Por Fernando E. Alvarado
«Y habrá allí calzada y camino, y será llamado Camino de Santidad; no pasará inmundo por él, sino que él mismo estará con ellos; el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará.» (Isaías 35:8)
El mito de Escila y Caribdis, tal como aparece en la Odisea de Homero, describe la existencia de dos monstruos marinos situados en orillas opuestas de un estrecho canal de agua que la tradición identifica con el Estrecho de Mesina, entre Calabria y Sicilia, en el extremo sur de Italia. Según el mito, en un lado del canal existe un monstruo, Escila, con torso de mujer y cola de pez del que surgen seis perros, cada uno con dos patas finalizados en cabezas con tres filas de dientes que atacan ferozmente a los barcos que pasan por su lado del estrecho. Y en el otro lado del canal se forma un remolino, Caribdis, que de forma periódica — tres veces al día — atrapa los barcos que pasan por su lado y al cabo los devuelve destrozados. Y como el canal es muy estrecho, al pasar los barcos corren un gran peligro, pues tan cerca estaban ambos monstruos que los marineros, intentando evitar a Caribdis terminarían por pasar muy cerca de Escila y viceversa. De hecho, en su viaje de vuelta a casa que se narra en la Odisea, y por consejo de la diosa Circe, Ulises pasó por el lado de Escila pues así perdía “sólo” seis marineros pero no perdía todo el barco.
EL DILEMA CRISTIANO
La frase «entre Escila y Caribdis» ha llegado a significar, por lo tanto, el estado donde uno está entre dos peligros y alejarse de uno te haría estar en peligro por el otro, y se cree que es la progenitora de la frase «entre la espada y la pared». Mientras que Escila vivía en los acantilados y devoraba a quien osara acercarse, Caribdis tragaba una gran cantidad de agua tres veces al día para devolverla otras tantas veces, formando un peligroso remolino que absorbía todo cuanto estaba a su alcance. Ninguno de los destinos era más atractivo ya que ambos eran difíciles de superar.
Al parecer, el cristianismo de hoy enfrenta un dilema semejante al del mito homérico. Desde los días de la época apostólica, la Iglesia cristiana se ha visto obligada a pelear contra dos grandes tentaciones espirituales, a saber, el legalismo y el libertinaje.
LEGALISMO, NUESTRO PROPIO ESCILA
Cual Escila, la primera bestia indomable se llama legalismo, el cual coloca la ética en el lugar que le corresponde a la gracia salvadora de Dios, porque piensa que heredará la vida eterna en base a su obediencia externa a los mandatos del Señor. No depende de la justicia de Dios en Cristo para salvación, sino de su propia justicia personal. Aún los inconversos aman el legalismo pues, al parecer, es el pecado favorito de la raza de Adán.
Si preguntas a cualquier persona incrédula que conoces si se cree buena o mala persona, lo más seguro es que te contestaría diciendo que es buena. ¿Por qué? “Porque nunca he matado a nadie. Nunca he robado nadie”. Ellos viven y practican el falso evangelio de la auto-justicia. Irónicamente, los pecadores utilizan este argumento diabólico para consolar sus conciencias sin darse cuenta de que es precisamente esta clase de fe falsa la que los envía al infierno. Al confiar en su propia justicia, desechan la justicia del Señor Jesucristo (Romanos 10:3).
En la carta a los Gálatas se nos presenta un buen ejemplo bíblico del engaño del legalismo. Algunos falsos maestros habían entrado en la iglesia del Señor enseñando que para ser salvos hacía falta fe en Cristo, pero que además de ella los verdaderos creyentes tenían que circuncidarse en obediencia al pacto de Abraham y obedecer la Ley Mosaica, con sus restricciones y normas. Tal enseñanza indignó al apóstol Pablo, el cual se puso furioso ante esto y escribió la epístola a los gálatas para refutar el mensaje de los falsos profetas y presentarlo como lo que era: Una mentira. La tesis de Gálatas es que la salvación se da únicamente por medio de la fe en el Señor Jesús. En otras palabras, Dios no nos acepta gracias a nuestras obras religiosas como la circuncisión o nuestra obediencia perfecta a un catálogo de normas y leyes humanas que promueven nuestra auto-justicia, sino con base en la perfecta justicia de su Hijo aplicada a nuestra cuenta por la fe (Gálatas 2:16).
