Por Fernando E. Alvarado
La doctrina del pecado original, formulada por Agustín de Hipona, se centra en la idea de que toda la humanidad, a partir de la desobediencia de Adán y Eva, hereda una naturaleza corrupta que la inclina al pecado y la aleja de Dios. San Agustín sostiene que el pecado original tiene su raíz en el libre albedrío de Adán, quien, al desobedecer a Dios, introdujo el pecado en el mundo. Este acto no solo afectó a Adán, sino que se transmitió a toda su descendencia, corrompiendo la naturaleza humana. En su obra De peccatorum meritis et remissione et de baptismo parvulorum (Sobre los méritos y el perdón de los pecados y sobre el bautismo de los infantes), Agustín escribe:
«Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres, porque todos pecaron en él» (Agustín, 412, Libro I, cap. 10, p. 15).
Aquí, Agustín interpreta Romanos 5:12 para argumentar que todos los seres humanos estaban «en Adán» cuando pecó, lo que implica una solidaridad ontológica de la humanidad en el primer hombre. La consecuencia del pecado original es una naturaleza humana debilitada, marcada por la concupiscencia, entendida como una inclinación desordenada hacia el pecado. En Confesiones, Agustín describe cómo esta inclinación afecta incluso a los niños, evidenciando la corrupción heredada:
«Yo, miserable, ¿de dónde me viene esta costumbre de pecar? […] ¿Quién me recordará el pecado de mi infancia? Porque nadie está limpio de pecado ante ti, ni siquiera el niño que tiene un solo día de vida en la tierra» (Agustín, 397-401, Libro I, cap. 7, p. 13).

Esta corrupción no implica que el ser humano sea completamente malo, pero sí que su libre albedrío está debilitado, incapaz de alcanzar la justicia sin la gracia divina. Agustín enfatiza que el pecado original requiere la intervención de la gracia divina, administrada principalmente a través del bautismo, incluso en los infantes, quienes, aunque no han cometido pecados personales, llevan la culpa heredada. En De peccatorum meritis et remissione, afirma:
«El bautismo de los infantes no es inútil, porque, aunque no hayan cometido pecado alguno por sí mismos, están afectados por el pecado original, del cual son liberados por la gracia de Cristo» (Agustín, 412, Libro I, cap. 21, p. 28).
La gracia, por tanto, es esencial para restaurar la relación con Dios, ya que el pecado original aliena al hombre de su creador. En su obra Contra Julianum (Contra Julián), Agustín defiende la universalidad del pecado original frente a las objeciones pelagianas, que negaban la herencia del pecado. Sostiene:
«Si no existiera el pecado original, ¿por qué mueren los niños? La muerte es el castigo del pecado, y si los infantes mueren, es porque están bajo la mancha del pecado original» (Agustín, 421, Libro II, cap. 4, p. 67).
Este argumento refuerza la idea de que el pecado original afecta a todos, sin excepción, y que sus consecuencias (como la muerte física y espiritual) son universales. Aunque el pecado original debilita el libre albedrío, Agustín no niega su existencia. Simplemente lo condena a elegir el mal de forma ineludible. En De gratia et libero arbitrio (Sobre la gracia y el libre albedrío), explica que la libertad humana, dañada por el pecado, necesita la gracia para obrar el bien:
«Sin la gracia de Dios, el libre albedrío no puede sino pecar, pues está inclinado a su propia ruina por el pecado original» (Agustín, 426-427, cap. 17, p. 89).

