Por Fernando E. Alvarado
«De la mano del Seol los redimiré, los libraré de la muerte. Oh muerte, yo seré tu muerte; y seré tu destrucción, oh Seol; la compasión será escondida de mi vista.»
(Oseas 13:14, RVR1960)
«Cuando lo corruptible se revista de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: «La muerte ha sido devorada por la victoria». «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?» El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la ley. ¡Pero gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo! Por lo tanto, mis queridos hermanos, manteneos firmes e inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que vuestro trabajo en el Señor no es en vano.»
(1 Corintios 15:54-58, CST)

INTRODUCCIÓN
Vivimos normalmente un determinado número de años, habiendo sufrido, como todo mundo, algunas enfermedades pasajeras. Pero un buen día, descubrimos con pena que tenemos cáncer, diabetes, enfermedades cardiovasculares, enfermedad pulmonar obstructiva crónica o cualquier otra enfermedad incurable y debilitante, y ese cuerpo tan fiel, tan duradero, tan útil, se nos empieza a desmoronar irremediablemente. Y después de muchos o pocos cuidados, en un plazo más o menos corto, morimos. 0 bien puede suceder que estando perfectamente sanos, caemos fulminados por un paro cardíaco o perecemos víctimas de un accidente fatal. Al final, de una manera u otra, todos moriremos. Nadie absolutamente escapará de la muerte. Es la realidad más irrefutable del mundo. Desde que somos concebidos en el vientre de nuestra madre, somos por definición, mortales.
La muerte es el trance definitivo de la vida. Ante ella cobra todo su realismo la debilidad e impotencia del hombre. Es un momento sin trampa. Cuando alguien ha muerto, queda el despojo de un difunto: un cadáver. Esta situación provoca en los familiares y la comunidad cristiana un clima muy complejo. El cuerpo del muerto genera preguntas, cuestiones insoportables. Nos enfrenta ante el sentido de la vida y de todo, causa un dolor agudo ante la separación y el aniquilamiento. Todo el que haya contemplado la dramática inmovilidad de un cadáver no necesita definiciones de diccionario para constatar que la muerte es algo terrible. Ese ser querido, del que tantos recuerdos tenemos, que entrelazó su vida con la nuestra, es ahora un objeto, una cosa que hay que quitar de en medio, porque a la muerte sigue la descomposición. Hay que enterrarlo. Y después del funeral, al retirarnos de la tumba, vamos pensando con Bécquer:
¡Dios mío, qué solos y tristes se quedan los muertos!»
(Gustavo Adolfo Bécquer, Rimas, Cerraron sus ojos, LXXIII)

¿QUÉ ES LA MUERTE?
Desde la perspectiva materialista la muerte es entendida como la cesación o término definitivo de la vida. Por consiguiente, la vida es vista nada más como el resultado del juego de los órganos, que concurre al desarrollo y conservación del sujeto. Sin embargo, hay que reconocer que estas u otras definiciones tanto de la vida como de la muerte, no expresan toda la belleza de la primera y todo el horror de la segunda. La muerte es trágica. El hombre, que es un ser viviente, se topa con la muerte, que es la contradicción de todo lo que un ser humano anhela: proyectos, futuro, esperanzas, ilusiones, perspectivas y magníficas realidades.

NUESTRA ACTITUD INSTINTIVA HACIA LA MUERTE
No es de extrañar, pues, el horror a la muerte. Y no tan solo al misterioso momento de la cesación de la vida, sino tal vez más, al proceso doloroso que nos lleve a la muerte. Tenemos el maravilloso instinto de conservación que nos hace defender y luchar por la vida. Sabemos que la vida es un don formidable y la humanidad ama la vida, propaga la vida, defiende la vida, prolonga la vida y odia la muerte. En muchos casos luchamos por la vida aunque ésta sea un verdadero infierno.
Sí, hay personas que en el colmo de la desesperanza recurren al suicidio, pero lo normal en el ser humano es no querer morir. De hecho, estamos dispuestos a pasar por todos los sufrimientos y a gastar toda nuestra fortuna para curar a un enfermo. Le peleamos a la muerte un ser querido a costa de lo que sea, de vez en cuando hasta en contra de la voluntad del interesado. Al final de cuentas ¡La vida es la vida!
Gracias a los progresos de la ciencia y la tecnología, podemos ahora recurrir a métodos extraordinarios en la lucha contra la muerte. Ejemplo formidable de ello es el trasplante de órganos, incluido el corazón. Por desgracia, en algunas ocasiones, esa lucha no es en realidad prolongación de la vida, sino de una dolorosa agonía sin sentido. Nos sentimos obligados a sacar del cuerpo del enfermo agonizante, hasta el último latido de un corazón que por sí solo se detendría, totalmente agotado. Triste espectáculo el ver a nuestros ser querido lleno de tubos por todos lados y rodeado de sofisticados aparatos en una sala de terapia intensiva. No nos resignamos a dejarlo morir.

