Por Fernando E. Alvarado
La Escritura, si la interpretamos de forma correcta, enseña que Dios el Hijo tiene eternamente igual autoridad con Dios el Padre, pero que por un período de tiempo durante Su ministerio en la tierra se volvió subordinado en autoridad para con Él. El cristianismo bíblico y ortodoxo siempre ha enseñado que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son iguales en autoridad por toda la eternidad. Muchos cristianos de hoy, sin embargo, se inclinan hacia una especie de semiarrianismo, enseñando la subordinación eterna del Hijo y cuestionando la fe histórica de la iglesia.

Como miembro pleno de la Trinidad el Hijo merece todo el honor que merece el Padre. La doctrina de la subordinación eterna del Hijo es, por lo tanto, una herejía. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son eternamente iguales en autoridad, pero el Hijo—y por tal cuestión, el Espíritu—durante un período de tiempo, por un ministerio particular en la tierra, o entre los creyentes, se sujetó a la autoridad del Padre.
Jesús, durante el tiempo de Su ministerio en la tierra, se sujetó a la autoridad del Padre. Pero esto no fue algo permanente, sino algo temporal para el propósito de esa actividad particular. El Espíritu, de forma similar, cuando fue enviado, se sujetó a la autoridad del Padre y del Hijo. La sumisión al Padre fue temporal y funcional.
Algunos dan mucha importancia al hecho de que el orden dado de los nombres es Padre, Hijo y Espíritu Santo. En la fórmula bautismal en Mateo 28:19, Jesús dijo: «Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Algunos dirían que eso significa que el Padre es primero en autoridad, el Hijo es segundo y el Espíritu Santo, tercero. Pero ese no es el orden invariable de los nombres que son dados en la Escritura cuando se los enumera juntos.

Por ejemplo, 2 Corintios 13:14 dice: «Que la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos ustedes». Notemos el orden: Jesús, Dios y Espíritu Santo. Primera de Pedro 1:2: «… según la previsión de Dios el Padre, mediante la obra santificadora del Espíritu, para obedecer a Jesucristo y ser redimidos por su sangre». Aquí el orden es Padre, Espíritu e Hijo. O Judas 20–21: «Ustedes, en cambio, queridos hermanos, manténganse en el amor de Dios, edificándose sobre la base de su santísima fe y orando en el Espíritu Santo, mientras esperan que nuestro Señor Jesucristo, en su misericordia, les conceda vida eterna». Allí vemos que el orden es el Espíritu Santo, Dios el Padre y el Señor Jesús. No deberíamos concluir, por lo tanto, que hay un orden invariable y que ese orden implica una relación de autoridad diferente.
Cada una de las personas de la Trinidad tiene una parte más prominente que desempeñar en determinadas acciones. Por ejemplo, la Escritura destaca al Padre como la persona principal implicada en la creación, pero el—hijo fue aquel que también llevó a cabo eso, así como el Espíritu. El Hijo Jesús fue la persona principal, el principal actor en el acto de redención, pero el Padre y el Espíritu también fueron participantes de ello. El Espíritu es aquel que nos regenera, que nos santifica, pero Él actúa en nombre de las tres personas de la Trinidad.
En nuestra comprensión limitada de la vida y relaciones internas de la Trinidad, estamos obligados a considerar que estas relaciones de subordinación pueden deberse a un acuerdo entre las personas de la Trinidad—un “pacto”, como se lo denomina técnicamente—por virtud de lo cual una función distinta en la obra de redención es asumida voluntariamente por cada uno. Pero la igualdad de los tres miembros de la Trinidad jamás se ve comprometida por ello.

De forma categórica, el Credo Atanasiano afirma:
«Y en esta Trinidad ninguno va antes o después del otro, ninguno es mayor o menor que el otro, sino que las tres Personas son entre sí co-eternas e iguales; de modo, que, como se dijo antes, se debe adorar la Unidad en Trinidad y la Trinidad en Unidad. El que quiera, pues, salvarse, debe pensar así sobre la Trinidad.»
Y acerca del Hijo añade:
«Pues la fe recta es que creamos y confesemos que Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, es Dios y hombre. Es Dios, engendrado de la sustancia del Padre, antes de los siglos; y es hombre, de la substancia de su Madre, nacido en el mundo. Perfecto Dios y perfecto hombre, subsistente de alma racional y de carne humana. Igual al Padre en cuanto a su divinidad, y menor que el Padre en cuanto a su humanidad… Esta es la fe universal. Uno no puede ser salvo sin creer en esto con firmeza y fidelidad.» (Credo Atanasiano)
