Por Fernando E. Alvarado
Un vicio recurrente en la iglesia evangélica contemporánea es su obsesión por el reconocimiento, la gloria terrenal y la ostentación. El humilde título de «siervo» ha sido relegado al olvido, mientras que el de «pastor» se considera insuficiente, desplazado por apelativos grandilocuentes como «apóstol» o «profeta», que se persiguen con fervor casi idolatra. Este fenómeno no es menos evidente en el ámbito de la música cristiana, donde el término «salmista» se ha convertido en una etiqueta codiciada, a pesar de carecer de fundamento en el cristianismo neotestamentario o en la iglesia primitiva.
Lo más grave es la arrogancia con que algunos exigen ser reconocidos bajo este título, respaldados por una iglesia que, en su complacencia, fomenta esta pretensión. Sin embargo, muchos de estos autoproclamados «salmistas» distan de poseer la inspiración divina que caracterizaba a los verdaderos salmistas de las Escrituras. Su desconocimiento teológico es, en muchos casos, palmario; sus composiciones, lejos de reflejar profundidad espiritual, incurren con frecuencia en herejías doctrinales. Sus canciones, carentes de sustancia, se reducen a repeticiones interminables de estrofas vacías, diseñadas con melodías manipuladoras que buscan, no edificar, sino excitar emociones superficiales. Y aun así, con una osadía que raya en lo absurdo, insisten en ser venerados como «salmistas», un título que su obra y formación no justifican en lo más mínimo.

El ministerio de la música en el Antiguo Testamento
En el Antiguo Testamento, la música en el culto evolucionó desde expresiones espontáneas, como el canto de Miriam tras el cruce del Mar Rojo (Éxodo 15:20-21), hasta un sistema formalizado bajo el reinado de David. Este organizó a los levitas músicos en tres fases principales: el traslado del arca, las ofrendas diarias y la planificación del Templo (1 Crónicas 15:16-24; 16:4-6, 37-42; 23:2-26:32). Los levitas ejecutaban música durante los sacrificios, sabbats y festividades, utilizando himnos basados en salmos para invocar, agradecer y alabar a Dios (1 Crónicas 16:8-34; 23:30-31). La música, por tanto, cumplía una función litúrgica esencial, integrando al pueblo en el culto y facilitando un ambiente de adoración estructurado (Kleinig, 1993; Strawbridge, n.d.).
El ministerio de la música era considerado un servicio sagrado en el Antiguo Testamento, con un estatus comparable al de otros roles levíticos. David designó a 4.000 levitas para esta tarea—más del diez por ciento de ellos—, quienes eran descritos como verdaderos ministros de la músicay el canto sagrado, dedicados a profetizar mediante la alabanza (1 Crónicas 23:3-5; 25:1-8). Estos músicos, santificados como los sacerdotes y exentos de otras labores, eran sostenidos por diezmos, lo que reflejaba la importancia de su función (1 Crónicas 15:12-14; 9:33; Números 18:24-26). Este ministerio anunciaba la presencia de Yahvé, calmaba espíritus atormentados —como David con Saúl— y acompañaba el culto, por lo que era visto como un servicio litúrgico y profético ordenado por Dios (1 Samuel 16:15-23; Nehemías 13:10-12). La ausencia de música señalaba juicio divino, mientras que su restauración indicaba renovación espiritual (Salmos 137; Lodder, 2013; Mitchell, 1992).
Así pues, el salmista era un levita encargado de componer y ejecutar himnos sagrados, combinando música y poesía para dirigir el culto. Figuras como David, Asaf, Hemán y Jedutún representaban este rol, utilizando instrumentos como arpas y liras para liderar la adoración (1 Crónicas 16:4-6; 25:1-7). Los salmistas componían salmos que exhortaban a alabar con diversos instrumentos, como trompetas y címbalos, y posiblemente empleaban interludios marcados por «Selah» (Salmos 33:1-3; 150; 9:17). Tras un entrenamiento de al menos cinco años, servían entre los 30 y 50 años, dedicados exclusivamente a esta labor litúrgica, que buscaba edificar espiritualmente al pueblo (1 Crónicas 15:22; 23:3-5). Su función era tanto musical como teológica, integrando la alabanza en el culto del Templo (Kleinig, 1993; Lodder, 2013).