Esta relación entre gracia y libertad es central en su teología, destacando que la salvación depende de la iniciativa divina, no del esfuerzo humano. Y aunque el concepto del pecado original, tal como fue articulado por Agustín de Hipona (354-430 d.C.), constituye una de las contribuciones más significativas de la teología cristiana occidental, es también una de las más debatidas. Aunque para muchos es casi un anatema cuestionar las interpretaciones agustinianas, es justo reconocer que, si bien la doctrina se fundamenta en una interpretación de ciertos pasajes bíblicos, incluye desarrollos teológicos que no se derivan explícita ni implícitamente de la Escritura, sino que reflejan las elaboraciones de Agustín en el contexto de su formación intelectual, su experiencia personal y los debates teológicos de su época. He aquí algunos ejemplos:
1. Transmisión hereditaria del pecado
En la narrativa bíblica, Génesis 3 describe la desobediencia de Adán y Eva, que resulta en consecuencias como la expulsión del Edén, el sufrimiento y la muerte. Romanos 5:12 («por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte») establece una conexión entre el pecado de Adán y la humanidad, pero no detalla un mecanismo específico de transmisión. Agustín, sin embargo, desarrolla la noción de que el pecado original se transmite hereditariamente a través de la generación, específicamente mediante la concupiscencia presente en el acto sexual, incluso en el contexto del matrimonio. Esta idea, que vincula la procreación con la propagación de la culpa, no encuentra un respaldo explícito en la Escritura y refleja influencias de su lucha personal contra los deseos carnales, así como de su rechazo al dualismo maniqueo adaptado a la antropología cristiana (Brown, 2000, p. 387). Según Agustín, la concupiscencia es el medio por el cual la culpa original se perpetúa en cada ser humano desde la concepción (Agustín, De nuptiis et concupiscentia, 1.23, citado en Teselle, 1999, p. 321).

2. Culpa universal desde el nacimiento
La Biblia no afirma explícitamente que todos los seres humanos nacen con una culpa inherente derivada del pecado de Adán. Aunque Salmos 51:5 («en pecado me concibió mi madre») podría interpretarse como una alusión a la condición pecaminosa, su carácter poético no establece una doctrina clara de culpa heredada. Agustín, por su parte, sostiene que todos los seres humanos nacen con la culpa original (reatus), lo que justifica la práctica del bautismo infantil para su remisión. Esta noción de una culpa universal desde el nacimiento no está explícitamente fundamentada en la Escritura y representa una elaboración teológica distintiva de Agustín, influenciada por las prácticas litúrgicas de su tiempo (Teselle, 1999, p. 324). En su obra De peccatorum meritis et remissione, Agustín argumenta que el bautismo es necesario para limpiar esta culpa en los infantes, una idea que no tiene un correlato directo en el texto bíblico (Agustín, De peccatorum meritis et remissione, 1.10, citado en Bonner, 1966, p. 304).
3. Corrupción total de la naturaleza humana
Aunque pasajes bíblicos como Romanos 3:23, que afirma que «todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios», reconocen la universalidad del pecado, la Biblia no presenta la naturaleza humana como completamente corrupta ni incapaz de realizar el bien sin intervención divina. En contraste, Agustín de Hipona, influenciado por su formación maniquea y su reacción contra el pelagianismo, desarrolló la doctrina de la depravación total, según la cual el pecado original corrompió por completo la naturaleza humana, dejando al ser humano incapaz de buscar a Dios o realizar actos moralmente buenos sin la gracia divina. Esta perspectiva, articulada en obras como Contra Julianum, donde Agustín sostiene que la voluntad humana está esclavizada al pecado (Agustín, Contra Julianum, 2.8, citado en O’Donnell, 1992, p. 278), va más allá de las afirmaciones bíblicas y refleja ecos de su pasado maniqueo, reinterpretados en un marco cristiano ortodoxo (Brown, 2000, p. 400). La visión agustiniana marca una ruptura significativa con las concepciones judías y cristianas primitivas sobre la naturaleza humana y el pecado.
En el judaísmo veterotestamentario, la comprensión del pecado y la naturaleza humana no implica una corrupción total. Aunque se reconoce la presencia universal del pecado, como en Génesis 6:5, donde se describe que «la maldad del hombre era mucha en la tierra», la antropología judía sostiene que el ser humano, creado a imagen de Dios (Génesis 1:26-27), conserva una capacidad inherente para elegir entre el bien y el mal. Esta idea se refleja en el concepto del yetzer hara (inclinación al mal) y el yetzer hatov (inclinación al bien), que representan una lucha interna, pero no una incapacidad absoluta para buscar a Dios o actuar moralmente. Por ejemplo, Deuteronomio 30:11-14 enfatiza que los mandamientos divinos son accesibles y que el ser humano tiene la libertad y capacidad de cumplirlos. El judaísmo también destaca la responsabilidad personal y colectiva para seguir la Torá, con la posibilidad de arrepentimiento (teshuvá) y reconciliación con Dios. En este contexto, la noción agustiniana de una depravación total que esclaviza la voluntad humana no encuentra un equivalente directo, ya que la libertad de elección es un pilar fundamental del pensamiento judío.

