufren en comunión. Ahora bien, Una de las Tres, el Hijo, sufre en soledad. Por lo tanto, cerca de él, en él, el Padre y el Espíritu»[10]

¿Por qué resulta tan difícil aceptar la idea de un Dios capaz de sufrir? ¿Ignoran acaso que una radical incapacidad para sufrir constituiría como una limitación en Dios y sería signo de falta de libertad? Una cosa es cierta:

«Dios puede también, si quiere, sufrir, y, puesto que ama, lo quiere. La pasión de Dios es signo de una soberanía y poder infinitos, no menos que las demás perfecciones suyas»[11]

En palabras de Unamuno:

“Dios se nos revela porque sufre y porque sufrimos; porque sufre exige nuestro amor, y porque sufrimos nos da el suyo y cubre nuestra congoja con la congoja eterna e infinita. Este fue el escándalo del cristianismo entre judíos y helenos, entre fariseos y estoicos, y éste, que fue su escándalo, el escándalo de la cruz, sigue siéndolo y lo seguirá aún entre cristianos; el de un Dios que se hace hombre para padecer y morir y resucitar por haber padecido y muerto, el de un Dios que sufre y muere. Y esta verdad de que Dios padece, ante la que se sienten aterrados los hombres, es la revelación de las entrañas mismas del universo y de su misterio.”[12]

REDESCUBRIENDO A DIOS

En vano buscamos un pasaje donde la Biblia diga que Dios es impasible. Al contrario, lo que sí podemos encontrar son muchas referencias a la ira divina, al amor ¡y aun al “arrepentimiento” de Dios! Sí encontramos un Dios que camina en el jardín de Edén (Génesis 3:8-9), que lucha con Jacob (Génesis 32:22-30) y regatea con Abrahán (Génesis 18:16-33). Dios es descrito como un juez severo que cambia de idea ante las impertinencias de una viuda (Lucas 18:1-8). Dios es amor (1 Juan 4:8). De modo que si se quiere describir al Dios de la Biblia como “inmutable”, nada tendría eso que ver con la impasibilidad o la inmovilidad ontológica, sino únicamente con la certeza de que “para siempre es su misericordia” (Salmo 136).[13]

En muchos sentidos, el concepto del Dios impasible es un ídolo fabricado por los seres humanos. Ese dios de los filósofos que se describe como “primer motor inmóvil”, “impasible”, “omnipotente” e “infinito” no tiene más vida que la que tienen los ídolos, pues entre ellos está. Tal dios impasible, sin embargo, fue aceptado por los cristianos del período post-apóstolico en su afán por mostrar la compatibilidad entre su fe y la filosofía. Ellos llegaron a convencerse a sí mismos de que el mejor modo de concebir a Dios era, no como lo habían hecho los profetas y otros autores escriturarios, sino más bien como Platón, Plotino y otros. Puesto que estos filósofos concebían la perfección como algo inmutable, impasible y estático, muchos cristianos llegaron a la conclusión de que tal era el Dios de que hablaban las Escrituras. El cristiano de hoy, sin embargo, está llamado a fundamentar su fe en el Dios de la Biblia, no en el de los filósofos.[14]

BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES:


[1] T. Weinandy, Does God Suffer? Notre Dame, 2000, pp. 1-26.

[2] F. Varillon, La souffrance de Dieu, Paris 1975.

[3] J. Galot, Dieu Souffre-t-il? Paris 1976.

[4] Teólogos como Richard Creel, R. A. Muller, H. McCabe, B. Davies, William J. Hill, J.-H. Nicolas, von Hügel y G. Hanratty abogan por mantener una versión de la impasibilidad divina.

[5] B.R. Brasnett, The Suffering of the Impassible God, London 1928, p. ix.

[6] E. Jacob, Le Dieu souffrant un thème thèologique veterotestamentaire, ZAW 95 (1983) 1-8.

[7] E. Amman, Théopaschite, en DThC 15, 505-512; cfr. DS 432;

[8] J. Chene, Unus de Trinitate passus est, RSR 53 (1965) 545-588. La segunda expresión obtuvo el respaldo magisterial en el II Concilio de Constantinopla, del año 533.

[9] D. Gonnet, Dieu aussi connaît la souffrance, cit., p. 56.

[10] F. Varillon, La souffrance de Dieu, cit., p. 72.

[11] R. Cantalamessa, La vida en el señorío de Cristo, cit., p. 125.

[12] Moltmann, J. (1983). Trinidad y Reino de Dios. Salamanca: Sígueme, pp. 53-54.

[13] Justo González, Teología liberadora, 151. 

[14] Justo González, Teología liberadora, 157.

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