Prácticas musicales en la Iglesia Primitiva
En el Nuevo Testamento, que documenta las prácticas de la iglesia primitiva, no se evidencia la existencia de un ministerio específico denominado «salmista» como un rol especializado o eclesial dentro de la estructura comunitaria. A diferencia del Antiguo Testamento, donde figuras como David y los levitas asumían funciones musicales dedicadas (1 Crónicas 25:1-7), el Nuevo Testamento enfatiza una adoración colectiva sin roles profesionales destacados en la música. Pasajes como 1 Corintios 12:4-11 y Romanos 12:6-8 enumeran dones espirituales como profecía, enseñanza y servicio, pero omiten cualquier mención a un liderazgo musical exclusivo, sugiriendo que la alabanza era una responsabilidad compartida por la congregación en su totalidad (McKinnon, 1987; Stapert, 2007).
Los ministerios explícitamente enumerados en el Nuevo Testamento, como en Efesios 4:11 —que incluye apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros—, no incorporan referencias a un líder de adoración musical profesional o a un «salmista» como figura institucional. Esta omisión refleja el enfoque de la iglesia primitiva en una estructura eclesial más igualitaria y carismática, donde los dones del Espíritu Santo se distribuían ampliamente entre los creyentes para la edificación mutua (1 Corintios 14:26). En contraste con las prácticas levíticas del templo judío, que involucraban músicos designados, la adoración cristiana temprana priorizaba la participación activa de todos los miembros, evitando jerarquías especializadas que pudieran emular modelos paganos o judaicos formales (Ferguson, 1999; Quasten, 1983).
La música en la iglesia temprana, según el Nuevo Testamento, era primordialmente congregacional y sencilla, centrada en el canto de salmos, himnos y cánticos espirituales como se indica en Colosenses 3:16 y Efesios 5:19. Estos textos exhortan a los creyentes a enseñarse y amonestarse mutuamente mediante cantos vocales, enfatizando el rol educativo y espiritual de la música sin aludir a instrumentos o directores especializados. La adoración involucraba expresiones espontáneas y comunitarias, posiblemente influenciadas por tradiciones sinagogales judías que favorecían el canto a capella, y se realizaba en contextos domésticos o asambleas informales donde la participación colectiva fomentaba la unidad y el discipulado (Stapert, 2007; Foley, 1996).
El Nuevo Testamento no registra el uso de instrumentos musicales en el culto cristiano, y fuentes históricas indican que los primeros cristianos evitaban prácticas musicales elaboradas debido a su asociación con el paganismo y el entretenimiento secular. Por ejemplo, en contextos como las sinagogas judías post-exilio, el canto vocal predominaba, y esta tradición se extendió a la iglesia primitiva para distinguirse de rituales idólatras que incorporaban instrumentos (Hechos 17:24-25). La ausencia de menciones instrumentales en pasajes de adoración, combinada con referencias a la música solo vocal en las epístolas paulinas, subraya un enfoque en la pureza espiritual y la simplicidad, donde el «cántico en el corazón» (Efesios 5:19) simbolizaba una devoción interna más que externa (McKinnon, 1987; Jackson, n.d.).
Fuentes históricas y patrísticas confirman que los cristianos primitivos optaban por un enfoque comunitario en la adoración musical, priorizando la participación colectiva sobre el liderazgo individual de un «salmista» o «ministro de alabanza». Escritos de figuras como Clemente de Roma y Justino Mártir describen asambleas donde el canto era vocal y congregacional, sin elementos espectaculares, para evitar similitudes con cultos paganos. Esta práctica persistió hasta el siglo IV, cuando influencias culturales comenzaron a introducir instrumentos, pero en la era apostólica y subapostólica, la música servía como medio de enseñanza doctrinal y exhortación mutua, reforzando la identidad cristiana en un contexto persecutorio (Quasten, 1983; Ferguson, 1999).

Surgimiento del «salmista» como ministerio contemporáneo
El concepto contemporáneo de «salmista» como un ministerio especializado encuentra su origen en los movimientos neopentecostales y carismáticos del siglo XX, particularmente en la llamada «tercera ola» del pentecostalismo, que se consolidó en las décadas de 1980 y 1990. Esta corriente, caracterizada por un énfasis en experiencias emocionales intensas, manifestaciones carismáticas y una renovación de la adoración, promovió la música como un vehículo central para la conexión espiritual. A diferencia del Antiguo Testamento, donde los salmistas eran levitas dedicados al culto del Templo con funciones litúrgicas definidas (1 Crónicas 25:1-7), o del Nuevo Testamento, que carecía de un rol musical especializado (Colosenses 3:16; Efesios 5:19), el «salmista» moderno emerge como una figura que combina habilidades musicales profesionales con un autoproclamado (y dudosamente legítimo) liderazgo espiritual carismático. Este desarrollo refleja una adaptación no necesariamente bíblica a contextos culturales contemporáneos, donde la música se convierte en un medio para generar experiencias comunitarias y emocionales profundas (Ward, 2005; Ingalls, 2018).
