La perspectiva wesleyana del pecado original armoniza la sombría realidad de la depravación humana con el resplandor esperanzador de la gracia divina. Lejos de ser un destino inescapable, la corrupción heredada de Adán se presenta como el umbral de una transformación radical, donde la fe activa y la acción divina convergen para renovar la imagen de Dios en la humanidad.