En el cristianismo primitivo, basado en las enseñanzas de Jesús y los escritos del Nuevo Testamento, el pecado también se considera universal, como lo indica Romanos 3:23. Sin embargo, ni los evangelios ni las epístolas desarrollan una doctrina sistemática de la depravación humana. Las enseñanzas de Jesús, como el llamado al arrepentimiento y la obediencia a Dios (Mateo 4:17; Lucas 15:7), sugieren que las personas tienen la capacidad de responder a este mensaje. En el Sermón del Monte (Mateo 5-7), Jesús exhorta a sus seguidores a buscar la justicia y vivir conforme a los mandamientos, lo que implica una capacidad moral activa. En las epístolas paulinas, como Romanos y Gálatas, se subraya la necesidad de la gracia divina para la salvación, pero no se describe la naturaleza humana como completamente incapaz de realizar el bien sin una intervención sobrenatural. Por ejemplo, Romanos 2:14-15 señala que incluso los gentiles, sin la Ley, pueden obrar conforme a ella por naturaleza, lo que indica una capacidad moral residual. Aunque Pablo habla de la esclavitud al pecado (Romanos 6:16-20), esta condición no implica una negación total de la libertad humana, sino una situación que puede superarse mediante la fe y la gracia.
Agustín de Hipona (354-430 d.C.), influenciado por su formación maniquea y su oposición al pelagianismo, desarrolló una visión notablemente pesimista de la naturaleza humana. Su formación maniquea, que concebía el mundo como un escenario de lucha dualista entre el bien y el mal, dejó una huella en su teología, aunque reinterpretada en un marco cristiano. Mientras el maniqueísmo veía al ser humano atrapado en un conflicto cósmico, Agustín lo presenta esclavizado por el pecado original, con la gracia divina como única solución. En contraste, el judaísmo veterotestamentario y el cristianismo primitivo enfatizan la libertad de elección y la capacidad de responder a Dios. En el judaísmo, el relato de la caída (Génesis 3) no implica una corrupción heredada que destruya la capacidad moral, y en el cristianismo primitivo, el concepto de pecado original, mencionado por Pablo en Romanos 5:12, no se desarrolla como una doctrina de incapacidad total. Agustín, sin embargo, construye una teología sistemática donde el pecado original incapacita completamente la voluntad humana, una idea que surge en parte como respuesta al pelagianismo, que defendía la capacidad humana para obrar el bien sin necesidad de la gracia. Aunque el pelagianismo fue considerado herético por minimizar la gracia, la posición de Agustín se sitúa en el extremo opuesto, negando cualquier capacidad moral inherente y contrastando con el equilibrio del cristianismo primitivo, que reconoce la necesidad de la gracia sin anular la responsabilidad humana.
La doctrina de la depravación total de Agustín, aunque adoptada como ortodoxa en la tradición cristiana occidental, se aleja significativamente de las concepciones judías y cristianas primitivas. La antropología pesimista de Agustín contrasta con la visión más optimista del judaísmo, que sostiene que el ser humano, a pesar de su inclinación al mal, puede elegir el bien y cumplir la voluntad divina. Asimismo, las exhortaciones de Jesús y los apóstoles en el cristianismo primitivo reflejan una confianza en la capacidad humana para responder a Dios, asistida por la gracia. Aunque el cristianismo primitivo reconoce la importancia de la gracia (Efesios 2:8-9), no la presenta como la única fuente de acción moral, a diferencia de Agustín, quien minimiza la libertad humana al enfatizar la gracia como la única vía para el bien. Además, la idea de una corrupción total de la naturaleza humana no tiene un paralelo claro en el judaísmo veterotestamentario, que carece de una doctrina sistemática del pecado original y subraya la teshuvá y la obediencia a la Torá. En conclusión, la teología de Agustín, al enfatizar una corrupción absoluta de la naturaleza humana y la incapacidad total de la voluntad sin la gracia divina, representa un distanciamiento notable de las concepciones más equilibradas y optimistas del judaísmo y el cristianismo primitivo, marcadas por la libertad de elección y la responsabilidad personal.