La «tercera ola» del pentecostalismo, liderada por figuras como John Wimber y el movimiento Vineyard, marcó un punto de inflexión al integrar formas contemporáneas de música en el culto, alejándose de los himnos tradicionales hacia estilos pop-rock accesibles. Esta corriente enfatizó los dones carismáticos, como la profecía y la sanidad, y consideró la música como un canal para facilitar encuentros directos con la presencia divina. Las iglesias neopentecostales, influenciadas por esta teología, comenzaron a designar líderes de adoración que no solo cantaban, sino que guiaban espiritualmente a la congregación, adoptando el término «salmista» para evocar una conexión con el modelo davídico del Antiguo Testamento. Este rol, sin embargo, diverge significativamente del contexto levítico, ya que los “salmistas” modernos no están sujetos a las regulaciones sacerdotales ni a la exclusividad levítica, sino que operan en un marco centrado en la espontaneidad y la experiencia personal (Albrecht, 1999; Evans, 2006).
El auge global de iglesias como Hillsong en Australia y Bethel en Estados Unidos ha sido determinante en la institucionalización del «salmista» como una figura profesional dentro del culto contemporáneo. Hillsong, con su prolífica producción musical y giras internacionales, transformó la adoración en un fenómeno de masas, donde los líderes de alabanza, como Darlene Zschech, se convirtieron en modelos de «salmistas» que combinan talento musical con carisma espiritual. De manera similar, Bethel Music, liderada por figuras como Brian y Jenn Johnson, promovió un estilo de adoración inmersivo, con canciones que priorizan la espontaneidad y la conexión emocional, a menudo asociadas con manifestaciones carismáticas como la profecía o la oración de sanidad. Estas iglesias han profesionalizado el rol, integrando tecnología de producción musical avanzada y estrategias de marketing que reflejan influencias de la industria del entretenimiento, lo que ha llevado a críticas sobre la comercialización de la adoración (Riches & Wagner, 2017; Ingalls, 2018).
Así pues, el desarrollo del «salmista» contemporáneo no tiene precedentes directos en la tradición apostólica, donde la música era congregacional y desprovista de liderazgo especializado (McKinnon, 1987). En cambio, su surgimiento responde a la influencia de la cultura pop y los formatos de entretenimiento modernos. La adopción de estilos musicales como el rock, el pop y el folk, junto con elementos visuales como luces y pantallas, ha transformado el culto en una experiencia multisensorial que busca captar la atención de audiencias amplias. Esta evolución refleja una fusión entre la espiritualidad carismática y las dinámicas de la industria musical secular, donde los «salmistas» actúan como performers que lideran eventos de adoración similares a conciertos. Este fenómeno, aunque efectivo para movilizar grandes congregaciones, plantea preguntas sobre la autenticidad espiritual frente a la espectacularización, un debate que resuena en análisis teológicos contemporáneos (Ward, 2005; Wagner, 2014).

Implicaciones teológicas y críticas al modelo contemporáneo
Desde una perspectiva teológica, el «salmista» contemporáneo se legitima a menudo mediante una reinterpretación de textos bíblicos, como los Salmos y las crónicas levíticas, para justificar su rol como un ministerio profético. Sin embargo, críticos argumentan que esta apropiación ignora las diferencias contextuales entre el culto del Templo y la iglesia moderna, donde la música no estaba profesionalizada en la era apostólica (Ferguson, 1999). Además, la influencia de la cultura consumista y el énfasis en experiencias emocionales intensas han generado preocupaciones sobre la priorización del espectáculo sobre la edificación comunitaria. A pesar de estas críticas, el modelo del «salmista» ha revitalizado la participación en el culto, atrayendo a nuevas generaciones y expandiendo el alcance global de la adoración cristiana a través de plataformas digitales y grabaciones (Riches & Wagner, 2017; Evans, 2006).
