Por Fernando E. Alvarado
Lejos de ser una expresión heterodoxa, el movimiento pentecostal histórico, desde su génesis en los avivamientos del siglo XX (como Azusa Street, 1906), se ha afirmado inequívocamente dentro del marco de la ortodoxia trinitaria, distinguiéndose con claridad y rechazando categóricamente las desviaciones unicitaristas o modalistas que surgieron posteriormente como corrientes marginales dentro de algunos grupos específicos. Esta adhesión al credo trinitario no es un mero formalismo, sino un pilar fundacional arraigado en una hermenéutica fiel de las Escrituras y en la herencia teológica recibida de la Iglesia universal: los documentos confesionales tempranos de las principales denominaciones pentecostales enfatizan explícitamente la eterna distinción y coexistencia de las Tres Personas divinas – Padre, Hijo y Espíritu Santo – en la unidad de un solo Dios (Deuteronomio 6:4; Mateo 28:19; 2 Corintios 13:14), siguiendo así la senda trazada por los concilios ecuménicos (Nicea, Constantinopla) y la reflexión patrística. La condena del unicitarismo/modalismo como herejía por parte del pentecostalismo ortodoxo se fundamenta precisamente en su incompatibilidad radical con el testimonio bíblico global, donde las Personas interactúan de manera simultánea y relacional (el Hijo ora al Padre – Lucas 10:21; el Padre envía al Espíritu en el nombre del Hijo – Juan 14:26; el Espíritu glorifica al Hijo – Juan 16:14), y con la experiencia pentecostal misma, que reconoce al Espíritu Santo como la Persona divina distinta enviada por el Padre y el Hijo exaltado (Hechos 2:32-33), no como un simple «modo» del Padre o del Hijo. Por tanto, el pentecostalismo mayoritario se alza, no como una ruptura doctrinal, sino como un vigoroso testimonio contemporáneo de la fe trinitaria apostólica e histórica, defendiendo la plena divinidad y distinción personal del Padre, del Hijo encarnado y crucificado, y del Espíritu Santo que regenera y santifica, contra cualquier reduccionismo modalista que, pretendiendo salvaguardar la unidad divina, termina por desdibujar la riqueza de la autorevelación de Dios en la economía de la salvación y socavar la esencia misma del Evangelio.

𝗘𝗹 𝗗𝗶𝗼𝘀 𝗶𝗻𝗰𝗼𝗵𝗲𝗿𝗲𝗻𝘁𝗲 𝗱𝗲 𝗹𝗮 𝗱𝗼𝗰𝘁𝗿𝗶𝗻𝗮 𝘂𝗻𝗶𝗰𝗶𝘁𝗮𝗿𝗶𝗮
El modalismo, en sus diversas expresiones históricas (sabelianismo, monarquianismo modalista, unitarismo modal contemporáneo), propone una solución aparentemente sencilla al misterio de la Trinidad: Dios es una única persona (o hipóstasis) que se ha manifestado al mundo en tres modos, papeles o fases sucesivas: como Padre en la creación y la ley, como Hijo en la encarnación y redención, y como Espíritu Santo en la iglesia y la santificación. Si bien su contradicción con el testimonio global de las Escrituras es profunda y bien documentada, existe una capa adicional de dificultad inherente al modalismo: su propia estructura interna alberga contradicciones lógicas fundamentales que socavan su coherencia racional y su capacidad para dar cuenta de la realidad revelada.
