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El pecado original en la teología wesleyana

Por Fernando E. Alvarado

La perspectiva wesleyana del pecado original armoniza la sombría realidad de la depravación humana con el resplandor esperanzador de la gracia divina. Lejos de ser un destino inescapable, la corrupción heredada de Adán se presenta como el umbral de una transformación radical, donde la fe activa y la acción divina convergen para renovar la imagen de Dios en la humanidad. Enraizada en las enseñanzas de John Wesley, esta doctrina afirma una depravación total que infecta todas las facultades del ser humano—intelecto, voluntad y afectos—haciendo que «toda imaginación de los pensamientos de su corazón sea solo mala continuamente» (Wesley 1872, 5:195), extendiéndose como una plaga universal que convierte al hombre natural en un «ateo práctico» y adorador de ídolos como el orgullo y el amor al mundo (Wesley 1872, 5:198-200). Sin embargo, Wesley infunde dinamismo al introducir la gracia preveniente, una intervención divina universal que restaura un grado de libertad moral, permitiendo que incluso en la corrupción, el ser humano responda al llamado de Dios: «Por naturaleza estáis completamente corrompidos. Por gracia seréis completamente renovados» (Wesley 1872, 5:202).

Randy L. Maddox:El pecado original como «enfermedad» o debilitación espiritual que aflige la naturaleza humana

En el panorama de la teología wesleyana contemporánea, Randy L. Maddox emerge como un intérprete pivotal que enriquece la comprensión del pecado original al recontextualizarlo dentro de un marco terapéutico inspirado en la tradición cristiana oriental, trascendiendo las limitaciones de una mera imputación jurídica de culpa. En su obra Responsible Grace: John Wesley’s Practical Theology, Maddox argumenta que Wesley concibe el pecado original no primordialmente como una transgresión legal que demanda castigo, sino como una profunda «enfermedad» o debilitación espiritual que aflige la naturaleza humana, manifestándose en una «espiritual debilitación y aflicción de la persona humana» que requiere no solo perdón, sino una curación integral (Maddox 1994, 83). Esta perspectiva relacional subraya que el pecado original representa una ruptura fundamental en la comunión con Dios y el prójimo, una privación de la imagen divina que Wesley denomina «pecado interior» o pecado inherente, derivado de la caída adámica y extendido a toda la humanidad como una corrupción total de las facultades volitivas, intelectuales y afectivas (Maddox 1994, 84-85). Maddox vivifica esta doctrina al contrastarla con las tendencias jurídicas occidentales predominantes en la tradición reformada, donde el pecado se enfoca en la culpa imputada y la salvación en la absolución penal; en cambio, Wesley, según Maddox, integra elementos jurídicos (como el perdón) dentro de un paradigma terapéutico más amplio, donde el pecado es una «plaga» curable mediante la gracia divina, alineándose con la noción oriental de theosis o deificación, que enfatiza la restauración progresiva de la semejanza divina (Maddox 1994, 87-88).

Maddox profundiza esta amplificación al destacar el rol pivotal de la gracia preveniente como antídoto divino que mitiga la depravación total, restaurando un grado de libertad moral que habilita la cooperación humana en el proceso soteriológico. Lejos de un determinismo unilateral, esta gracia actúa como una «potencia para la curación» que empodera al individuo para responder responsablemente al llamado divino, preservando la tensión vital entre la iniciativa soberana de Dios y la participación humana no coercitiva: «sin la gracia de Dios, no podemos ser salvos; mientras que sin nuestra participación (empoderada por la gracia, pero no coercitiva), la gracia de Dios no salvará» (Maddox 1994, 19). Esta dinámica, que Maddox denomina «gracia responsable», refleja la preocupación fundamental de Wesley: un equilibrio entre la depravación inherente—una «inclinación inherente al mal» que infecta toda acción humana sin intervención divina—y la esperanza de renovación, donde la gracia preveniente no solo previene la parálisis absoluta, sino que inicia un proceso de sanación que culmina en la santificación (Maddox 1994, 85-86). En este sentido, Maddox ilustra cómo Wesley evita el pesimismo reformado de una depravación irremediable salvo por una gracia irresistible limitada a los elegidos, optando en cambio por un optimismo práctico que ve la depravación como un estado relacional mutable, susceptible de transformación mediante una fe activa y obras de amor, integrando así dimensiones jurídicas y terapéuticas en una teología holística (Maddox 1994, 158).