El «salmista» contemporáneo opera en un contexto cultural donde la música es un medio omnipresente de expresión y conexión emocional. La globalización y la accesibilidad de la música cristiana contemporánea, impulsada por plataformas como YouTube y Spotify, han amplificado el impacto de los líderes de adoración, convirtiéndolos en figuras públicas con influencia más allá de sus congregaciones locales. Este fenómeno, aunque innovador, contrasta con la simplicidad de la iglesia primitiva y plantea desafíos para mantener un equilibrio entre la autenticidad espiritual y las demandas de una cultura mediática. La figura del «salmista» moderno, por tanto, representa una síntesis única de tradición bíblica reinterpretada a conveniencia, y adaptación a las sensibilidades culturales del siglo XXI (Ingalls, 2018; Wagner, 2014).
Esta evolución refleja una era posmoderna en la que el deseo de ser «estrellas» suplanta la humildad del adorador genuino, convirtiendo el culto en un espectáculo sensorial que apela más a los sentidos humanos que a la reverencia divina. Tales prácticas mercantilizan la fe, a la vez que priorizan la emoción y el carisma personal sobre la teología bíblica, lo que distorsiona el propósito original de la adoración como un acto colectivo de sumisión a Dios.

La paradoja de los “salmistas” sin biblia y los “adoradores profesionales”
Para nadie es un secreto que, en el ámbito de la música cristiana actual, se presenta un fenómeno preocupante: el inflamiento desmedido del ego de los artistas que se autodenominan «adoradores», un término que, irónicamente, parece más un sello de marketing que una vocación espiritual genuina. Este egoísmo rampante no surge en el vacío, sino que es alimentado por la mercantilización rampante de la adoración y la alabanza, donde las canciones se convierten en productos comerciales diseñados para llenar auditorios y listas de reproducción, en lugar de elevar el alma hacia Dios. Los músicos y cantantes cristianos, ansiosos por el aplauso y el estrellato, priorizan el espectáculo sobre la sustancia, transformando lo que debería ser un acto de humilde devoción en un circo de luces, beats y emociones efímeras. Esta dinámica no solo degrada la esencia de la adoración, sino que revela una desconexión profunda con las raíces teológicas que deberían sustentarla.
Paralelamente a este ascenso del ego, ha proliferado un analfabetismo teológico alarmante entre estos supuestos salmistas modernos. A pesar de reclamar el título de «salmistas» –evocando la figura bíblica de David, un rey-poeta impregnado de conocimiento escritural–, muchos de estos artistas demuestran una ignorancia flagrante de la Biblia. Sus letras, en lugar de destilar la riqueza doctrinal de las Escrituras, se contentan con clichés superficiales, repeticiones vacías y, en los casos más graves, herejías implícitas que distorsionan verdades fundamentales como la soberanía de Dios, la naturaleza de la salvación o la Trinidad. Esta pobreza teológica no es un mero descuido; es el síntoma de una generación de músicos que prefiere el carisma escénico a la disciplina exegética, optando por rimas pegajosas que venden discos en vez de verdades eternas que transforman vidas. ¿Cómo puede alguien que apenas roza las páginas de la Biblia pretender guiar a congregaciones enteras en la adoración? Es un escándalo intelectual y espiritual que clama por una reforma urgente.
La Escritura es inequívoca al respecto: Dios nos insta a adorar «en espíritu y en verdad» (Juan 4:24), un mandato que trasciende el mero entusiasmo emocional para anclarse en la solidez de la Palabra revelada. No basta con melodías que exciten los sentidos o provoquen lágrimas temporales; las canciones deben ser faros de doctrina pura, capaces de instruir, corregir y edificar (2 Timoteo 3:16). Sin embargo, en el panorama actual, abundan composiciones que priorizan el «sentir» por encima del «saber», reduciendo la adoración a un ejercicio terapéutico narcisista. Ante esta avalancha de teología diluida y errores bíblicos camuflados en estribillos pegajosos, uno no puede evitar preguntarse: ¿qué pensaría el salmista que nos exhorta a «cantar con inteligencia» (Salmo 47:7)? Probablemente, se horrorizaría al ver cómo su llamado a una alabanza informada e inteligente ha sido suplantado por un analfabetismo que no solo empobrece la música, sino que pone en riesgo la fe de millones. Es hora de que los verdaderos adoradores reclamen la inteligencia bíblica, desechando el ego mercantil por la humildad de la verdad eterna.

Bibliografía:
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- Hurtado, L. W. (1999). At the origins of Christian worship: The context and character of earliest Christian devotion. William B. Eerdmans Publishing.
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