Por Fernando E. Alvarado
Bíblicamente, la muerte es la terminación de la vida física por medio de la separación del cuerpo y el alma (Santiago 2:26). Para nosotros, los cristianos, la muerte no es el fin de la existencia, sino un cambio radical en el estado del ser humano (2 Corintios 5:1-4). Desde el punto de vista espiritual, es la prueba y la sanción de la desobediencia humana, que separada de Dios, la fuente de Vida, muere irremediablemente (Romanos 3:23; 6:23). Para todos los seres humanos, la muerte encierra una gran frustración, ya que en nuestros corazones anida el ansia por la inmortalidad. Todos sabemos que moriremos. Eso no es nada nuevo. Lo que verdaderamente nos acongoja es el proceso de muerte, el cómo moriremos. El temor y la agonía, el rechazo y el dolor, el miedo al castigo o lo incierto de la vida más allá de la vida terrena, son las pautas dramáticas que hacen que veamos la muerte como una gran tragedia. En la Biblia, Dios nos presenta la vida más allá de la muerte de una manera oscura en cuanto a sus detalles y formas, más no en cuanto a su propósito, realidad, tragedia, y también esperanza.
Al profeta Daniel se le dijo: «Pero tú, persevera hasta el fin y descansa, que al final de los tiempos te levantarás para recibir tu recompensa” (Daniel 12:13 NVI). En dicho pasaje Dios no presenta la partida de Daniel de una manera dramática; simplemente la señala como un hecho ineludible. No había nada que temer, Él lo tenía todo dispuesto. Esto se debe a que para nosotros, los cristianos, la muerte no es más que un estado intermedio. Es el período entre la partida de este mundo y la resurrección con Jesucristo. Es simplemente estar con el Señor, reposando de los trajines de la vida y recibiendo su inmensa consolación. La muerte no es nuestro fin, sino apenas un nuevo comienzo. Así lo decía Juan: “El mundo se acaba con sus malos deseos, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn. 2:17 NVI).
¿Somos los cristianos insensibles ante la muerte? En ninguna manera. Pero nuestra fe nos da una perspectiva diferente de la misma. Para nosotros, como para cualquier otro ser humano, la muerte es dolor, pero también reflexión. Las lágrimas de la muerte limpian nuestros ojos para ver con claridad y perspectiva la vida que tenemos por delante. Así, el cristianismo es más que un simple consuelo tímido al dolor; es más bien una poderosa promesa de Dios: “Ésta es la promesa que él nos dio: la vida eterna” (1 Juan 2:25 NVI). Saber que tenemos victoria sobre nuestro mayor enemigo nos da libertad para enfrentar la vida de una manera completamente distinta. Jesucristo, quien es la vida, se enfrentó a la misma muerte en la Cruz, símbolo eterno de la muerte. Él tomó allí nuestros pecados y fracasos para de una vez y por todas destruir el poder que la muerte tenía sobre nosotros. Se manifestó su victoria en la resurrección de entre los muertos, ya que la muerte no le pudo contener. Y así como a Daniel se le ofreció victoria sobre la muerte, el Señor también nos ofrece lo mismo a todos aquellos que hemos hecho un pacto de vida con Jesucristo: «Ciertamente les aseguro que el que oye mi palabra y cree al que me envió tiene vida eterna y no será juzgado, sino que ha pasado de la muerte a la vida» (Juan 5:24; NVI) y «esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado» (Juan 17:3, NVI). Por eso la verdadera vida se manifiesta cuando permanecemos sujetos a Dios, cuando le conocemos, cuando hemos sido limpiados por la Sangre del Cordero y la vida del Cristo resucitado ha dado vida nueva a nuestra propia mortalidad. ¡Y este es un milagro mucho mayor que cualquier sanidad física que nos libere temporalmente de la muerte! Es el milagro de una vida liberada eternamente de condenación y cuya promesa y seguridad es la vida eterna.
¿Por qué entonces ver la muerte como algo irreparable? Para nosotros, los cristianos, hay esperanza. Llegará el día «cuando lo corruptible se revista de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: «La muerte ha sido devorada por la victoria». «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?»» (1 Corintios 15:54-55, NVI). Es la gratitud, no el temor, quien rige ahora la vida del cristiano. Es la esperanza, y no la ansiedad ni la desesperación, la que gobierna ahora nuestra vida: «Pues Dios nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestras propias obras, sino por su propia determinación y gracia. Nos concedió este favor en Cristo Jesús antes del comienzo del tiempo; y ahora lo ha revelado con la venida de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien destruyó la muerte y sacó a la luz la vida incorruptible mediante el evangelio» (2 Timoteo 1:9-10, NVI).