Esta interpretación de Maddox no solo amplifica la visión wesleyana al conectar el pecado original con la vía salutis—el camino de salvación como un proceso gradual de curación—sino que también invita a una reevaluación erudita de Wesley como teólogo práctico, cuyo énfasis en la experiencia y la responsabilidad humana ofrece un modelo vigoroso para la teología contemporánea, fusionando tradición oriental y occidental en una síntesis dinámica y transformadora.

Mildred Bangs Wynkoop: El pecado original como una privación moral y espiritual

En su vertiente del movimiento de santidad, la teología wesleyana encuentra en Mildred Bangs Wynkoop una voz erudita que reconfigura la doctrina del pecado original con una profundidad relacional que trasciende las concepciones tradicionales de corrupción substancial, anclándola en una comprensión dinámica del amor y la responsabilidad humana. En su libro A Theology of Love: The Dynamic of Wesleyanism (1972), Wynkoop propone una reinterpretación del pecado original que lo despoja de nociones materialistas o biológicas, presentándolo no como una entidad transmitida genéticamente, sino como una privación moral y espiritual: una carencia de la rectitud original que define la imagen divina en la humanidad. Esta privación se manifiesta como una ruptura fundamental en la relación de amor con Dios y el prójimo, constituyendo una «alienación existencial» que distorsiona la capacidad humana para vivir en comunión (Wynkoop 1972, 148-149). Wynkoop argumenta que el pecado original no es una «cosa» heredada, como si fuera un defecto físico o una sustancia maligna, sino una condición relacional de desorientación espiritual, donde «el pecado es la perversión de la persona, no una cosa que poseemos» (Wynkoop 1972, 150). Esta perspectiva, profundamente influida por la teología práctica de John Wesley, reorienta el discurso teológico hacia la centralidad del amor como el eje de la vida cristiana, donde la santificación emerge como el proceso restaurador que sana esta fractura relacional.

Wynkoop enriquece esta idea al enfatizar que el pecado original, como privación, no implica un fatalismo determinista, sino que abre la puerta a la responsabilidad personal empoderada por la gracia. Inspirada por el énfasis wesleyano en la gracia preveniente, sostiene que esta gracia divina actúa como un antídoto que restaura la capacidad humana para responder al amor de Dios, contrarrestando la alienación inherente al pecado: «El pecado no es un destino, sino una condición transformable por la gracia que restaura la libertad moral» (Wynkoop 1972, 155). Este enfoque relacional distingue su pensamiento de interpretaciones más substancialistas del pecado original, comunes en algunas corrientes reformadas, que lo conciben como una corrupción ontológica heredada que requiere una intervención divina unilateral. Wynkoop, en cambio, subraya la dimensión personal y dinámica del pecado, donde la privación moral no anula la imagen divina, sino que la oscurece, permitiendo que la gracia, a través de la santificación, restaure progresivamente la capacidad de amar plenamente a Dios y al prójimo (Wynkoop 1972, 152). En este sentido, la santificación no es meramente la erradicación de una mancha moral, sino la recuperación de una orientación relacional hacia el amor, que Wynkoop identifica como el núcleo de la perfección cristiana: «La santidad es amor perfecto, la restauración de la relación correcta con Dios y los demás» (Wynkoop 1972, 170).

Esta reinterpretación de Wynkoop tiene implicaciones profundas para la teología wesleyana de santidad, ya que desplaza el foco de una visión estática del pecado como herencia biológica hacia una comprensión dinámica que prioriza la experiencia vivida y la responsabilidad ética. Al rechazar nociones de pecado como una substancia heredada, Wynkoop evita el pesimismo teológico que podría derivar en una resignación ante el mal, y en su lugar ofrece un marco optimista donde la gracia de Dios no solo perdona, sino que capacita al creyente para participar activamente en su restauración. Como ella misma afirma, «el evangelio no nos deja en la desesperanza del pecado, sino que nos invita a una relación transformada por el amor divino» (Wynkoop 1972, 157). Este enfoque también dialoga con la tradición wesleyana al integrar el cuadrilátero wesleyano—Escritura, tradición, razón y experiencia—para fundamentar su teología en una síntesis que es a la vez bíblica y existencialmente relevante. Por ejemplo, Wynkoop conecta su visión con pasajes como Romanos 5:12-21, donde el pecado de Adán introduce la muerte espiritual, pero la gracia de Cristo restaura la vida, no como un acto forense aislado, sino como un proceso relacional continuo (Wynkoop 1972, 149-150).

