La envidia no tiene cabida en el plan de Dios para nuestra vida. Sin embargo, todos luchamos con eso en un momento u otro de la vida, o quizás en más momentos de los que quisiéramos admitir. ¿Y sabes por dónde empiezan la envidia y los celos? Por la comparación. Cuando comparas tu realidad con la de otro, cuando comparas tu familia con la de tu amigos, cuando comparamos nuestros ministerios o trabajos, poco a poco nuestro corazón comienza a contaminarse y, sin darnos cuenta, llegamos al punto en que nos encontramos cuestionando incluso a Dios. Ante tales peligros, la Palabra está llena de exhortaciones a cuidar nuestro corazón y limpiarlo de cosas tan contaminantes como los celos, la envidia y la codicia de lo que otro tiene o ha logrado. Podemos justificarlo de mil maneras, pero déjame decirte sin tapujos una vez más: ¡La envidia no tiene cabida en el plan de Dios para nuestra vida! Desde un principio, Él lo dejó bien claro. El Creador, que nos conoce muy bien por eso mismo, porque es nuestro Creador, sabía que el codiciar produce envidia, y la envidia, muerte. Por eso mandó: "No codicies la casa de tu prójimo: No codicies su esposa, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su burro, ni nada que le pertenezca" (Éxodo 20:17; NVI).