¿EXISTE UN MÁS ALLÁ?
Desde que el hombre es hombre, ha tenido la intuición de que la vida, de alguna manera, no termina con la muerte. Los más antiguos testimonios arqueológicos de la humanidad son precisamente las tumbas, en las cuales podemos descubrir la idea que las diferentes culturas tenían del más allá. Esto no debería sorprendernos. Dios mismo, el Creador del hombre, puso en él este anhelo:
«Él, en el momento preciso, todo lo hizo hermoso; puso además en la mente humana la idea de lo infinito, aun cuando el hombre no alcanza a comprender en toda su amplitud lo que Dios ha hecho y lo que hará.»
(Eclesiastés 3:11, DHH)
En su anhelo por la eternidad, el hombre siempre ha intentado de mil maneras, entrar en contacto con los difuntos, saber qué le espera en el más allá. Diversas clases de espiritismo, apariciones, fantasmas, almas en pena, han sido un vano y supersticioso intento de trasponer los dinteles de la muerte y saber algo del más allá. ¡Cuántas teorías ha inventado el hombre! ¡Cuántos experimentos ha hecho! Proliferan libros, novelas y revistas desde las más inocentes hasta las más terroríficas, pasando por la ciencia-ficción que aparentando solidez científica, no hace sino descubrir su falsedad.
La realidad es que nuestros esfuerzos por investigar lo que sucede después de la muerte son por demás frustrantes. Podemos decir que todo queda en especulaciones, algunas totalmente equivocadas o fraudulentas, que no explican nada ni consuelan a nadie. No sabemos prácticamente nada. O no lo sabríamos, si no fuese por la revelación divina.

JESUCRISTO, LUZ EN LAS TINIEBLAS
Nuestro Creador, profundo conocedor de nuestra naturaleza humana, no podía habernos dejado en completas tinieblas acerca de un asunto tan inquietante e importante como es la muerte y lo que sucede en el más allá. En su inmenso amor por la humanidad, nos envió a Su Hijo Unigénito, la Segunda Persona de la Trinidad, el Dios hecho hombre, como Luz del Mundo. En Jesucristo nuestro Señor todas las tinieblas quedan disipadas. Su infinita sabiduría nos ilumina hasta donde Él quiso que viéramos:
«Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.»
(Juan 8:12, RVR1960)
«En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres… Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo.»
(Juan 1:4,9, RVR1960)
Toda la Sagrada Escritura nos enseña, y muy particularmente el Nuevo Testamento nos descubre el sentido de la vida y de la muerte, y nos hace atisbar lo que Dios tiene preparado para nosotros en la eternidad. Lo primero que debería asombrarnos en aquello que Dios ha revelado en su Palabra es que Dios, el eterno por antonomasia, haya querido compartir nuestra naturaleza humana hasta el grado de sufrir Él también la muerte. Y es que Jesucristo no vino a suprimir la muerte (al menos no por ahora) sino a morir por nosotros:
«Y, al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!»
(Filipenses 2:8, CST)

El misterio de la Cruz nos enseña hasta qué punto el pecado es enemigo de la humanidad, ya que se ensañó hasta en la humanidad santísima y perfecta de Cristo, del Verbo Encarnado.
En su vida pública, el Señor Jesús se refirió de muchas maneras al momento de la muerte y su tremenda importancia. En aquella ocasión en que los saduceos, que ni creían en la otra vida, le preguntaron maliciosamente de quién sería una mujer que había tenido siete maridos cuando ésta muriera, Jesús les contestó:
«La gente de este mundo se casa y se da en casamiento —les contestó Jesús—. Pero en cuanto a los que sean dignos de tomar parte en el mundo venidero por la resurrección: esos no se casarán ni serán dados en casamiento, ni tampoco podrán morir, pues serán como los ángeles. Son hijos de Dios porque toman parte en la resurrección.»
(Lucas 20:34-36, CST)
Cuando murió su amigo Lázaro, ante la profesión de fe de Marta, el Señor dijo:
«Entonces Jesús le dijo:―Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá, aunque muera.»
(Juan 11:25, CST)