El núcleo de la contradicción lógica reside en la reducción de las tres personas divinas a meras manifestaciones temporales y secuenciales de un único sujeto. Esta premisa genera paradojas insolubles cuando se confronta con las relaciones intersubjetivas y las acciones simultáneas claramente atribuidas al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en el Nuevo Testamento. Consideremos:
1. 𝗟𝗮 𝗿𝗲𝗹𝗮𝗰𝗶𝗼́𝗻 𝗱𝗶𝗮𝗹𝗼́𝗴𝗶𝗰𝗮 𝘆 𝗹𝗮 𝘀𝗶𝗺𝘂𝗹𝘁𝗮𝗻𝗲𝗶𝗱𝗮𝗱:
El modalismo exige que Dios actúe solo en un modo a la vez. Sin embargo, las Escrituras presentan repetidamente al Padre y al Hijo interactuando como agentes conscientes y distintos en el mismo momento histórico. En el bautismo de Jesús (Mateo 3:16-17), vemos al Hijo saliendo de las aguas, al Espíritu descendiendo como paloma, y la voz del Padre declarando desde el cielo: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia». ¿Cómo puede el único sujeto divino simultáneamente ser el Hijo bautizado, manifestarse como el Espíritu descendiendo, y hablar como el Padre desde el cielo? Si es solo un modo activo a la vez, la escena se vuelve un monólogo divino absurdamente teatral, donde Dios interpreta todos los papeles en una ficción cósmica, contradiciendo la autenticidad de la revelación. La oración de Jesús al Padre en Juan 17 es otro ejemplo potente: «Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti… Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese» (Juan 17:1, 4). ¿A quién ora Jesús si Él mismo es el Padre en otro modo? El modalismo reduce la oración de Jesús a un soliloquio sin sentido, vaciando de significado genuino su dependencia filial y comunión con el Padre. La lógica exige que un «yo» que ora necesite un «tú» distinto al que se dirige.

2. 𝗘𝗹 𝘁𝗲𝘀𝘁𝗶𝗺𝗼𝗻𝗶𝗼 𝗿𝗲𝗰𝗶́𝗽𝗿𝗼𝗰𝗼 𝘆 𝗹𝗮 𝗮𝗴𝗲𝗻𝗰𝗶𝗮 𝗱𝗶𝘀𝘁𝗶𝗻𝘁𝗮:
El Nuevo Testamento describe constantemente a las personas divinas testificando acerca de las otras y actuando a través de o enviadas por las otras. El Espíritu Santo es enviado por el Padre y por el Hijo (Juan 14:26, 15:26). Jesús promete que el Espíritu «no hablará por su propia cuenta», sino que «tomará de lo mío y os lo hará saber» y «me glorificará» (Juan 16:13-14). ¿Cómo puede el mismo sujeto divino «enviarse» a sí mismo? ¿Cómo puede «testificar» de otro modo de sí mismo como si fuera otro? ¿Cómo puede un modo (Espíritu) glorificar a otro modo (Hijo) sin que sea una auto-glorificación? El modalismo destruye la realidad de estas relaciones de agencia y testimonio mutuo, convirtiéndolas en una compleja coreografía de auto-referencias carentes de contenido interpersonal real. La distinción funcional se vuelve una ilusión necesaria para sostener el modelo, pero sin base ontológica que la sustente.
3. 𝗘𝗹 𝗽𝗿𝗼𝗯𝗹𝗲𝗺𝗮 𝗱𝗲 𝗹𝗮 𝗽𝗮𝘀𝗶𝗼́𝗻 𝘆 𝗹𝗮 𝗮𝗴𝗲𝗻𝗰𝗶𝗮 𝗦𝗮𝗹𝘃𝗮𝗱𝗼𝗿𝗮:
La encarnación y la cruz plantean un desafío lógico aún mayor. Si el Padre y el Hijo son el mismo sujeto, entonces el Padre sufrió y murió en la cruz (una doctrina llamada patripasianismo, inherente al modalismo lógico). Esto genera una contradicción insalvable con la noción bíblica del Padre como quien entrega al Hijo (Juan 3:16, Romanos 8:32) y resucita al Hijo (Hechos 2:24, Romanos 6:4). ¿Cómo puede el mismo sujeto entregarse a sí mismo? ¿Cómo puede resucitarse a sí mismo de la muerte? Además, la intercesión del Hijo resucitado ante el Padre (Romanos 8:34, Hebreos 7:25) se convierte, en el modalismo, en el absurdo de que Dios intercede ante sí mismo. La lógica de la salvación, basada en la acción distinta pero coordinada del Padre que envía/juzga/recibe, del Hijo que se ofrece/redime/intercede, y del Espíritu que aplica/santifica, se colapsa en una confusión donde el único actor divino juega todos los papeles en un drama de auto-sacrificio y auto-justificación.
