Estudio Teológico, Reflexión Teológica, Teología, Teología Pentecostal

La Impassibilitas Dei (la impasibilidad de Dios) y la revelación escritural de un Dios profundamente emocional, compasivo y apasionado

Por Fernando E. Alvarado.

La teología clásica ha luchado, desde sus primeros siglos, con la aparente paradoja entre la impassibilitas Dei (la impasibilidad de Dios) y la revelación escritural de un Dios profundamente emocional, compasivo y apasionado. Por un lado, la tradición filosófica griega, filtrada en los primeros escritos patrísticos, insistía en que Dios, como Ser perfecto e inmutable (cf. Mal 3:6; Sant 1:17), no podía ser afectado por emociones humanas, pues estas suponen cambio y potencialidad. Por otro lado, las Escrituras presentan a un Yahvé que se duele (Gén 6:6), que ama con «amores eternos» (Jer 31:3), que se enoja (Sal 7:11) y que, en Cristo, llora ante la tumba de Lázaro (Jn 11:35). Esta tensión no es mera abstracción doctrinal, sino que tiene implicaciones vitales para la espiritualidad pentecostal, que celebra la experiencia íntima con un Dios cercano, sensible al clamor y movido por la intercesión.

La impasibilidad divina: ¿Apatía filosófica o santidad trascendente?

El concepto de impassibilitas surgió, en parte, como rechazo a las mitologías paganas que atribuían a las divinidades pasiones volubles y egoístas. Los Padres de la Iglesia, como Agustín y Atanasio, enfatizaron que Dios no sufre como los seres humanos, pues su naturaleza es actus purus (acto puro), libre de toda potencialidad o perturbación. Sin embargo, una lectura superficial podría reducir a Dios a un «Ser indiferente», alejado de las angustias de su creación.

Aquí, la teología pentecostal—anclada en la narrativa bíblica más que en presupuestos filosóficos—objeta: ¿Cómo conciliar esta impasibilidad con el pathos de Dios revelado en los profetas, donde su corazón «se conmueve» (Os 11:8)? La respuesta puede hallarse en una distinción crucial: Dios no es impassible en el sentido de insensible o estático, sino en cuanto que sus emociones son perfectas y soberanas, no sujetas a fuerzas externas que lo dominen. Él elige compadecerse, sin que su esencia sea alterada por causas ajenas a su voluntad santa.

El Dios apasionado: El Pentecostés de las emociones divinas

La encarnación de Cristo desvela definitivamente el carácter apasionado de Dios. En Jesús, la impassibilitas no se manifiesta como frialdad, sino como la plenitud de un amor que decide entregarse (Jn 10:18). El Espíritu Santo—central en la espiritualidad pentecostal—no es una fuerza impersonal, sino un Ayudador que «intercede con gemidos» (Rom 8:26), mostrando así que la Trinidad participa en la historia con empatía divina.

Este pathos divino no es caótico, sino santo: Dios se enoja contra el pecado porque ama al pecador; llora con los que lloran porque su gozo es sostener al afligido. La paradoja se resuelve en la cruz, donde la impasibilidad (Cristo como Dios que tiene poder para dar su vida) y la pasión (Cristo como hombre que elige sufrir por amor) se entrelazan.

Un fuego que no consume

Para el creyente pentecostal, esta doctrina no es mera especulación, sino fundamento de una fe ardiente. Si Dios fuera absolutamente impassible en el sentido estoico, la oración fervorosa, la unción emocional y los «gemidos del Espíritu» carecerían de sentido. Pero si Dios fuera solo emocional, sin trascendencia, su amor dependería de circunstancias humanas. La síntesis es gloriosa: servimos a un Dios cuyo «corazón» es tan inmutable en su compasión como en su santidad.

El fuego del Espíritu (Hch 2:3)—símbolo pentecostal por excelencia—ilumina esta paradoja: como la zarza ardiente (Éx 3), Dios arde de amor sin consumirse, se acerca sin dejar de ser trascendente, sufre con sin ser dominado por. Esta es la belleza de un Dios que, siendo «el mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13:8), inclina su oído al grito del pobre y se deleita en habitar entre las alabanzas de su pueblo (Sal 22:3).

El misterio que nos abraza

La impasibilidad divina y el pathos de Dios no son contradicciones, sino dimensiones complementarias de un Ser infinitamente santo e infinitamente cercano. Lejos de enfriar la devoción, esta paradoja enciende la adoración: al saber que el Inmutable quiere conmoverse, que el Eterno elige escuchar, la oración se vuelve diálogo de amor, no monólogo a un muro. En esto, el pentecostalismo—con su énfasis en la experiencia afectiva sin divorciarla de la ortodoxia—encuentra su mayor gozo: tenemos un Dios tan «fuego consumidor» (Heb 12:29) como «Padre de misericordias» (2 Cor 1:3).

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