Por Fernando E. Alvarado*
Se dice que durante la época de la colonización de América los nativos cambiaron el oro que poseían por espejos, telas y otros objetos que los colonizadores ofrecían y que sólo representaban una pequeña parte de lo que valían los tesoros que entregaron. Ese cambio de oro por espejos se ha repetido ahora en el siglo 21, cuando algunos incautos dentro del pueblo del Espíritu; es decir, dentro del joven movimiento pentecostal y carismático, han cambiado el oro divino y el fuego santo por vetustas y sobrevaloradas reliquias teológicas del siglo XVI. Estos nuevos «colonizadores» no vienen ahora con espadas, pero si con pasajes distorsionados de la Biblias, con falacias y malabares exegéticos, a punta de dólares americanos, poder mediático, grandes editoriales a su servicio y el abusivo escándalo de una minoría ruidosa. En nombre de Calvino, la nueva colonización busca imponerse en Latinoamérica.
Para muchos fanáticos neopuritanos de nuestros días – que a la vez son tanto calvinistas como cesacionistas – como Washer, Graham, Vaz, Michelen, Núñez y otros, el calvinismo es el «Puro y Verdadero Evangelio de Jesucristo.» Tal sectarismo los ha llevado a ellos, y a muchos otros, a emprender la cuestionable tarea de re-evangelizar la «pagana Latinoamérica arminiana y pentecostal.» En su opinión, las mal llamadas «doctrinas de la gracia» (el TULIP) son la mejor noticia que el mundo puede recibir. Lo cierto es que aunque muchos incautos se han tragado el cuento, no todos están dispuestos a que les den «atol con el dedo». Cuando el rey James de Inglaterra (por citar ejemplo) escuchó acerca de la doctrina calvinista de la predestinación, promulgada en los cánones del infame y perverso Sínodo de Dort, el rey James (Santiago) solo pudo afirmar lo siguiente:
“Esta doctrina es tan horrible, que estoy persuadido que si hubiese un concilio de espíritus inmundos reunidos en el infierno, y su príncipe el diablo fuera a plantear la cuestión a todos ellos en general, o a cada uno en particular, para conocer su opinión sobre el medio más probable de incitar el odio de los hombres contra Dios su Creador; nada podría ser inventado por ellos que sería más eficaz para este propósito, o que podría poner una afrenta mayor sobre el amor de Dios por la humanidad, que ese infame decreto del reciente Sínodo, y la decisión de esta detestable fórmula, por la cual la inmensa mayoría de la raza humana es condenada al infierno por ninguna otra razón sino la mera voluntad de Dios, sin cualquier consideración por el pecado; la necesidad de pecar, así como la de ser condenado, están fijado sobre ellos por ese gran clavo del decreto previamente mencionado.” [𝘊𝘪𝘵𝘢𝘥𝘰 𝘦𝘯 “𝘛𝘩𝘦 𝘖𝘵𝘩𝘦𝘳 𝘚𝘪𝘥𝘦 𝘰𝘧 𝘊𝘢𝘭𝘷𝘪𝘯𝘪𝘴𝘮”, 𝘦𝘴𝘤𝘳𝘪𝘵𝘰 𝘱𝘰𝘳 𝘓𝘢𝘶𝘳𝘦𝘯𝘤𝘦 𝘔. 𝘝𝘢𝘯𝘤𝘦, 1999, 𝘱. 312].
La moda que hoy llaman «avivamiento calvinismo» (¿Avivamiento o Era de hielo?) va pasando, y su verdadero rostro sectario y sus falacias teológicas se han vuelto cada vez más evidentes para nosotros hoy, como lo fueron para el rey James y muchos otros en el pasado, que supieron ver el lado oscuro del cuasi-gnóstico sistema soteriológico que hoy llaman calvinismo y todas sus nuevas (o más bien recicladas) variantes que, como el COVID-19 y sus mutaciones, buscan infectar las iglesias en Latinoamérica, provocando muerte espiritual, cesación de las manifestaciones del Espíritu, enfriamiento del evangelismo, inseguridad eterna disfrazada de certeza y muchos otros males inherentes a su doctrina.
¿Cuál es la vacuna para este mal? Un renovado interés en el estudio de la Palabra de Dios, tal como el de los judíos en Berea, que no permitían que les dieran «atol con el dedo», sino que comprobaban con las Escrituras – en su propio contexto y dejando que ellas hablen sin imponerles ningún sistema de interpretación – si las cosas eran así (Hechos 17:10-15). Pero igual o más importante aún, es el hecho de que necesitamos un nuevo Pentecostés que nos llene de poder de lo alto (Hechos 1:8). Solo así, uniendo el poder de la Palabra y el Espíritu, podremos contrarrestar el error de aquellos que «tuercen [las palabras de Pablo y de Jesús] como también las otras Escrituras, para su propia perdición.» (2 Pedro 3:15-17)