En contraste con la tradición reformada, que a menudo enfatiza el pecado original como una corrupción total que incapacita al ser humano para el bien espiritual sin una gracia irresistible limitada a los elegidos (Calvino 1559, 2.1.8), Wynkoop, siguiendo a Wesley, propone una antropología teológica más esperanzadora. Mientras que la perspectiva reformada, como se articula en la Confesión de Westminster (1646, cap. 6), ve el pecado como una culpa imputada que requiere una justificación forense, Wynkoop reorienta el discurso hacia la sanación de una relación rota, donde la gracia preveniente universal habilita a todos para responder al llamado divino, evitando así el determinismo calvinista (Wynkoop 1972, 170-171). Esta visión no solo refleja el optimismo soteriológico de Wesley, sino que también dota al movimiento de santidad de una teología práctica que invita a los creyentes a vivir en un amor activo y transformador, haciendo de la santificación no un ideal inalcanzable, sino una realidad accesible mediante la cooperación con la gracia divina.

H. Orton Wiley: El pecado original como corrupción de la naturaleza de cada hombre

También enmarcado dentro del movimiento de santidad, H. Orton Wiley es, sin duda, un teólogo sistemático de referencia dentro de la tradición wesleyana. A través de su obra monumental Christian Theology (1941) Wiley revitaliza la doctrina wesleyana del pecado original, dotándola de una claridad teológica y un vigor práctico. Wiley define el pecado original como «la corrupción de la naturaleza de cada hombre, por la cual está muy lejos de la rectitud original y de su propia naturaleza inclinado al mal, y eso continuamente» (Wiley 1941, 2:98), una formulación que refleja la gravedad de la depravación humana heredada de la caída adámica. Esta corrupción, según Wiley, no es un defecto superficial, sino una distorsión profunda que afecta todas las facultades humanas—intelecto, voluntad y afectos—produciendo una inclinación inherente hacia el mal que se manifiesta en un alejamiento persistente de la rectitud divina. Sin embargo, Wiley no se detiene en un diagnóstico sombrío; su teología irradia esperanza al enfatizar la intervención de la gracia preveniente, un don universal de Dios que restaura la capacidad moral para responder al bien, contrarrestando la parálisis espiritual y abriendo el camino hacia la santificación entera, donde «el mal raíz, la mente carnal, es destruida» (Wesley, citado en Wiley 1941, 2:456). Esta perspectiva, profundamente arraigada en el optimismo soteriológico wesleyano, posiciona el pecado original como una condición transformable mediante la cooperación entre la gracia divina y la respuesta humana, configurando un marco dinámico para la redención.

Wiley desarrolla esta doctrina con un rigor sistemático que integra la tradición wesleyana con una exégesis cuidadosa de las Escrituras, particularmente pasajes como Romanos 5:12-19, donde el pecado de Adán introduce la muerte espiritual universal, pero la gracia de Cristo ofrece restauración (Wiley 1941, 2:94-95). En su análisis, el pecado original no se limita a una culpa imputada, como en algunas interpretaciones reformadas, sino que abarca una corrupción activa que impregna la naturaleza humana, inclinándola hacia el egoísmo y la rebelión. Wiley describe esta inclinación como una «propensión al mal» que, sin la intervención divina, perpetúa un estado de alienación espiritual (Wiley 1941, 2:99). Sin embargo, su énfasis en la gracia preveniente introduce una nota distintiva: esta gracia, dispensada universalmente a toda la humanidad, no solo mitiga la culpa del pecado original, sino que restaura una medida de libertad moral que permite al individuo elegir el bien y cooperar con la obra redentora de Dios. Wiley subraya que «la gracia preveniente es el toque inicial de la misericordia divina, que despierta la conciencia y capacita al hombre para buscar a Dios» (Wiley 1941, 2:103), un principio que refleja la antropología optimista de Wesley y su rechazo al determinismo calvinista.

