Por Fernando E. Alvarado
¿Esperar en Dios? ¿Aceptar su voluntad aunque no sea de mi agrado? ¿Qué hago cuando Dios me pone en un lugar y en una situación en la que no quiero estar? Debemos tener claro lo siguiente: La meta de Dios no es nuestra comodidad. Tampoco complacer cada uno de nuestros caprichos infantiles. Si te han dicho que lo único que Dios quiere es que estés sano todo el tiempo, que seas rico, feliz y próspero, y que si lo sigues a Él todos tus sueños de prosperidad se harán realidad, ¡Te han mentido! ¡Compraste una imitación barata del Evangelio! A Dios no le interesa tanto tu prosperidad material como sí le interesa conformarte a la imagen de Cristo.

Dios es sabio y está formando a Cristo en nosotros. Él siempre sabe lo que es mejor para nuestras vidas y cual es la mejor forma de llevarlo a cabo. Como dice Romanos 11:33-36:
“¡Oh, profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos! Pues, ¿Quién ha conocido la mente del Señor? ¿O quién llegó a ser su consejero? ¿O quién le ha dado a Él primero para que se le tenga que recompensar? Porque de Él, por Él y para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria para siempre. Amén”.

Por tanto, debemos ejercitarnos en la disciplina bíblica de esperar en Dios. Debemos hacer una resolución de corazón de creer estas verdades y aguardar en quietud el tiempo de Dios para nuestras vidas y ministerios. Necesitamos hacer nuestras las palabras del salmista:
“Señor, mi corazón no es soberbio, ni mis ojos altivos; no ando tras las grandezas, ni en cosas demasiado difíciles para mí; sino que he calmado y acallado mi alma; como un niño destetado en el regazo de su madre, como un niño destetado está mi alma dentro de mí. Espera, oh Israel, en el Señor, desde ahora y para siempre” (Salmo 131)

Al mismo tiempo, debemos esperar en el Dios sabio con expectativa, con la esperanza de que en su tiempo, si es su voluntad, Él nos concederá el deseo de nuestros corazones.
“Nuestra alma espera al Señor; Él es nuestra ayuda y nuestro escudo; pues en Él se regocija nuestro corazón, porque en Su santo nombre hemos confiado” (Salmo 33:20-21).
Por lo tanto, seamos fieles en el lugar donde Él nos ha colocado.