En su carta a los Gálatas, y a través de su magistral Epístola a los Romanos, Pablo deja en claro que el favor de Dios nos es concedido única y exclusivamente en la persona de su glorioso Hijo, nuestro Señor Jesucristo. El verdadero creyente coloca su mirada en Jesucristo, no en sus hazañas religiosas. Aquel que cree de todo corazón que Cristo murió por sus pecados en la cruz y que Dios le resucitó literalmente al tercer día, será salvado eternamente (1 Corintios 15:1-4).
LIBERTINAJE, NUESTRO CARIBDIS PARTICULAR
El segundo monstruo es conocido con el que luchamos hoy en día, nuestro Caribdis particular, es conocido como Libertinaje. Mientras el legalista coloca la ética en el lugar de la gracia salvadora de Dios, el libertino abusa de la doctrina de la gracia de Dios, usándola como un pretexto para vivir en pecado. En otras palabras, convierte la gracia en desgracia. Razona de la siguiente manera: “Ya que mi salvación depende cien por ciento del Señor Jesucristo y no de mi obediencia, puedo hacer lo que me da la gana”. El término teológico que alude a esto es antinomianismo. Etimológicamente hablando, quiere decir “anti-ley” o “contra la ley”. La lógica del evangelio bíblico, al ser mal entendida, podría llevar a una persona a pensar que puede vivir según sus antojos y caprichos pecaminosos. A fin de cuentas, nuestra salvación está en Cristo, no en nosotros. Por lo tanto, ¿por qué preocuparnos por nuestra obediencia personal?
En cierto sentido, el libertino tiene algo de razón. Es cierto que nuestra salvación eterna depende de la imputación de la justicia de Jesucristo a nuestra cuenta. Pablo mismo recibía a menudo esta misma acusación de ser «libertino» por predicar la salvación solo por gracia (Romanos 6:1-2). Pero lo que la lógica humana no alcanza a entender por sí sola es que, cuando el Espíritu de Dios labra la fe salvadora en el alma del creyente, simultáneamente quita el corazón de piedra de aquel individuo para que este pueda gozarse en la ley de Dios. El nacido nuevo, el verdadero hijo de Dios, ama los mandatos de Dios (Ezequiel 36:26-27).
Asimismo, el libertino olvida que Cristo nos salvó para que viviéramos para su gloria. Jesús “se dio a sí mismo por nosotros, para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo para posesión suya, celoso de buenas obras” (Tito 2:14). Es decir, la señal de que una persona ha abrazado el evangelio es que abunda en buenas obras por el poder del Espíritu Santo. Este mismo mensaje es predicado también en la carta de Judas, la cual nos revela que aún en la iglesia apostólica hubo hombres libertinos, los cuales convirtieron en libertinaje la gracia de Dios (Judas 1:4). Es por eso que el libertino necesita aprender que la fe auténtica siempre engendra obediencia a Dios.
¿CÓMO ESCAPAMOS DE ESTE DILEMA?
¿Cómo podemos evadir el legalismo y el libertinaje? La solución reside en entender la relación entre el evangelio y la ética cristiana. Si tenemos clara esta distinción entre el evangelio y la ética, podremos acabar de una vez para siempre con el legalismo y el libertinaje en nuestra vida.
Venceremos el legalismo cuando entendamos que el evangelio no tiene que ver con lo que tú y yo hacemos. No sé trata de nosotros y nuestras obras, sino de la vida perfecta de Aquél que murió de forma sustitutiva en la cruz a nuestro favor. Cuando entendemos plenamente el mensaje del evangelio el gozo del Señor comienza a fluir en nosotros y esta maravillosa noticia tocante a la muerte de Cristo y su obra vicaria en favor nuestro crea gozo en nuestros corazones, provocando una vida de obediencia alegre al Señor.
Es por esa razón que también triunfaremos sobre el libertinaje, ya que comprenderemos que aquel que de verdad tiene fe en el Hijo tendrá ganas de obedecer su Palabra sin reservas. Lejos de justificar una vida en pecado, el evangelio bíblico, correctamente entendido, produce vidas obedientes. La ética nace como una respuesta agradecida a la gracia salvadora de Dios (Romanos 12:1-2).