La contribución de Wiley al movimiento de santidad radica en su articulación de la santificación entera como el clímax del proceso redentor, donde la gracia no solo perdona el pecado, sino que erradica su raíz—la «mente carnal» o disposición pecaminosa que persiste incluso en el creyente regenerado. Citando a Wesley, Wiley afirma que esta purificación total es posible en esta vida, no como una perfección absoluta, sino como una restauración del amor perfecto hacia Dios y el prójimo, liberando al creyente del dominio del pecado (Wiley 1941, 2:456-457). Este proceso, según Wiley, requiere una fe activa y una entrega total, conceptos que él enraíza en la experiencia cristiana y en prácticas como la oración, la comunión y el servicio, que funcionan como «medios de gracia» para sostener el crecimiento espiritual (Wiley 1941, 2:460). En este sentido, Wiley no solo sistematiza la teología wesleyana, sino que la vivifica al presentarla como una invitación práctica a la santidad, accesible a todos los que cooperen con la gracia divina.

En contraste con la tradición reformada, Wiley diverge significativamente en su tratamiento del pecado original y la soteriología. Mientras que la perspectiva reformada enfatiza una depravación total que incapacita completamente al ser humano para el bien espiritual, resoluble solo mediante una gracia irresistible limitada a los elegidos (Calvino 1559, 2.1.8; Westminster Confession 1646, cap. 9), Wiley, siguiendo a Wesley, sostiene que la gracia preveniente universal restaura la libertad moral, permitiendo a todos responder al evangelio (Wiley 1941, 2:102-104). Esta diferencia no es meramente técnica, sino profundamente teológica: mientras los reformados y luteranos mantienen que el creyente permanece «simul iustus et peccator» (justo y pecador simultáneamente), Wiley y el movimiento de santidad afirman que la santificación entera puede erradicar la inclinación al pecado en esta vida, restaurando la imagen divina mediante un amor perfecto (Wiley 1941, 2:458). Esta visión rechaza el determinismo calvinista, que Wiley considera incompatible con el amor universal de Dios y la responsabilidad moral, y en su lugar promueve un optimismo práctico que invita al creyente a participar activamente en su transformación espiritual.

Leo G. Cox: La caída completa y la restauración por la gracia

Leo G. Cox, en su obra John Wesley’s Concept of Perfection (1964), aporta un vigor teológico al discurso sobre el pecado original al afirmar que «aparte de la gracia, la caída del hombre fue completa y todo se perdió» (Cox 1964, 28). Esta declaración refleja una comprensión wesleyana de la depravación total, donde la caída de Adán resulta en una corrupción universal que afecta todas las dimensiones de la naturaleza humana—intelecto, voluntad y afectos—dejándola incapaz de buscar a Dios por sí misma. Cox describe esta condición como una pérdida absoluta de la rectitud original, donde la imagen divina, entendida como la capacidad de comunión con Dios y la orientación hacia el bien, queda completamente oscurecida (Cox 1964, 27-28). Sin embargo, Cox no sucumbe a un pesimismo teológico; su enfoque irradia esperanza al enfatizar la intervención de la gracia preveniente, un don universal que restaura «reliquias de la imagen divina» y capacita al ser humano para responder al llamado divino (Cox 1964, 28). Estas reliquias, según Cox, no son una capacidad inherente del hombre caído, sino un regalo de la gracia que despierta la conciencia moral y permite una cooperación activa en el proceso de salvación.

El dinamismo de Cox radica en su conexión entre la depravación y la perfección cristiana. Él argumenta que la gracia no solo mitiga la culpa del pecado original, sino que pavimenta el camino hacia la santificación entera, donde el corazón del creyente es purificado y llenado de «amor perfecto» (Cox 1964, 29). Esta perfección, en la tradición wesleyana, no implica una ausencia absoluta de error, sino una restauración de la orientación del corazón hacia Dios y el prójimo, libre del dominio de la inclinación pecaminosa. Cox fundamenta esta visión en la teología práctica de Wesley, particularmente en textos como Romanos 6:6, donde el «viejo hombre» es crucificado para que el creyente viva en novedad de vida (Cox 1964, 30). Su énfasis en la experiencia cristiana como un proceso dinámico—de la depravación a la regeneración y finalmente a la santificación—hace que su teología sea tanto teóricamente robusta como prácticamente aplicable, invitando a los creyentes a participar activamente en su transformación espiritual mediante los medios de gracia, como la oración, la Escritura y la comunión (Cox 1964, 31-32).