Jesucristo prometió que un día la vida de aquellos que fue arrebatada por el poder de la muerte sería restituida con la resurrección de la carne:
«No os asombréis de esto, porque viene la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz y saldrán de allí. Los que han hecho el bien resucitarán para tener vida, pero los que han practicado el mal resucitarán para ser juzgados.»
(Juan 5:28-29, CST)
Pero vida física no fue lo único que Él nos prometió. Él fue más allá y nos ofreció vida eterna, una vida espiritual, abundante e imperecedera, la vida de la gracia; es decir, la participación de su propia Vida Divina que nos comunica por amor. Ejemplo de esto es el sublime discurso del «Pan de Vida» que Juan nos transcribe en su capítulo sexto:
«Yo soy el pan vivo que bajó del cielo. Si alguno come de este pan, vivirá para siempre. Este pan es mi carne, que daré para que el mundo viva.»
(Juan 6:51, CST)
Y más adelante, en el versículo 54 nos hace esta maravillosa promesa:
«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final.»
(Juan 6:54, CST)

ÉL ES LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA
Gracias a la persona y obra vicaria de Cristo, el cristiano sabe que la muerte no solamente no es el fin, sino que por el contrario es el principio de la verdadera vida, la vida eterna. Sí, el cristiano sabe que su cuerpo tendrá que volver a la tierra, de la cual salimos, por causa del pecado, pero la Vida Divina de la que ya gozamos, es por definición eterna como eterno es Dios. Llevamos en nuestro cuerpo la sentencia de muerte debida al pecado, pero nuestra alma ya está en la eternidad, pues en unión con Cristo Jesús, Dios nos hizo sentar con él en las regiones celestiales (Efesios 2:6) y al final, hasta este cuerpo de pecado resucitará para la eternidad. El apóstol Pablo lo expresa magníficamente:
«Pero, si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto a causa del pecado, pero el Espíritu que está en vosotros es vida a causa de la justicia. Y, si el Espíritu de aquel que levantó a Jesús de entre los muertos vive en vosotros, el mismo que levantó a Cristo de entre los muertos también dará vida a vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que vive en vosotros.»
(Romanos 8:10-11, CST)
El cristiano iluminado por la fe, ve pues la muerte con ojos muy distintos de los del mundo. Si sabemos lo que nos espera una vez transpuesto el umbral de la muerte, esta pierde todo poder sobre nosotros. El horror de la muerte simplemente desaparece. El mismo apóstol Pablo, enamorado del Señor y ansioso de estar con Él, se queja «del cuerpo de muerte» (Romanos 7:24) pidiendo ser liberado ya de él:
«Porque para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia.»
(Filipenses 1:21, CST)
«Cuando Cristo, que es vuestra vida, se manifieste, entonces también vosotros seréis manifestados con él en gloria.»
(Colosenses 3:4, CST)

EL AMOR POR ESTE MUNDO NOS HACE MENOSPRECIAR EL MUNDO MEJOR QUE NOS ESPERA EN EL MÁS ALLÁ
Por desgracia para nosotros, somos tan carnales, tan terrenales, que nos aferramos a esta vida. Después de todo, es lo único que conocemos, lo único que hemos experimentado. A partir del uso de la razón, aprendemos a discernir entre las cosas buenas de la vida y las malas, entre lo bello y lo feo, entre lo placentero y lo desagradable. Y trabajamos arduamente para obtener de la vida lo mejor para nosotros. Todos los afanes del hombre están motivados para acomodarnos en la tierra lo mejor que podamos. Hemos olvidado que somos simplemente peregrinos y extranjeros en esta tierra:
«Por la fe Abraham, cuando fue llamado para ir al lugar que más tarde recibiría como herencia, obedeció y salió sin saber a dónde iba. Por la fe vivió como extranjero en la tierra prometida, y habitó en tiendas de campaña con Isaac y Jacob, herederos también de la misma promesa, porque esperaba la ciudad de cimientos sólidos, de la cual Dios es arquitecto y constructor… Todos ellos vivieron por la fe, y murieron sin haber recibido las cosas prometidas; más bien, las reconocieron a lo lejos, y confesaron que eran extranjeros y peregrinos en la tierra. Al expresarse así, claramente dieron a entender que andaban en busca de una patria. Si hubieran estado pensando en aquella patria de donde habían emigrado, habrían tenido oportunidad de regresar a ella. Antes bien, anhelaban una patria mejor, es decir, la celestial. Por lo tanto, Dios no se avergonzó de ser llamado su Dios, y les preparó una ciudad.»
(Hebreos 11:8-10, 13-16, CST)