4. Concupiscencia como vehículo del pecado
La concupiscencia, entendida como un deseo desordenado, aparece en textos como Santiago 1:14-15, pero no se asocia explícitamente con la transmisión del pecado original ni con el acto sexual. Agustín, sin embargo, postula que la concupiscencia sexual es el medio por el cual el pecado original se propaga a la descendencia, incluso en el contexto del matrimonio legítimo. Esta vinculación del acto sexual con la transmisión del pecado es una construcción teológica propia de Agustín, sin un fundamento claro en la Escritura, y evidencia su preocupación por la relación entre el cuerpo y el espíritu (Bonner, 1966, p. 312). En De nuptiis et concupiscentia, Agustín argumenta que la concupiscencia, como un vicio inherente al acto generativo, perpetúa el pecado original (Agustín, De nuptiis et concupiscentia, 1.24, citado en Teselle, 1999, p. 322).
La teología agustiniana, un producto de su época
Las elaboraciones de Agustín sobre el pecado original surgieron en el contexto de los debates contra los pelagianos, quienes sostenían que el ser humano podía alcanzar la salvación mediante sus propios esfuerzos, minimizando la necesidad de la gracia divina. Influido por su experiencia personal, su formación maniquea y su interpretación de textos paulinos, Agustín desarrolló una antropología teológica que enfatiza la dependencia total de la gracia. Sus ideas sobre la transmisión del pecado, la culpa universal y la corrupción de la naturaleza humana, aunque arraigadas en una exégesis de la Escritura, incorporan elementos que trascienden el texto bíblico y reflejan su síntesis teológica (Bonner, 1966, p. 298). Estas elaboraciones, aunque influyentes en la teología cristiana occidental, son construcciones teológicas propias de Agustín, moldeadas por su contexto intelectual y su compromiso con la defensa de la gracia divina frente a las corrientes de su tiempo.

Referencias:
- Agustín de Hipona. (397-401). Confesiones (P. de Luis, Trad.). Ciudad Nueva.
- Agustín de Hipona. (412). De peccatorum meritis et remissione et de baptismo parvulorum (P. de Luis, Trad.). Ciudad Nueva.
- Agustín de Hipona. (421). Contra Julianum (P. de Luis, Trad.). Biblioteca de Autores Cristianos.
- Agustín de Hipona. (426-427). De gratia et libero arbitrio (P. de Luis, Trad.). Biblioteca de Autores Cristianos.
- Agustín de Hipona. (1966). De peccatorum meritis et remissione. En G. Bonner (Ed.), St. Augustine of Hippo: Life and controversies (p. 304). SCM Press.
- Agustín de Hipona. (1992). Contra Julianum. En J. J. O’Donnell (Ed.), Augustine: A new biography (p. 278). HarperCollins.
- Agustín de Hipona. (1999). De nuptiis et concupiscentia. En E. Teselle (Ed.), Augustine’s theology of original sin (pp. 321-322). Cambridge University Press.
- Agustín de Hipona. (2000). De gratia et libero arbitrio. En P. Brown (Ed.), Augustine of Hippo: A biography (p. 405). University of California Press.
- Bonner, G. (1966). St. Augustine of Hippo: Life and controversies. SCM Press.
- Brown, P. (2000). Augustine of Hippo: A biography (2nd ed.). University of California Press.
- O’Donnell, J. J. (1992). Augustine: A new biography. HarperCollins.
- Teselle, E. (1999). Augustine’s theology of original sin. Cambridge University Press.