Jesse T. Peck: La distinción entre existencia y estado del pecado

Jesse T. Peck, un precursor influyente del movimiento de santidad, aporta una perspectiva complementaria en su obra The Central Idea of Christianity (1854), donde introduce una distinción teológica crucial entre la «existencia» del pecado y su «estado» en el creyente: «Hay una distinción amplia y necesaria entre la existencia de una cosa y el estado de la cosa existente» (Peck 1854, 14-16). Esta distinción permite a Peck articular una comprensión matizada del pecado original y su superación a través de los estadios de la regeneración y la santificación entera. Para Peck, el pecado original persiste como una realidad en el creyente regenerado, no como una culpa activa, sino como una disposición latente o «mente carnal» que inclina al mal. La regeneración, según Peck, imparte vida espiritual al restaurar la relación con Dios, pero no erradica completamente la corrupción heredada; esta tarea corresponde a la santificación entera, un segundo acto de gracia que purifica el corazón de toda inclinación pecaminosa, permitiendo al creyente vivir en amor perfecto (Peck 1854, 15-17).

Peck fundamenta esta distinción en una exégesis de pasajes como 1 Juan 1:8-9, donde la confesión del pecado lleva al perdón y la purificación, interpretando que la regeneración aborda la culpa y el poder del pecado, mientras que la santificación entera elimina su presencia remanente (Peck 1854, 18). Esta perspectiva refleja el optimismo wesleyano al rechazar la noción de que el pecado es un destino inescapable; en cambio, Peck ve la santificación como un proceso accesible que transforma la condición humana mediante la cooperación con la gracia divina. Su enfoque es profundamente práctico, exhortando a los creyentes a buscar la santidad a través de una fe activa y la entrega total a Dios, lo que él describe como «la idea central del cristianismo»: la restauración del amor perfecto como el propósito último de la redención (Peck 1854, 20-21).

El pecado original, una corrupción curable

Esta postura wesleyana contrasta vivazmente con la reformada, donde el pecado original implica una depravación total que inhabilita completamente al humano para el bien espiritual, resuelta solo por una gracia irresistible limitada a los elegidos, alineada con la predestinación incondicional (Calvino 1559, 2.1.8; Confesión de Westminster 1646, cap. 9). La teología wesleyana rechaza este determinismo como incompatible con el amor universal de Dios, argumentando que hace a Dios autor del pecado y socava la responsabilidad moral; en cambio, su gracia preveniente es resistible y universal, permitiendo el libre albedrío y la posibilidad de perfección en esta vida, no solo en la glorificación (Wesley 1770, 10:360-361; Lindström 1946, 45-47). Mientras algunas corrientes protestantes mantienen el «simul iustus et peccator» (justo y pecador simultáneamente), los wesleyanos irrumpen con un optimismo práctico: la santificación entera erradica la raíz del pecado, restaurando la imagen de Dios mediante una fe activa y obras de amor (Maddox 1994, 158-160; Wynkoop 1972, 170). De este modo, la doctrina wesleyana inyecta energía transformadora al pecado original, viéndolo como una corrupción curable que, a través de la gracia, impulsa hacia la santidad, diferenciándose del pesimismo reformado por su énfasis en la libertad y la renovación universal.

Bibliografía

  • Calvino, Juan. 1559. Institución de la religión cristiana. Traducido por Cipriano de Valera. Grand Rapids: Subcomisión Literatura Cristiana de la Iglesia Cristiana Reformada, 1967.
  • Cox, Leo G. 1964. John Wesley’s Concept of Perfection. Kansas City: Beacon Hill Press.
  • Lindström, Harald. 1946. Wesley and Sanctification: A Study in the Doctrine of Salvation. London: Epworth Press.
  • Maddox, Randy L. 1994. Responsible Grace: John Wesley’s Practical Theology. Nashville: Kingswood Books.
  • Peck, Jesse T. 1854. The Central Idea of Christianity. Boston: H.V. Degen.
  • Wesley, John. 1770. “Free Grace.” En The Works of John Wesley, editado por Thomas Jackson, 7:373–386. London: Wesleyan Conference Office, 1872.
  • Wesley, John. 1872. The Works of the Rev. John Wesley. Editado por Thomas Jackson. 14 vols. London: Wesleyan Conference Office.
  • Westminster Assembly. 1646. The Westminster Confession of Faith. Edinburgh: Free Presbyterian Publications, 2003.
  • Wiley, H. Orton. 1941. Christian Theology. 3 vols. Kansas City: Beacon Hill Press.
  • Wynkoop, Mildred Bangs. 1972. A Theology of Love: The Dynamic of Wesleyanism. Kansas City: Beacon Hill Press.

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