No podernos negar que la vida puede ofrecernos cosas preciosas. Gozar de la belleza del mundo prodigioso, abrir los sentidos al cosmos entero, la inteligencia a los secretos que la materia encierra, aprender a amar y ser amados, crear obras de arte, terminar bien un trabajo, ver el fruto de nuestros afanes, tener lo que llamamos «satisfactores» porque precisamente satisfacen nuestros gustos: conocer otras culturas, leer un buen libro, etc…
No es fácil relativizar todo ello o restarle importancia. Nuestros parientes y amigos, nuestras posesiones, nuestros proyectos, son todo lo que tenemos y por lo que hemos trabajado toda la vida. Nos hemos gastado en ello, invirtiendo todas nuestras fuerzas. Y por ello, ni pensamos en la otra vida. Ni en el cielo ni el infierno. Ni el cielo nos atrae, ni el infierno nos asusta. Vivimos inmersos en el tiempo, como si fuéramos inmortales. Hablar de cielo o de infierno hasta puede parecer ridículo. ¡Y sin embargo es, una cosa u otra, nuestro destino ineludible!

ES TIEMPO DE DEJAR LO EFÍMERO Y PENSAR EN LO ETERNO
Podemos decir que todos los goces o todas las penas de esta vida temporal, no tienen tanta importancia, no son para tanto. Pablo, que fue arrebatado al tercer cielo para tener un atisbo de los que nos espera, no puede describir con palabras humanas su experiencia:
«Sin embargo, como está escrito: «Ningún ojo ha visto, ningún oído ha escuchado, ninguna mente humana ha concebido lo que Dios ha preparado para quienes lo aman»»
(1 Corintios 2:9, CST)
Ahí, arrebatado al paraíso, oyó palabras que no se pueden decir, pues son cosas que el hombre no sabría expresar (2 Corintios 12:4). Ante lo efímero de los goces o sufrimientos de esta vida, el mismo apóstol nos recomienda en la carta a los Colosenses:
«Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Concentrad vuestra atención en las cosas de arriba, no en las de la tierra, pues vosotros habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.»
(Colosenses 3:1-3, CST)

¡MUERTE, TÚ MORIRÁS!
No es siniestro, ni cruel, ni inhumano pensar en la muerte y hablar de ella. Como el nacer, también el morir es la realidad más ordinaria, permanente y universal del ser humano. Para vivir sabiamente es conveniente traerla a la conciencia para que nos de la medida que relativiza nuestras decisiones y da sentido a nuestras acciones. Sin embargo, la muerte asusta a muchos, creyentes y no creyentes, que prefieren mirar para otro lado haciendo como si no existiera. Pero la muerte está siempre presente de forma implacable. Siempre y para todos, supone un trauma, una ruptura, una lucha con la vida que quiere perpetuarse.
Cuando la afrontan los hijos de Dios la muerte puede ser recibida con paz y serenidad, porque la fe les dice que ese deseo de seguir viviendo se cumple en la otra vida siempre y cuando se ha sabido corresponder al llamado de Dios de venir a Él, darle morada en el corazón, reconocer su señorío en nuestra vida y perseverar con obediencia en la fe de Jesús. Para los que creemos en el Señor, la vida no termina, solo se transforma. Sin embargo, para los que no creen, la muerte es un escándalo, pues toda imaginación fracasa ante el enigma de la muerte. ¡Qué decepción, qué fracaso, qué desgracia sería si toda la vida no ha servido para nada y no hay esperanza! ¿Qué sentido tendría entonces el amor, la amistad, la bondad, la alegría, los trabajos, sufrimientos, sacrificios?

La fe cristiana nos anuncia la victoria definitiva sobre la muerte. Casi son un desafío, un desprecio y una afirmación sin respeto a la muerte las palabras de Pablo:
“¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?”
(1 Corintios 15:55, CST)
La muerte ha sido vencida por la pasión, muerte y resurrección de Cristo. En palabras de John Donne:
«Muerte, no te envanezcas, aunque te hayan llamado poderosa y terrible, porque no eres así, pues los que tú supones que has vencido no mueren, pobre muerte, ni puedes a mí mismo matarme. Del reposo y del sueño, dos imágenes tuyas, surge un goce mayor, y los que te has llevado y son nuestro tesoro, obtendrán sin tardanza la paz para sus huesos, libertad para el alma. Del destino, el azar, de los reyes y la ira siempre esclava, convives con el mal, el veneno y las guerras, ¿acaso los hechizos y filtros no adormecen también? ¿De qué, pues, te envaneces? Tras un sueño muy breve hay la eterna vigilia, y no habrá ya más muerte: ¡muerte, tú morirás!»
(John Donne, 1572-1631, Soneto Sagrado X)
Y tú, ¿Lo crees?