La Iglesia primitiva, desde figuras como Tertuliano (quien acuñó el término «Trinidad» y combatió el modalismo de Praxeas) hasta los grandes Concilios (Nicea, Constantinopla), rechazó el modalismo no solo por su inconsistencia bíblica, sino también por su incoherencia racional. Reconocieron que la revelación de Dios como Amor (1 Juan 4:8) exige una pluralidad real de personas en la unidad de la esencia divina. El amor, en su esencia más profunda, requiere un «Amante», un «Amado» y el «Amor» mismo que los une (una intuición desarrollada por Agustín). El modalismo, al reducir a Dios a una soledad monádica que solo aparenta relaciones, vacía al amor divino de su significado ontológico más profundo. La razón, iluminada por la fe, percibe que la plenitud del Ser divino revelado en Cristo y el Espíritu exige una riqueza de relaciones internas que el modalismo es incapaz de contener.

𝗟𝗮𝘀 𝗘𝘀𝗰𝗿𝗶𝘁𝘂𝗿𝗮𝘀, 𝗹𝗮 𝘁𝗿𝗮𝗱𝗶𝗰𝗶𝗼́𝗻, 𝗹𝗮 𝗿𝗮𝘇𝗼́𝗻 𝘆 𝗹𝗮 𝗲𝘅𝗽𝗲𝗿𝗶𝗲𝗻𝗰𝗶𝗮 𝗿𝗲𝗰𝗵𝗮𝘇𝗮𝗻 𝗹𝗮 𝗵𝗲𝗿𝗲𝗷𝗶𝗮 𝘂𝗻𝗶𝗰𝗶𝘁𝗮𝗿𝗶𝗮
Así pues, el modalismo fracasa no solo ante el tribunal de la exégesis bíblica, que muestra una distinción personal simultánea y relacional dentro de la Deidad, sino también ante el tribunal de la razón lógica. Sus postulados básicos generan paradojas insolubles en cuanto a la simultaneidad de acciones distintas, la realidad del testimonio y la agencia mutua, y la coherencia del evento salvífico central: la cruz y la resurrección. Al intentar salvaguardar la unidad divina simplificándola hasta la identidad de un único sujeto, el modalismo sacrifica la riqueza de la vida relacional intradivina revelada y cae en contradicciones que lo hacen intelectualmente insostenible. La doctrina trinitaria, aunque misteriosa, ofrece un marco coherente que respeta tanto la unidad absoluta de Dios (Deuteronomio 6:4) como la distinción real de las personas que interactúan en amor y salvación, salvaguardando así la integridad tanto de la revelación como de la razón.

Bibliografía:
- Anderson, R. M. (1979). Vision of the disinherited: The making of American Pentecostalism. Oxford University Press.
- Athanasius. (2011). On the Incarnation. (J. Behr, Trans.). St. Vladimir’s Seminary Press. (Original work published ca. 318).
- Augustine of Hippo. (1991). The Trinity (De Trinitate). (E. Hill, Trans.). New City Press. (Original work published ca. 400–420).
- Barth, K. (1975). Church dogmatics: The doctrine of God (Vol. I/1). (G. W. Bromiley, Trans.). T&T Clark.
- Dayton, D. W. (1987). Theological roots of Pentecostalism. Hendrickson Publishers.
- Emery, G., & Levering, M. (Eds.). (2011). The Oxford handbook of the Trinity. Oxford University Press.
- Grudem, W. (1994). Systematic theology: An introduction to biblical doctrine. Zondervan.
- Gunton, C. E. (1997). The promise of Trinitarian theology (2nd ed.). T&T Clark.
- McGrath, A. E. (2011). Christian theology: An introduction (5th ed.). Wiley-Blackwell.
- Tertullian. (2002). Against Praxeas. In A. Roberts & J. Donaldson (Eds.), The Ante-Nicene Fathers (Vol. 3). (Original work published ca. 213).